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CAPÍTULO CUARTO

LOCOS

No faltan tampoco los impulsados a obrar por la locura; tales fueron Nicolás de Rienzo en el Canadá, y Riel (23).

M. Du Camp y Laborde recuerdan a Gaillard, hidrocéfalo, zapatero de oficio, director general de las barricadas, y hasta tal punto exaltado y delirante, que se entretenía en hacer barricadas con zapatos, panecillos, fichas de dominó; en fin, con cuanto llegaba a sus manos, y luego se constituía en defensor de ellas.

Hoy mismo cuenta el actual partido anarquista entre sus afiliados con no pocas anomalias.

Y no están fuera de éstas los locos políticos que obran aislada y espontáneamente, atentando contra el jefe del gobierno, y que son casi siempre un eco de indignación por la suerte de los partidos o por las condiciones políticas o religiosas de su tiempo.

Así es, por ejemplo, que cuando en Francia se enardecieron las luchas religiosas con Enrique III, Châtel atenta a la vida de éste; y Châtel era un loco que, después de confesar su delito, dice que la muerte del enemigo de la religión calmaba su conciencia, turbada por incestuosa idea contra su hermana y por irresistibles impulsos homicidas.

Al preguntarle que dónde había aprendido esa nueva teología que aconsejaba el asesinato, contestaba que la había deducido de las más altas ideas filosóficas; al registrarle se le encontraron tres billetes con el anagrama del Rey, y nueve folletos en que hacia la confesión de sus pecados, redactada en la forma preceptiva del Decálogo.

El fanatismo religioso fue también aparentemente una de las causas que armaron la mano de Ravaillac contra Enrique IV; mas en el fondo, la causa no fue otra que el delirio de persecución.

Expulsado de un monasterio por debilidad del cerebro, y preso después por una falsa delación, según parece, tiene visiones, en las que se cree elegido para hacer cumplir la voluntad divina, que le impulsan a matar al Rey, por creer que los ejércitos de éste tenían orden de combatir al Papa.

Los mismos jueces que le interrogaron después de cometido el delito, le juzgaron, según refiere Mathied, no como un miserable, sino como un loco de carácter melancólico, juicio que no impidió que fuera sometido a un horrible suplicio, que él sufrió con entereza por su convencimiento de que el pueblo le estaría grandemente agradecido por el golpe que había dado.

Es un hecho notable que, al prenderle, se le encontraron gran número de escritos, y entre ellos una poesía alusiva a los conducidos al suplicio, escrita con no poco estudio, y seguramente para darla a conocer, pues las palabras que a su juicio retrataban de más enérgica manera y más fielmente el estado de ánimo del reo próximo a ser ejecutado, estaban escritas con mayor esmero y en letra distinta que el resto de la poesía, prueba inequívoca de la tendencia grafómana, confirmada, además, por la existencia de otra infinidad de escritos. Ravaillac es una reproducción de cuanto se observó en Guiteau, y se le parece hasta en el detalle de decir que realizó el atentado por compasión hacia la Reina, del mismo modo que Guiteau perpetró el suyo por consideración a la mujer de Garflield, que le acompañaba en el momento de efectuarle, y por considerarse también elegido por la voluntad divina para cumplir sus altos designios.

El despotismo y el general descontento no fueron extraños en Inglaterra a los atentados contra Enrique III, de Margarita Nicholson, una loca que intentó herirle con un cuchillo, y del otro loco, Hatfield, que le disparó un tiro de pistola.

También en Inglaterra se dió el caso de Mooney, irlandés, a quien se declaró loco según informe de médicos forenses de New York, que expresaba en el juicio su gran satisfacción por haber sido el primer irlandés que había molestado a los privilegiados con la dinamita.

Y, por último, un loco epiléptico ha estado a punto de ser bien recientemente la causa de la muerte de un gran político americano.

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