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Las leyes de las asociaciones.

Si las asambleas deliberantes no son corporaciones autónomas, muchos grupos tienen, por el contrario, ese carácter. El movimiento asociacionista, particularmente bajo la forma sindicalista que hoy reviste, quedará seguramente como el fenómeno social característico del fin del siglo XIX y del comienzo del siglo XX. La Revolución, es sabido, no reconoció el derecho de asociación. La ley Le Chapelier de 14-17 de Junio de 1791 prohibió expresamente las asociaciones profesionales. Siendo el aniquilamiento de toda especie de corporaciones de ciudadanos del mismo estado y profesión una de las bases fundamentales de la Constitución ... Y el Código penal prohibía bajo penas severas toda asociación de más de veinte personas (arts. 291 y 292).

Esto era perfectamente lógico. La asociación, en efecto, es un grupo que se instala en el seno de la colectividad nacional y que viene a romper su absorbente unidad. La asociación tiene su ley distinta de la ley nacional; esta ley emana de un grupo que no es la nación. En la concepción de un derecho individualista y regalista esto es completamente imposible: el individuo forma parte de la nación; no puede hallarse sometido más que a la ley nacional; en esto consiste la garantía de su libertad. No puede formar parte de otro grupo que no sea la nación; porque entonces estará sometido a otra ley y esto sería contrario a la unidad de la soberanía.

Todas estas ideas, de una lógica perfecta, estaban muy claramente expresadas en la ley Le Chapelier. Las asociaciones profesionales son contrarias al principio de libertad y a las bases fundamentales de la Constitución; está prohibido restablecerlas de hecho bajo cualquier pretexto y en cualquier forma que sea. Se prohibe expresamente a los ciudadanos de un mismo estado o profesión formar reglamentos sobre sus pretendidos intereses comunes (art. 2°). Esta ley corporativa sería, en efecto, directamente contraria al principio de la unidad de la ley nacional.

Por tanto, si el formidable movimiento asociacionista y sindicalista de hoy ha podido producirse, si cada día ha tomado mayor amplitud, es porque ha pasado la concepción de ley orden de la voluntad soberana de la nación una. Que no se diga que los estatutos de una asociación no son una ley, sino las cláusulas de un contrato individual. Sería ésta una proposición errónea en absoluto, que ha podido sostenerse un momento; pero hoy no se defiende mas que por algunos civilistas rezagados. Los autores de la ley Le Chapelier no se engañaban. Comprendieron bien el carácter reglamentario de los estatutos de toda asociación, y por esto precisamente es por lo que ellos los prohibieron como contrarios a la Constitución. Sin duda la ley de 1° de Julio de 1901 sobre la libertad de asociación (art. 1°) declara que en principio la asociación se rige por el título III del libro lll del Código civil sobre los contratos y obligaciones. Y no hay en esto sino un error legislativo. Por lo demás, es de notar que esta ley de 1901, que va contra las concepciones civilistas e individualistas, que es a la vez producto y factor de una evolución social destructiva de estas concepciones, ha sido redactada por hombres que invocaban a cada instante los principios tradicionales. Nueva prueba, después de tantas, de que el pensamiento intimo de aquellos que hacen la ley queda extraño a la elaboración del derecho, de que la ley es, sin embargo, un elemento.

Los estatutos de una asociación no son las cláusulas de un contrato, sino una verdadera ley. No es nuestra intención, para demostrarlo, entrar en explicaciones que serían demasiado técnicas. Nos limitaremos a decir lo esencial. El contrato, tal como lo ha formulado el derecho romano y lo ha adoptado el Código de Napoleón, es una institución exclusivamente de orden individualista. Implica dos declaraciones de voluntad con objetos diferentes, que intervienen después de un acuerdo, de tal modo, que cada una de ellas está determinada por la otra. El carácter psicológico del contrato se encontraba materializado de una manera muy clara en la fórmula de la estipulación romana: Spondes-ne mihi centum? Spondeo. Cuando hay varias voluntades que intervienen sin acuerdo previo, que tienen un mismo objeto y que no están determinadas la una por la otra sino por un fin común, no hay verdaderamente contrato. Hay lo que hoy se llama acto colectivo, colaboración. Los alemanes dicen Gesammtakt, Vereinbarung. Se puede emplear también la palabra contrato; pero entonces se emplea la palabra para designar una cosa que en su sentido originario no designaba, y esto es una fuente de confusiones y de errores.

En la formación de la asociación no existe contrato, porque los adheridos buscan todos la misma cosa, determinados por un fin común. Sus declaraciones no están determinadas la una por la otra; concurren a un fin común. No existe acuerdo de voluntades entre los millares de personas que figuran en la misma asociación y que ni se conocen.

Además, el contrato da lugar habitualmente a lo que llamamos una situación jurídica subjetiva. Si la expresión parece demasiado científica, diremos que el contrato origina una relación de derecho concreta y momentánea entre los dos contratantes, de los que uno está obligado a cumplir una cierta prestación y el otro puede exigir su ejecución. Esta situación es individual; liga a estas dos personas y a ellas únicamente. Es éste un principio bien conocido del derecho civil: el de que las convenciones no producen efecto más que entre las partes contratantes (Codigo civil, art. 1.165 ). Esta situación es además temporal: cuando el deudor ha realizado la prestación prometida, la relación jurídica desaparece; no queda nada.

Los estatutos de una asociación no originan una situación jurídica subjetiva; regulan de una manera permanente el funcionamiento de la asociación. El asociado está obligado incontestablemente a ciertas obligaciones; debe, por ejemplo, pagar su cuota. Esta obligación no nace de un contrato, resuIta de la adhesión a la sociedad, por la cual se coloca bajo la aplicación de la ley social. La obligación de pagar la cuota deviene desde ese momento una obligación legal, en absoluto análoga a la de pagar el impuesto. Tiene también este carácter: que se impone al asociado, hasta cuando por una decisión de la asamblea general se aumenta la cuota contra la opinión y a pesar de la oposición de dicho asociado. Es indudable que puede dejar de pertenecer a la asociación; pero debe siempre la cuota del año corriente y aun más, si los estatutos lo prescriben.

Los estatutos son también una verdadera ley en cuanto determinan el fin de la asociación y por tanto su capacidad jurídica. La ley del 1° de Julio de 1901 ha hecho con razón del fin el elemento esencial de la asociación. El art. 3° atribuye la existencia legal a toda asociación cuyo fin sea lícito, y el art. 6 permite a toda asociación declarada y hecha pública adquirir a título oneroso todos los inmuebles necesarios para el cumplimiento del fin que se proponga. Pero este fin se halla determinado por los estatutos que constituyen la ley orgánica del grupo social en que consiste la asociación.

Pero no es esto todo. La asociación tiene una capacidad jurídica, la cual evidentemente no puede ejercerse más que por los órganos constituídos por los estatutos, los cuales determinan al mismo tiempo su competencia. Por lo cual tienen aquellos todos los caracteres de una verdadera ley orgánica. Todos los actos realizados de un modo irregular que violen los estatutos, por ejemplo, sin la aprobación de la Junta general cuando se exija, o por el presidente solo cuando sea necesario el concurso de la Junta o Consejo, serán tachados de nulidad, nulidad que podría invocarse no sólo por la sociedad sino hasta por terceros. ¿Puede decirse después de esto que los estatutos son las cláusulas de un contrato? Tienen, por el contrario, desde luego, todos los caracteres de la ley: son una disposición de carácter general permanente, cuya violación entraña nulidades que deberán ser sancionadas por los tribunales.

Es esto evidente respecto a los estatutos de todas las asociaciones, aun de los de aquellas reconocidas como de utilidad pública. No es, en efecto, el decreto de reconocimiento quien determina el fin de estas asociaciones e instituye sus órganos; son cosas siempre de los estatutos. Ellas (las asociaciones reconocidas como de utilidad pública) pueden realizar todos los actos de la vida civil que no estén prohibidos por sus estatutos ... (Ley de 1° de Julio de 1901, art. 11, párrafo 1.°). El decreto de reconocimiento no hace más que aprobar los estatutos, que son como la ley orgánica de la asociación.

El derecho positivo francés, como la mayor parte de las legislaciones modernas, distingue las asociaciones de las sociedades propiamente dichas, civiles o comerciales: éstas persiguen un fin lucrativo; las asociaciones, al contrario, un fin desinteresado. No queremos discutir el fundamento de esta distinción. En todo caso, el hecho de que los asociados persigan o no un fin lucrativo, si explica porqué la libertad de asociación ha sido durante largo tiempo obstruida por los Gobiernos suspicaces y porqué hasta la ley de 1901 le impone ciertas restricciones poco justificadas, no puede tener ninguna influencia sobre la naturaleza de los estatutos de las sociedades. Como los de las asociaciones, los estatutos de las sociedades son verdaderas leyes, disposiciones de carácter general permanentes, que determinan el fin de la sociedad, y por tanto, su capacidad, creando sus órganos, regulando su funcionamiento y, por consecuencia, determinando las condiciones de validez de los actos realizados con terceros. Seguramente esto no tiene una gran importancia para las pequeñas sociedades; pero la tiene de primer orden para las grandes sociedades capitalistas, cuyo número e importancia aumenta de día en día.

Se observará, merced a estos desenvolvimientos, cómo en los países modernos, y especialmente en Francia, todas las asociaciones, federaciones de asociaciones, sindicatos, federaciones de sindicatos, sociedades financieras, compañías industriales, mineras, de seguros y compañías concesionarias de servicios públicos, constituyen otros tantos grupos sociales, cada uno con su ley propia.

El derecho público moderno debe forzosamente adaptarse a la existencia de estos poderosos grupos, determinar las reglas de su coordinación y sus relaciones con los gobernantes, siempre investidos de un poder de hecho.

El problema es grave; pero querer resolverlo manteniendo la noción tradicional de la soberania y de ley, es condenarse a la impotencia forzosamente. Los espíritus tradicionalistas han creído que se podía obstruir la formación y el desarrollo de esas agrupaciones. Hasta 1867 ha sido necesaria la autorización del Gobierno para crear una sociedad anónima. La libertad sindical no se ha otorgado hasta 1884 y es sabido con cuántas restricciones. En 1901 el legislador ha dado la libertad general de asociación, pero rodeándola de limitaciones de todo género. No ha servido para nada. La gran corriente asociacionista va avasallándolo todo. Federaciones de sindicatos, uniones de asociaciones de toda especie, federaciones de funcionarios, confederación general del trabajo, compañías financieras e industriales, de día en día más poderosas y más numerosas, todos esos grupos se constituyen a pesar de los anatemas de los individualistas impenitentes. En oposición con éstos los colectivistas han pretendido que todas estas agrupaciones debían absorberse por el Estado. No han visto en los sindicatos obreros más que un medio de guerra en la lucha de la clase obrera contra la clase poseedora para llegar a su expropiación y a la nacionalización de todas las grandes asociaciones de capitales. El error no es menor que el de los individualistas; por otra parte, tiene la misma causa: la noción de un Estado todopoderoso que manda sin límites a una multitud de individuos. El colectivismo no es en el fondo más que el sistema imperialista llevado a la exageración.

Los hechos se burlan de todas estas teorías. No tenemos la pretensión de hacer de profetas; pero la formación de las grandes sociedades de capitales, el desarrollo de los sindicatos de trabajadores, hasta los de propietarios y capitalistas, nos parecen hechos demasiado generales, demasiado espontáneos, demasiado representativos de nuestra época para que se pueda dejar de percibir en ellos los elementos de la sociedad de mañana y el fundamento de su derecho público. Ya no se trata de un derecho fundado sobre la idea de una soberanía una e indivisible. Si es aún, si lo será en el porvenir el derecho objetivo de los gobernantes, es y será el derecho, no de los gobernantes que mandan, sino de los gobernantes que dirigen los servicios públicos, inspeccionan la acción de las agrupaciones y aseguran su coordinación.

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