Índice de La ley de León DuguitAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

El verdadero carácter de la ley y su fuerza obligatoria. Las leyes normativas.

La ley es una disposición de carácter general, una regla de conducta. Pero si la conciencia moderna descarta del dominio político todas las hipótesis metafísicas, la de la soberanía nacional como la del derecho divino y la de la investidura divina, la ley no puede ser el mandato formulado por una voluntad soberana. Resulta, pues, que la ley es simplemente la expresión de la voluntad individual de los hombres que la hacen: jefes de Estado, miembros del Parlamento. Fuera de esto, todo lo que se diga no es más que ficción. En Francia, especialmente, la ley es la expresión de la voluntad de los 350 diputados y 200 senadores que forman la mayoría habitual en la Cámara y en el Senado. En cuanto a los reglamentos, lo veremos más tarde, en el fondo son verdaderas leyes, son la expresión de la voluntad del jefe del Estado o del funcionario, cualquiera que sea, que los dicte.

La concepción puramente realista del Estado conduce necesariamente a una concepción puramente realista de la ley. Sin embargo, no se podrá negar que, a pesar de esto, la conciencia moderna reconoce unánimemente a la ley un carácter obligatorio, si no imperativo. En la ley no se ve ya la orden de una voluntad superior imponiéndose a una voluntad subordinada. Pero, no obstante, se afirma que los funcionarios y los simples particulares están obligados a aplicar la ley y que la fuerza coactiva de que disponen los gobernantes debe necesariamente y puede legítimamente ponerse en movimiento para asegurar la obediencia a la ley.

¿No son estas dos concepciones contradictorias? De ningún modo. En primer lugar, parece que existe un derecho objetivo superior a los gobernantes. Desde el momento en que existe una sociedad humana debe haber una disciplina social: condición indispensable para el sostenimiento del grupo. Si el hombre moderno rechaza toda afirmación de orden metafísico, tiene, por el contrario, el sentimiento arraigado de que existe una regla de conducta social derivada del hecho social mismo. Sentimiento o noción intelectual de una regla social, no nos engañemos, no se trata ni de un sentimiento ni de una noción de orden metafísico. Esta regla social, tal como la observa el hombre moderno, no tiene un carácter transcendental con relación a la sociedad; es inmanente, como dirían los filósofos. Es un elemento de esta sociedad, o, mejor dicho, es la sociedad misma. El hombre se halla subordinado a esta regla, no porque ella cree un deber superior, sino únicamente porque, de hecho, vive en sociedad, no puede vivir más que en ella, y por tanto se encuentra dentro de la disciplina social. Es, por ejemplo, evidente que la regla que prohibe el homicidio, el pillaje, el incendio, las violencias: cualesquiera que ellas sean, existe como regla de derecho antes de ser formulada en la ley positiva. La conciencia humana percibe fácilmente el carácter obligatorio de semejante regla y no ve en ella la obligación transcendente correspondiente a un deber metafísico, sino una necesidad social que se impone a todos los hombres que viven en sociedad.

Dicho esto, se ve claramente por qué la ley positiva tiene fuerza obligatoria. Hablando con propiedad, no contiene un mandato. Pero obliga porque formula una regla de derecho que es en sí misma obligatoria, en tanto que regla social. Tales son las leyes que en otro lugar hemos llamado normativas (2). El ejemplo más claro es el de las leyes penales, o al menos aquellas que definen las infracciones y las prohiben. Las leyes penales que fijan la pena entran más bien en la categoría de las leyes constructivas, de que hablaremos más adelante. En la legislación civil existen también ciertas disposiciones que son leyes normativas, como, por ejemplo, las que enuncian principios generales como el art. 1.382 del Código civil: Todo hecho del hombre que causa un daño a otro, obliga a aquel por culpa de quien se ha producido, a repararlo. En fin, muchas de las disposiciones insertas en nuestras Declaraciones de derechos eran reglas consideradas como superiores y anteriores al legislador.

Al decir que esas leyes normativas se imponen a todos porque contienen una regla de derecho reconocida por la conciencia de los hombres en una época y en un país dados, expresamos una idea análoga en absoluto a aquella que tan notablemente ha sido desarrollada por el gran publicista inglés Dicey en su hermoso libro Le Droit et l'opinion publique (3), y que el autor resume de este modo: Existe en una época dada un conjunto de creencias, de convicciones, de sentimientos, de principios aceptados o de prejuicios firmemente arraigados que, tomados en conjunto, forman la opinión pública de un modo particular, o lo que podemos llamar la corriente reinante de la opinión. En lo que concierne al menos a los tres o cuatro últimos siglos, y particularmente al siglo XIX, la influencia de la corriente dominante en la opinión ha determinado en Inglaterra, directa o indirectamente, si consideramos la cuestión de un modo amplio, el curso de la legislación (4).

Y esto es verdad no sólo respecto de Inglaterra, sino de todos los países, no solamente en el siglo XIX, sino en todas las épocas. Únicamente hay que añadir que, si la opinión es el factor esencial de la legjsiación, no juega este papel sino cuando ha llegado a considerar que cierta regla se impone bajo una sanción social. En otros términos: la opinión pública no deviene factor de legislación sino cuando las conciencias individuales que concurren a formarla han adquirido un contenido jurídico. Llega un momento en que la noción del carácter obligatorio de ciertas reglas penetra tan general y profundamente la conciencia de los miembros de una sociedad, que toda ley que las formula encuentra inmediatamente una adhesión unánime y que su carácter obligatorio aparece a todos con plena evidencia (5).

Por otra parte, nótese bien que la ley normativa así considerada no debe confundirse con la costumbre. La ley no es la costumbre; pero como ésta es la expresión de una regla que se elabora, bajo la acción de las necesidades sociales en las conciencias individuales. A veces la misma regla encuentra su primera expresión por otra parte forzosamente imperfecta, en una práctica consuetudinaria y luego en la ley una expresión más precisa y más completa. Sin duda el carácter obligatorio de la ley y el de la costumbre tienen el mismo fundamento. Pero la ley y la costumbre son grados diferentes de la expresión del derecho objetivo. Con mucha frecuencia el grado costumbre falta y el derecho objetivo encuentra su expresión primera y directa en la ley.

Se podría decir, y se ha dicho, que admitida la realidad de una regla de conducta fundada en la interdependencia social, esta regla es moral y no jurídica, que no es imperativa por sí misma, que no llega a serIo sino cuando se ha formulado en la ley positiva. La prueba es, se añade, que antes que la regla sea formulada en la ley positiva los actos contrarios a esta regla no entrañan ninguna represión, y que los hechos conforme a ella no producen ningún efecto jurídico, no son socialmente sancionados. No sería, pues, la ley positiva la simple comprobación de una regla social; implicaría algo más: sólo ella le daría el carácter jurídico.

Seguramente en tanto que no hay ley escrita, o al menos costumbre comprobada, no existe una sanción regular y jurídicamente organizada de la regla de derecho. Pero esto no prueba que la regla de derecho no sea obligatoria por sí misma, supuesto, sobre todo, lo que se ha dicho anteriormente, esto es, que la regla de derecho no es una orden, propiamente hablando, sino una disciplina de hecho que la interdependencia social impone a todos los miembros del grupo. Por otra parte, no hay que confundir el carácter obligatorio de la regla con la sanción socialmente organizada de esta regla. La organización social de esta sanción constituye el objeto de otra categoría de leyes que llamamos, a falta de otro término, leyes constructivas.

Índice de La ley de León DuguitAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha