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VII

Las leyes locales.

Evidentemente la concepción imperialista excluía el federalismo. Se sabe la ferocidad con que persiguió la Convención toda tentativa federalista, verdadera o supuesta. La Convención entendía esencialmente por federalismo lo que hoy llamamos descentralización, es decir, todo sistema en el que las circunscripciones territoriales más o menos extensas (departamentos, municipios, etc.), se hallan sometidas a las leyes que se aplican exclusivamente a ellas y consideradas como hechas para ellas y en su nombre por órganos que son sus representantes. Que esto era contrario al principio de la unidad de la soberanía, es lo que los autores de la Constitución de 1791 habían terminantemente declarado. Sin duda la Asamblea nacional de 1789 había establecido un sistema de administración local descentralizada, en el sentido de que todos los funcionarios locales eran elegidos y que los poderes de inspección del Gobierno eran extremadamente restringidos. Pero en los arts. 2 y 3 de la sección II del capitulo IV del título III de la Constitución se decía: Los administradores no tienen ningún carácter de representación. Son agentes elegidos por el pueblo para ejercer bajo la vigilancia y la autoridad del Rey las funciones administrativas. De este modo, aunque elegidos los órganos locales no son los representantes de la colectividad local y de la voluntad de esta colectividad: si es que existe, como no tiene representante no puede dictar una ley local. No hay más que un país, una nación, una soberania, una ley.

Pero hoy día, todo observador imparcial se sentirá impresionado por lo que se puede llamar el fraccionamiento de la ley, y particularmente su regionalización. Se advierte desde luego de una manera sorprendente en los países federales, donde en el mismo territorio se aplican al mismo tiempo la ley federal y la ley del Estado miembro. No insistiremos más; no porque una forma de Gobierno, que es el derecho común de los dos continentes americanos, que se practica en Alemania y en Suiza y cuyo dominio se agrandará aún probablemente en un futuro próximo, no deba ser considerada, sino porque la antinomia entre la concepción imperialista de la ley y la forma federal es evidente, y porque anteriormente hemos mostrado el fracaso de los esfuerzos intentados para resolverla (26).

Pero esto no ocurre solamente en los países federales: en los países unitarios, como Francia, aparece esta regionalización de la ley. La ley es siempre, ante todo, la regla emanada del Gobierno central que se aplica en principio a todos los individuos que se encuentran en el territorio. Pero al lado de ella aparecen las leyes locales.

Desde 1871 viene estando en Francia, constantemente a la orden del día la cuestión de la descentralización. La ley de 10 de Agosto de 1871 sobre los Consejos generales ha señalado un paso en el sentido descentralizador. Los autores de la ley de 5 de Abril de 1884 sobre los Consejos municipales han tenido la pretensión, por lo demás poco justificada, de hacer en realidad una ley de descentralización. En nuestras Cámaras, desde hace muchos años, se han presentado diversas proposiciones para sustituir el departamento por la región, y darle una verdadera autonomía y ensanchar las prerrogativas municipales. Algunos espíritus confiados esperan que la reforma electoral con el escrutinio de lista y la representación de las minorías será el principio de una gran reforma administrativa en el sentido descentralizador. Esto es posible; pero, en fin, ni la reforma electoral ni la reforma administrativa son aún hechos y nosotros no queremos razonar más que sobre las realidades actuales.

Ahora bien: hoy, de hecho y de derecho, los municipios, al menos las grandes ciudades, tienen incontestablemente una legislación propia, completamente distinta de la ley nacional. Y decimos, al menos las grandes ciudades, porque si el régimen municipal es de derecho el mismo para todos los municipios, grandes y pequeños, sin embargo, por la fuerza de las cosas, la autonomía de las grandes ciudades es de derecho y de hecho una realidad, mientras que la de los pequeños municipios es una ficción. Además, no ignoramos que es la ley nacional la que ha creado el régimen municipal y que la autonomía que ha otorgado puede, en derecho, retirarla. Pero del mismo modo que la costumbre ha aumentado esta autonomía para las ciudades, lo mismo podría imposibilitar su rectificación.

Sea como fuere, en un cierto dominio, especialmente en materia de policía y de organización de los servicios municipales, los alcaldes tienen competencia para hacer, bajo el nombre de reglamentos, verdaderas leyes municipales (Ley de 5 de Abril de 1884, artículos 97 y 98). Esos reglamentos constituyen un verdadero derecho objetivo municipal, aplicándose a todos aquellos que en realidad se encuentran dentro del territorio del municipio. Estas leyes municipales pueden, si no modificar, al menos aumentar para el territorio del municipio las obligaciones prescritas en la ley nacional de policía. Los reglamentos municipales son verdaderas Ieyes: disposiciones de carácter general, imponen la obediencia bajo una sanción penal. El acto individual realizado conforme a ellas es legítimo y puede producir un efecto en derecho; el acto que las viola puede combatirse por los recursos de anulación o entrañar una responsabilidad.

De la ley, de la costumbre, de la jurisprudencia resulta que las leyes municipales deben considerarse como hechas en nombre de la colectividad local. El alcalde es hoy en todos los municipios de Francia el elegido del Consejo municipal, elegido a su vez por sufragio universal del municipio. La ley de 1884 no reconocía en modo alguno al Consejo municipal, cuerpo representativo del municipio, un poder de intervención respecto de los reglamentos municipales. Pero de hecho la costumbre lo ha reconocido; no hay una ciudad francesa en la que no se ejerza de una manera muy estricta y ciertas leyes nuevas, como la del 15 de Febrero de 1902, sobre la protección de la salud pública, asocian el Concejo municipal a la redacción de los reglamentos de policía. Hoy se reconoce por todo el mundo que el prefecto, agente del poder central, no puede reformar los reglamentos del alcalde, sino únicamente anularlos por violación de la ley; que no puede sustituir al alcalde cuando éste haya tomado las medidas de policía necesarias, y si el prefecto se excede de sus poderes en este particular, el alcalde tiene acción para impugnar con el recurso por exceso de poder la decisión del prefecto. Esto demuestra que el alcalde, verdadero legislador en su municipio, no obra como subordinado del prefecto, agente del Gobierno central, sino como representante de la colectividad local descentralizada.

Lo han resuelto así varias decisiones del Consejo de Estado. Especialmente la del 7 de Junio de 1902, en la que declara admisible y fundado el recurso interpuesto por el alcalde de Néris contra un decreto del prefecto de Allier, que había dictado, para los juegos en el casino de esta estación termal, medidas que se hallaban en contradicción con el reglamento general de los juegos dictado por el alcalde en los limites de sus atribuciones (27). En 1910 confirmó el Consejo de Estado esta jurisprudencia. Admitió el recurso de un alcalde contra el decreto del prefecto anulando otro por el que un alcalde había dejado sin efecto el de uno de sus predecesores que prohibía las procesiones (28).

Que los reglamentos municipales son en realidad las leyes del municipio, resulta también desde el punto de vista de la responsabilidad. El Consejo de Estado propende a reconocer la responsabilidad del municipio en razón de los reglamentos municipales. Las soluciones dadas sobre este particular se enlazan con la jurisprudencia que tiende a reconocer la responsabilidad pública con ocasión de actos de carácter general. Implica evidentemente que el reglamento municipal es ley del municipio, que soporta la responsabilidad a que aquél puede dar lugar.

Esta responsabilidad del municipio ha sido reconocida por el Consejo de Estado (15 de Junio de 1912) a propósito de un decreto por el cual el alcalde había reglamentado, ilegalmente, los toques de las campanas de la iglesia y prescrito especialmente el uso de campanas para los entierros civiles. El alto tribunal declara ilegal el decreto, lo anula y al mismo tiempo reconoce en principio la responsabilidad del municipio para con el cura a causa del perjuicio moral que semejante decisión le había ocasionado (29).

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