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III

La ley y el reglamento.

Es desde luego evidente que si la ley es el mandato emanado del poder soberano, no puede hacerse más que por el órgano que tiene este poder. En efecto, durante mucho tiempo se ha considerado como un principio absoluto que la ley no podía emanar más que del Parlamento, el único que por representación ejercía las diversas prerrogativas de la soberanía nacional. En el fondo, es el célebre principio de la separación de los poderes. En el art. 3° del preámbulo del título III de la Constitución de 1791 se decía: El poder legislativo se delega en una asamblea nacional compuesta de representantes temporales libremente elegidos por el pueblo..., y en el art. 1° de la sección I del capítulo III del título III: La Constitución delega exclusivamente en el cuerpo legislativo los poderes y funciones que a continuación se expresan: Proponer y decretar las leyes; sólo el Rey puede proponer al cuerpo legislativo que tome en consideración un asunto ... De este modo, el poder de hacer la ley es de tal suerte una prerrogativa propia de la representación nacional, que hasta le pertenece exclusivamente la iniciativa de las leyes.

No es esto todo. El art. 6 de la sección I del cap. IV del titulo III de la Constitución de 1791 dice: El poder ejecutivo no puede dictar ninguna ley, ni aun provisional, sino únicamente declaraciones conforme a las leyes para ordenar o recordar su ejecución. Dígase lo que se quiera, esta última disposición es muy clara; quitaba en absoluto al Rey lo que llamamos hoy el poder reglamentario. La palabra declaración es plenamente característica: implica que el acto del Rey no tendrá valor por sí mismo, que no será una regla que se imponga a los tribunales, sino solamente una instrucción dirigida a los funcionarios para ordenar o recordar la ejecución de la ley.

El mismo principio estaba claramente formulado en la Constitución del año III: La ley es la voluntad general expresada por la mayoría de los ciudadanos o de sus representantes. El Directorio no puede hacer más que declaraciones conformes con las leyes y para su ejecución (7). A pesar de esos textos restrictivos, desde entonces se registran, bajo el nombre de acuerdos del Directorio, un número demasiado grande de actos que son incontestablemente cosa distinta de las declaraciones y que contienen disposiciones de carácter general, con fuerza ejecutoria por sí mismas y que se imponen como ley propiamente dicha a los tribunales y a los cuerpos administrativos.

Bajo el Consulado y el Primer Imperio, el número de esas disposiciones de carácter general emanadas del Gobierno aumenta en muy grandes proporciones. La Constitución del año VIII no habla de declaraciones, sino de reglamentos. El Gobierno propone las leyes, y hace los reglamentos necesarios para asegurar su ejecución (art. 44). El cambio de términos es característico: no se trata de un acto recordando la aplicación de una ley, sino de un acto que contiene una regla que se impone como tal. Desde el año VIII, cualquiera que sea la forma del Gobierno: Imperio, Monarquía o República, el número de los reglamentos hechos por el poder ejecutivo aumenta constantemente. Sin duda, si se exceptúa la Carta de 1814, cuyo artículo 14 otorga al Rey el derecho de hacer las ordenanzas necesarias para la ejecución de las leyes y la seguridad del Estado, todos los demás actos constitucionales refieren el poder reglamentario de jefe del Estado a su poder ejecutivo, y le dan como fin asegurar la ejecución de las leyes (8). Pero estas restricciones son impotentes; como siempre, los hechos son más fuertes que las Constituciones; el poder reglamentario se extiende constantemente y aparecen un gran número de reglamentos que es imposible referir a la ejecución de las leyes. De este modo se ha formado, al lado de la legislación propiamente dicha, toda una legislación que se puede llamar reglamentaria y que tiene para los particulares, administradores y jueces la misma fuerza obligatoria que las leyes estrictas.

No es éste el sitio apropiado para exponer las controversias sin fin suscitadas acerca del poder reglamentario del Presidente de la República, y especialmente a propósito de una pretendida delegación legislativa otorgada por el Parlamento. Sea el que fuere el resultado de todas estas controversias, el hecho indudable es que el Jefe del Estado hace hoy, no solamente reglamentos que se refieren a leyes verdaderas anteriores, sino muchos reglamentos autónomos que no se refieren a ninguna ley estricta, y cuya validez, sin embargo, nadie trata de discutir. De este número son, por ejemplo, todos los reglamentos de policía general dados por el Presidente de la República, entre los que se pueden citar muy propiamente los decretos reglamentarios de 1° de Marzo de 1899 y del 10 de Septiembre de 1901 sobre la construcción y circulación de automóviles, el decreto de 8 de Octubre de 1901 sobre policía y uso de las vías de navegación interior. A pesar de todos los prodigios de sutileza, no ha sido posible en absoluto decir en qué se distinguen esos reglamentos específicamente de la ley. Como ella, contienen por su misma esencia disposiciones de carácter general, que indiscutiblemente se imponen a los particulares, a los administradores y a los jueces. Todo acto realizado violando un reglamento, es nulo, como si se hubiera realizado violando una ley.

Esto no quiere decir que el Presidente de la República pueda dictar reglamentos sobre cualquier materia. Es cierto que hay materias llamadas legislativas, sobre las cuales sólo puede legislar el Parlamento. Pero esta es una cuestión de competencia; y no resulta de ahí que exista una diferencia de naturaleza entre la ley y el reglamento.

Además de esto, si en cierto momento ha existido una diferencia específica entre el reglamento y la ley, tiende ahora a desaparecer por la evolución misma de las cosas, y quizá hasta ha desaparecido en absoluto. Si esta diferencia ha existido no ha podido consistir más que en lo que M. Hauriou explicaba de este modo: las leyes son limitaciones de carácter general impuestas a la libre actividad del individuo; los reglamentos son disposiciones con el mismo carácter que tienen por fin asegurar la organización y el funcionamiento de los servicios públicos (9). Pero creemos haber demostrado en el párrafo II del presente texto que la ley misma ha devenido esencialmente una disposición de carácter general dictada en vista de la organización y del funcionamiento de un servicio público. Que sea la ley la que evoluciona llegando a confundirse con el reglamento o que, por el contrario, sea éste quien se aproxima a la ley, no tiene en el fondo ninguna importancia. Lo importante es que la evolución se ha realizado, esto es, que hay disposiciones que tienen realmente el carácter de ley y que no emanan del órgano considerado como representante de la soberanía nacional, no refiriéndose por tanto la noción de ley a la noción de soberanía (10).

Queda por advertir que no se podría aducir ningún argumento en favor de una distinción de fondo entre la ley y el reglamento del hecho de que, con ocasión de un reglamento sean admisibles la excepción de ilegalidad y el recurso por exceso de poder, que en modo alguno proceden con ocasión de la ley. La diferencia es exacta, aun cuando ella tienda a desaparecer y no exista en modo alguno en ciertos países. Pero no afecta de ninguna manera a la naturaleza intrínseca de los actos. La admisibilidad de un recurso y de una excepción depende, en efecto, no del carácter intrínseco del acto considerado, sino de la cualidad del órgano o del agente que lo realiza. Si el recurso por exceso de poder y la excepción de ilegalidad no son admisibles con ocasión de una ley, es porque el Derecho francés no ha admitido aún que los actos del cuerpo legislativo puedan ser objeto de una crítica contenciosa. Seguramente esto se debe a la supervivencia de la antigua idea de que el cuerpo legislativo representa la soberanía de la nación. Pero en los dos párrafos siguientes veremos que la evolución está a punto de terminarse y que no está lejos el momento en que el recurso por exceso de poder y la excepción de ilegalidad sean admitidos respecto de la ley como del reglamento.

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