Índice de La ley de León DuguitPresentación de Chantal López y Omar CortésSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

INTRODUCCIÓN

En el sistema de derecho público fundado sobre la noción de soberanía, todo el mundo estaba de acuerdo para reconocer que la ley era la manifestación por excelencia de la soberanía. Rousseau lo dice varias veces. La ley es por definición la expresión de la voluntad general manifestada sobre un objeto de orden general, y porque une la universalidad de la voluntad a la del objeto, es por lo que tiene un poder de mando sin límites: no puede nunca ser injusta y todos le deben una obediencia sin condición y sin reserva. Dada esta idea, dice Rousseau, se ve al instante que no es necesario preguntar a quién comprende hacer las leyes, pues que ellas son actos de la voluntad general; ni si el príncipe está por encima de las leyes, pues que es miembro del Estado; ni si la ley puede ser injusta, pues que nadie es injusto para consigo mismo; ni cómo se es libre y sometido a las leyes, ya que ellas no son más que registros de nuestras voluntades (1). De ahí ha nacido lo que a veces se ha llamado con gran razón el fetichismo de la ley.

Que las leyes son necesarias y que la ley, por su carácter de generalidad, es la mejor garantía del individuo contra lo arbitrario; que la protección esencial de la libertad se halla en el principio de que la autoridad no puede tomar una decisión individual más que dentro de los límites señalados por una regla general formulada de antemano de una manera abstracta, todo esto es incontestable; y en este punto el nuevo sistema de derecho público no hace más que precisar y garantir los elementos del sistema anterior. Pero en este sistema, como en la doctrina de Rousseau, la ley era un mandato del soberano. Como tal, la ley no podía ser injusta; se imponía a todos sin reserva ni restricción. La constitucionalidad misma de la ley no podía apreciarse por un tribunal cualquiera. La cuestión de la responsabilidad del Estado legislador no podía ni plantearse.

Esta concepción de la ley era sin duda perfectamente lógica en el sistema imperialista. Pero parece evidente que si la noción del poder soberano no es ya la base del derecho público, esta concepción debe desaparecer. Por tanto, si en la vida jurídica de los Estados modernos sorprendemos hechos, percibimos situaciones y reconocemos la admisibilidad de acciones, que se hallan en absoluta contradicción con las consecuencias que acaban de precisarse y que se derivan lógicamente de la noción de la ley, expresión de la voluntad soberana, tendremos, sin más, una nueva comprobación directa de la transformación del derecho público.

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