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II

Las leyes constructivas o leyes orgánicas de los servicios públicos.

Estas son, en realidad, todas aquellas que organizan servicios públicos: la mayor parte de las leyes modernas. Si se quiere negar la existencia de las leyes normativas, después de todo no vemos gran inconveniente. En rigor resulta, que toda disposición de carácter general, que emana de los gobernantes y que tiene por fin organizar un servicio público, se impone a todos bajo la sanción legítima de la coacción material. En efecto, al dictar los gobernantes parecidas disposiciones no hacen más que llenar la función social que les incumbe en razón del lugar que ocupan en la sociedad. Ya hemos dicho que, en definitiva, se podrá prescindir de la cuestión de averiguar si existe una regla de derecho, hablando propiamente, anterior y superior a los gobernantes. Por la misma razón puede también dejarse a un lado la cuestión de saber si existen leyes normativas, porque si existen, no son más que la expresión de esta regla de derecho. Personalmente admitimos la existencia de dicha regla y de las leyes que la comprueban; pero en realidad esto no es más que un postulado. Ahora bien, admítase o no, hay un hecho irreductible: la necesidad inevitable, puesto que es la condición misma de la vida social, de organizar ciertas actividades en servicio público, y por consecuencia el valor social y la fuerza socialmente obligatoria de toda disposición de carácter general dictada para la organización y el funcionamiento de los servicios públicos.

Existe, por otra parte, esta concepción formulada por la antigüedad griega y que ha penetrado profundamente el espíritu de los hombres modernos, a saber que para la organización y el funcionamiento de los servicios públicos, los gobernantes deben proceder según disposiciones generales y que no pueden tomar ninguna decisión individual más que en la medida que las disposiciones generales señalan, porque en esto estriba la más segura protección del individuo contra la arbitrariedad.

Así aparece por fin, en su complejidad y en su unidad al propio tiempo, el carácter obligatorio de la ley. Es complejo puesto que descansa a la vez sobre el carácter de generalidad de la ley y sobre el fin que la determina. Es uno puesto que descansa esencialmente sobre la obligación que incumbe a los gobernantes de asegurar el funcionamiento de los servicios públicos.

A decir verdad, no hay una ley que no sea la ley orgánica de un servicio público y cuya fuerza obligatoria no pueda explicarse por él; y es mucho que no pueda explicarse más que de ese modo. Ocurre así con todas las leyes llamadas propiamente orgánicas, es decir, leyes que reglamentan la organización interior del Estado. Si se admite la personalidad del Estado y se define la ley como la orden formulada por la voluntad soberana del Estado, se está en la imposibilidad de comprender cómo las leyes orgánicas pueden ser verdaderamente leyes, puesto que el Estado no puede imponerse un mandato a sí mismo. Al contrario, el carácter obligatorio de tales disposiciones aparece muy claramente refiriéndolas a la obligación que se impone a los gobernantes para que organicen los servicios públicos. Las leyes que organizan los servicios públicos especiales tienen precisamente carácter obligatorio porque tienen este objeto especial. Las leyes constitucionales y las leyes de administración general son obligatorias porque tienen como fin dar al Estado la organización de conjunto más propia para realizar los diversos servicios.

Aun las mismas fórmulas de principios generales contenidas en las Declaraciones y en ciertas Constituciones se refieren a la noción de servicio público. Cuando, colocándose por lo demás, en la concepción individualista (aunque desde el punto en que nos hallamos esto no tenga importancia), los autores de las Declaraciones de 1789, de 1793, del año III y de la Constitución de 1848, formulaban los principios de libertad, de propiedad; ¿no implicaba todo ello simplemente la afirmación de que se impone a los gobernantes la obligación de crear los servicios públicos destinados a proteger esa libertad y esa propiedad?

Otro tanto diremos de las leyes penales. Son éstas las que parecen en más alto grado leyes imperativas o, mejor aún, leyes prohibitivas destinadas a los particulares; observándolas de cerca se nota que su orden, en realidad, quizá no se dirige a los particulares. El legislador no prohibe matar, robar, etcétera ... No tiene facultad para dictar esta prohibición. Limítase a organizar el servicio público de seguridad y decide que si un hecho, previsto y definido por él y calificado de infracción se comete, los tribunales dictarán cierta pena contra el individuo reconocido como autor. Según la expresión de Binding, el imperativo penal no se dirige a los particulares (6). De este modo la cuestión del fundamento del derecho de castigar no se plantea si por tal se entiende la cuestión de saber en qué fundamento descansa el derecho de la sociedad a decir lo que está permitido y lo que está prohibido. Los gobernantes deben seguramente, y se les ha reconocido siempre esta misión, proteger la seguridad en el interior de la colectividad. Ellos cumplen este cargo dictando leyes penales. Por esto son obligatorias y legítimas.

En fin, las mismas leyes civiles no son en realidad más que leyes orgánicas de servicios públicos, de servicios de policía y de justicia. Se ha preguntado cómo pueden ser imperativas estas leyes, ya que todas las legislaciones civiles, y particularmente el artículo 6 del Código de Napoleón, disponen que en principio se pueden derogar siempre por una convención particular. Dado esto, se ha llegado a decir que las leyes civiles se dirigen a los agentes de jurisdicción encargados de decidir las diferencias entre los particulares. Las partes pueden pactar convenciones contrarias a todas las leyes civiles que no afecten ni al orden público, ni a las buenas costumbres; pero la ley determina de una manera precisa el deber del juez. En principio debe éste juzgar las relaciones privadas según los acuerdos tomados por las partes. A falta de convenios, o en caso de oscuridad de éstos, el juez debe decidir conforme a las disposiciones de la ley civil. De este modo se ve que las leyes civiles supletorias son en rigor leyes que organizan un servicio público, el servicio de la justicia. En cuanto a las leyes civiles que interesan al orden público y a las buenas costumbres, como todas las leyes relativas a la organización de la familia, a la competencia, a la capacidad, leyes que no pueden derogar las partes con sus convenios, determinan también la función y los deberes del juez, quien debe declarar nulos y sin ningún valor los acuerdos que violen estas leyes. Por tal manera son evidentemente leyes orgánicas del servicio de justicia.

Por último, aun en lo relativo a los funcionarios, la ley realmente no contiene una orden: no tiene otra fuerza que la que le viene de hallarse destinada a un servicio público.

Reconocemos sin dificultad que hasta el presente, por el razonamiento, es como sobre todo, hemos llegado a determinar el carácter que atribuímos a ley, y que estas conclusiones serían muy frágiles si nos detuviéramos ahí. Queda por demostrar lo esencial, a saber: que este carácter de ley determinado por el análisis, es el que concuerda con los hechos, que están en contradicción violenta con la concepción imperialista.

En el sistema de derecho público según el cual la ley era un mandato emanado del poder soberano, se inferían de ese carácter cuatro proposiciones, las cuales se admitían como dogmas sagrados. Son las siguientes:

1° La ley era una decisión que no podía emanar más que del pueblo o sus representantes.

2° Siendo la ley la emanación de la voluntad soberana del Estado, no podía ser objeto de una crítica contenciosa ni por vía de acción ni por vía de excepción y mucho menos dar lugar a una acción de responsabilidad.

3° Siendo la ley una emanación del poder soberano, era una, indivisible, como la soberanía misma; no podía haber en un país leyes particulares para regiones o grupos.

4° Siendo la ley un mandato, era siempre un acto unilateral: ley y convención, eran dos nociones que se excluían; no se podían concebir leyes-convenciones.

Ninguna de estas cuatro proposiciones es hoy verdadera. Hay leyes que no emanan del pueblo o de sus representantes. Las leyes pueden ser el objeto de una crítica contenciosa y comprometer la responsabilidad del Estado. Hay leyes regionales y leyes de grupos, y, por último, hay leyes-convenciones. Cada uno de estos puntos pide algún desarrollo.

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