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IV

La crítica contenciosa de las leyes.

En la concepción imperialista era lógico que no pudiera producirse ninguna acción contenciosa contra la ley. Suponía ésta la orden formulada por la voluntad soberana y, a causa de ello, se presumía que expresaba una regla de derecho. No se puede combatir la ley ante un tribunal, porque el tribunal es el encargado de aplicar el derecho, y la ley es por esencia la misma fuente del derecho. Además, la soberanía no es susceptible de graduación, y la ley es la manifestación directa de esta soberanía, y, por consecuencia, ninguna autoridad puede ser competente para apreciar su valor.

En Inglaterra este punto de vista ha permanecido intacto hasta el presente. Bien conocido es el célebre dicho: El Parlamento inglés puede hacerlo todo menos cambiar un hombre en mujer. M. Dicey pone muy bien de relieve el sentido y la tendencia del principio: La palabra parlamento, escribe, significa en boca de un jurisconsulto el Rey, la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. El principio de la soberanía parlamentaria significa ni más ni menos que el Parlamento, así definido tiene, según la Constitución inglesa, el derecho de hacer o de no hacer una ley cualquiera. Significa además que la ley inglesa no reconoce a ningún hombre ni a ningún cuerpo el derecho de apartarse o hacer caso omiso de las leyes dadas por el Parlamento (11).

Inglaterra se ha parado ahí, y por ahora, al menos, no parece que deba ir más lejos. Por el contrario en América y Francia, se ha producido una importante evolución, que no ha llegado todavía a su término en nuestro país. El punto de partida es el reconocimiento, a fines del siglo XVIII, en Francia, como en América, de una distinción entre las leyes ordinarias y las leyes constitucionales, que para evitar confusiones ha calificado de rígidas M. Dicey. No ha lugar a exponer aquí el origen de esta distinción, las circunstancias que más profundamente han actuado sobre su formación en Francia y América ni tampoco la acción de las ideas francesas sobre las americanas, y recíprocamente (12).

A fines del siglo XVIII, la distinción llegó a ser en Francia y en América un principio esencial de derecho público. Por importante que sea no hay que exagerar, sin embargo, su alcance. No implica el reconocimiento de dos legisladores igualmente soberanos, cada uno en su esfera, el legislador constituyente y el legislador ordinario. Implica aun menos el reconocimiento de un legislador constituyente, en el que la soberanía sería superior a la del legislador ordinario. En el sistema de derecho público fundado sobre la noción de soberanía, hay y no puede haber más que una soberanía y en ella no puede haber grados. Toda ley, constitucional u ordinaria, es y persiste como una orden de la voluntad soberana, una, del Estado. Pero esta orden se expresa en dos formas diferentes con la ley constitucional y con la ley ordinaria. He ahí todo. Y es mucho, porque resulta que una ley constitucional que ha sido dictada en forma distinta de la ley ordinaria, no puede ser modificada ni derogada por ésta, y no puede serlo más que por una ley constitucional o al menos según las formas que ella misma ha determinado.

Esto dicho, se advierte bien la cuestión planteada, que no podía menos de suscitarse en Francia y en América. Cuando el legislador ordinario da una ley que viola una ley constitucional, ¿puede intentarse un recurso para obtener su anulación? ¿Existe un tribunal competente para decidirla? Se ha contestado que no, y aun sigue contestándose lo mismo en América y en Francia. Sin duda la Constitución del año VIII, art. 21, y la Constitución de 1852, art. 29, daban al Senado conservador poder para mantener o anular todos los actos (incluso los actos legislativos) que le son denunciados como inconstitucionales ... Pero ni el Senado del Primer Imperio ni el del Segundo han desempeñado la misión que les había sido conferida; en realidad, no han sido más que un instrumento en manos del señor para modificar a su gusto la Constitución.

Otra cuestión se ha planteado conexa con la primera, pero muy diferente, sin embargo. ¿Aquel contra quien se invoca una ley ante un tribunal, civil o criminal puede oponer una excepción de inconstitucionalidad? ¿Puede el tribunal no decidir la nulidad de la ley, sino negarse a aplicarla a causa de su inconstitucionalidad en el caso de que se trate? América ha respondido afirmativamente, y hoy es jurisprudencia muy aceptada la de que toda jurisdicción puede admitir la excepción de inconstitucionalidad y declarar que no aplicará la ley invocada porque es inconstitucional; ninguna jurisdicción, ni aun la misma del tribunal supremo de justicia federal, puede decidir la anulación de la ley.

¿Cómo ha llegado América tan pronto a esta solución? ¿Qué papel ha desempeñado en la formación de esta jurisprudencia el recuerdo de la época colonial, durante la cual los tribunales podían y debían lógicamente, negarse a aplicar las leyes que traspasasen los límites del poder legislativo concedido a las colonias por la metrópoli? ¿Qué influencia ha tenido la necesidad en que se ha estado de dar una solución a los conflictos que forzosamente se suscitaban entre la legislación federal y la de los Estados miembros de la Unión? ¿Cómo se ha invocado para apoyar esta jurisprudencia sobre un texto constitucional, el capítulo III, sección 2a, núm. 1 de la Constitución federal, que era de hecho completamente extraño a la cuestión? ¿Qué influencia han tenido las decisiones del supremo tribunal de justicia federal sobre el desenvolvimiento del derecho americano? He ahi unas cuantas interesantes cuestiones en cuyo examen no podemos entrar. Por otra parte, han sido frecuentemente estudiadas (13).

En Francia, a diferencia de lo que se ha decidido en América, se ha considerado durante largo tiempo como una especie de dogma que los tribunales, sean los que fueren, no pueden admitir en manera alguna una excepción de inconstitucionalidad y negarse a aplicar al caso a ellos sometido una ley cuya inconstitucionalidad reconociesen. Sin duda se ha decidido siempre que la excepción de ilegalidad era admisible a propósito de un reglamento, hasta de un reglamento dictado por el jefe del Estado en virtud de una delegación expresa del Parlamento. Para dar una base legal a esta última solución se ha invocado siempre el art. 471, número 15, del Código penal, que, según sus términos, no se aplica más que a los reglamentos que implican una sanción penal. Pero se amplió sin dificultad a todos los reglamentos.

Y no se fue más allá. Durante mucho tiempo la doctrina y la jurisprudencia han estado unánimes al decidir que jamás un tribunal puede apreciar la constitucionalidad de una ley y negarse a aplicarla porque la juzgue inconstitucional. El pensamiento dominante que determinaba esta solución era éste seguramente: la ley es una emanación de la misma soberanía; no es posible que un tribunal juzgue esta soberanía; no es posible que se dirija una acción contenciosa contra una decisión de la nación soberana. Esta era la consecuencia lógica de la noción que se formaba del Estado y de la ley. No siendo los jueces más que los agentes del Estado no pueden oponer su voluntad a la del Estado, soberano legislador, y decidir contra él que una cosa que ha querido no tenía el poder de quererla.

No es así, sin embargo, como se explica habitualmente la no admisibilidad de la excepción de inconstitucionalidad. Generalmente se la refiere al principio de la separación de los poderes y se dice que los tribunales, órganos del tercer poder, el judicial, no pueden en ningún caso inmiscuirse en ninguno de los otros dos, el legislativo o el ejecutivo. Se invoca el art. 3 del capítulo I y del título III de la Constitución de 1791: Los tribunales no pueden ni inmiscuirse en el ejercicio del poder legislativo ..., y el art. 10 del título III de la ley de 16 de Agosto de 1790, según la cual, los tribunales no podrán tomar ni directa ni indirectamente parte alguna en el ejercicio del poder legislativo, ni impedir o suspender la ejecución de los decretos del cuerpo legislativo sancionados por el Rey.

Pero en realidad estos textos eran extraños a la cuestión y el principio de la separación de los poderes conducía a otra solución. El tribunal que se niega a aplicar una ley porque la juzga inconstitucional, no se entromete en modo alguno en el ejercicio del poder legislativo; no suspende la aplicación de la ley, que queda intacta en todo su vigor; lo único que hace es no aplicarla en el caso que le está sometido. Precisamente porque el orden judicial forma un tercer poder distinto, independiente de los otros dos e igual a ellos, no puede obligársele a aplicar una ley que juzga inconstitucional. Los americanos lo han comprendido perfectamente: el principio de la separación de los poderes les ha conducido lógicamente a reconocer a los tribunales el derecho de apreciar la constitucionalidad de las leyes. Imponer al poder judicial la obligación de aplicar una ley inconstitucional es declararle inferior al legislativo, esto es, colocarle bajo su dependencia y violar el principio de la separación. Si, pues, a los jueces franceses se les ha negado el poder de apreciar la constitucionalidad de una ley, no puede ser ello más que por la razón indicada: la ley se impone sin restricción ni reserva, porque es la expresión de la voluntad soberana del Estado.

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