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CAPÍTULO QUINTO

SUICIDAS INDIRECTOS

Quizás deban ser considerados algunos de estos extraños homicidios como suicidios indirectos; tal vez, o mejor, intenten matar al jefe de un pais, para dar así lugar a que les quiten una vida que aborrecen, al mismo tiempo que les falta el valor necesario para privarse de ella a sí mismos.

Recientes ejemplos tenemos en España de este género de regicidas. Oliva y Moncusi, colocado entre los reos políticos por pasión, por sus no pocos caracteres degenerativos, atentó a la vida del Rey Alfonso XII sin que ningún hecho explicase tal delito, y menos con sentido revolucionario.

Era Oliva de índole rebelde y de mediano ingenio; se consagró a las matemáticas cuando su familia quería darle una educación literaria, y no gradándole después ni ésta ni aquella, se dedicó sucesivamente a aprendiz de escultor, a tipógrafo, a obrero del campo, a tonelero, y, finalmente, fue soldado, demostrando en algunas ocasiones bastante valor.

Empleado más tarde en una oficina, se dedicó con afición apasionada a la lectura de libros y periódicos ultraliberales, trabajando poco y mal. No pudiendo sufrir la vida del empleado o del trabajador, tan contraria a sus gustos y aficiones, manifestó varias veces la idea de suicidarse, lo que hizo que su padre le diera algún dinero para que se marchase a Argentina, que le sirvió para ir a Madrid, donde cometió el atentado.

Otro caso de suicidio indirecto fue, según observan Mandsley, Esquirol y Krafft-Ebing, el de Nobiling, que en 1878, en Berlín, disparó contra el Emperador un tiro de fusil, intentando después suicidarse con la misma arma. Era Nobiling un hombre anormal, con muchos caracteres degenerativos (hidrocefalia, asimetría facial, que le colocan entre los demás reos políticos notables por sus anomalías). Laureado en filosofía, se dedicó a la economía rural práctica, y publicó un folleto sobre esta materia, por el que le emplearon en el Negociado Prusiano de Estadística; más habiéndosele encargado de un importante trabajo, resultó hasta tal punto inútil, que le dejaron cesante.

Obtuvo un empleo más modesto, y después viajó por Inglaterra y Francia, volviendo al cabo de algún tiempo a Alemania, donde no pudo sufrir ninguna ocupación estable. En estos momentos concibió el atentado, e inmediatamente al siguiente día lo consumió.

Tenía un carácter tenaz y egoísta, y sus compañeros lo consideraban un incorregible, pero tranquilo soñador del espiritismo y de las doctrinas socialistas, que a veces les predicaba, por lo que lo llamaban el petrolero y el comunista.

Cuando fue arrestado, declaró: Que había atentado contra el Emperador en la seguridad de que sería castigado con la pena de muerte, muerte que deseaba porque los malos tratos de su patrón le habían hecho odiosa la vida. Y en efecto, se ha probado que dos días antes del atentado le habían despedido del taller, y también que después de ser preso hacía grandes esfuerzos por agravar su situación, haciendo ver al delegado cómo había cumplido el programa republicano en que había escrito: ¡Muera el rey, viva la República!

En cuanto a su vanidad, bastará decir que rehusó en absoluto firmar el recurso de casación, y que, cuando supo que le habían indultado, no pensó en que había salvado la vida, sino en el efecto que produciría en el público.

Frattini, a quien recordarán los lectores por haber arrojado una bomba en la Plaza Colonna, causando algunos heridos, dijo en el proceso que no tenía intención de herir a nadie, y que le impulsó únicamente el deseo de protestar contra el actual estado de cosas, y que de todos modos se conformaba con ¡haber asustado a la nobleza feudal! Mas el que intervino en su empresa criminal la desesperación de la vida, pruébanlo los siguientes fragmentos, escritos por él, y que yo he podido adquirir por graciosa concesión que de ellos me ha hecho el ilustre Sighele:

¡No es por mi libertad ni menos por mi vida por lo que temo, no! ... que quitarme ésta sería el mayor beneficio que podría hacérseme.

¡No puedo, no puedo soportar una vida de miseria y de vergüenza que me ha condenado a sufrir la sociedad sin causa legítima, sin saber si puedo ser útil y no nocivo a mis semejantes!

¿Cómo no he de odiar a todo el mundo?

Y ¿quién sacia el hambre? ¿El producto acaso de un trabajo que no encuentro, que nadie me da? ... ¿Se me ha calificado de asesino porque no quise serlo verdaderamente ... robando, o porque no tuve valor para intentar el suicidio por segunda vez?

Los animales encuentran con qué alimentarse según su naturaleza y especie, porque ninguno de ellos roba el sustento a los demás, y es dueño de cuanto puede precisar para cubrir sus necesidades. La naturaleza ha creado la comunidad. De la usurpación ha nacido la propiedad privada. ¡He aquí el origen de nuestras fatigas!

Pero aun después de todo lo que llevamos dicho acerca del suicidio indirecto, ninguna prueba más segura de su intervención en el homicidio político que este singular documento psicológico, que debo a la cortesía de la Reina de Rumania, que es al mismo tiempo insigne literata (Carmen Sylva) y aventajada investigadora científica, apta para comprender y abarcar los nuevos horizontes de la ciencia. He aquí dicho documento:

Un rumano llamado C ..., de treinta y ocho años, que estando condenado por homicidio fue indultado, atentó criminalmente a la vida del Rey, disparando un tiro desde la calle a la ventana de su habitación, que estaba iluminada; mas de tal modo hizo el disparo, que apenas sufrieron los cristales. Practicado un registro en casa del atentador, dio por resultado el hallazgo de varias fotografías en que está vestido de bandido, y entre ellas, una hecha seis meses antes de cometer el atentado contra el Rey, en la que aparece retratado en el momento de impedir su amante que se suicidara; intento de suicidio que, unido a la vanidad de retratarse en el momento en que le iba a consumar, constituyen una prueba evidente de que con anterioridad a su atentado regicida padeció una obsesión suicida, que explica el atentado mismo como un suicidio indirecto.

Henry y Vaillant son para mí suicidas indirectos -y aun el mismo Lega, que deploró no haber sido condenado a la pena de muerte;- y Caserio, que antes de cometer su crimen decía que no le importaría gran cosa ser decapitado. Y Henry, que rehusó la excusa del abogado y de la madre referente a la locura de su padre, diciendo a los jurados que el oficio del abogado es defender, haya o no razón, pero que él quería morir, están también, a mi juicio, dentro de esa especie.

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