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IX
Las leyes estatutarias y las leyes disciplinarias.
La ley propia para cada servicio descentralizado se nos ofrece de un modo aun más sorprendente en lo que concierne al estatuto especial que trata de formularse para los funcionarios de cada servicio autónomo. La palabra estatuto, que se emplea hoy día en la terminología jurídica, designa de una manera general la situación legal que corresponde a una persona determinada en una colectividad dada y en razón de que pertenece a esta colectividad. Hablar del estatuto de los funcionarios que pertenecen a un servicio público determinado, es reconocer que, porque pertenecen a este servicio, se encuentran en una situación legal particular. Sin duda alguna, si existiera un estatuto general de los funcionarios no se podría sostener sino difícilmente que no fuese el resultante de la ley nacional. Sería una derogación del estatuto de los simples ciudadanos; pero sería una derogación de orden general, querida en interés de la organización general y por el legislador nacional. No ocurre lo mismo con el estatuto propio de los funcionarios de servicios particulares. Les procura una situación especial relacionada directamente con el servicio público. Los órganos propios de este servicio participan en la formación del estatuto: a veces emana exclusivamente de ellos. Naturalmente, el estatuto no se aplica y no puede aplicarse más que a los funcionarios de ese servicio. Hay, pues, así una ley del servicio distinta de la ley nacional, dada en vista del servicio y que procura a sus agentes una situación completamente particular.
Hemos mencionado ya el estatuto dictado en el mes de Septiembre de 1912 en beneficio de los empleados de los Caminos de hierro del Estado e instituído como consecuencia de un acuerdo entre la dirección y el personal. Contiene toda una serie de reglas que dan al personal una situación especialísima. Se trata de una ley, porque es una disposición de carácter general con una sanción jurisdiccional. No se puede decir que sea la ley nacional; es una ley que tiene su existencia propia, una ley únicamente aplicable a un grupo distinto de la nación, y que tiene en este grupo su origen, su objeto y su fin.
Quizá se nos ofrezca aquí la solución de uno de los problemas más arduos del derecho público y sobre el cual los publicistas alemanes, y desde algunos años los franceses, han escrito mucho. Nos referimos al fundamento y al carácter del derecho disciplinario. En la práctica se plantea la cuestión de este modo: ¿Cómo el mismo hecho es y puede ser el objeto de una represión disciplinaria cuando se halla sin embargo fuera de toda represión penal? ¿Cómo un mismo hecho puede ser el objeto a la vez de una represión penal y de una represión disciplinaria?
En todo lo que recientemente se ha escrito acerca de la cuestión aparece muy clara la tendencia a ver en el derecho disciplinario el derecho de un grupo distinto del Estado. Así, el profesor Jellinek, que de un modo tan sólido ha puesto de relieve la concepción de la personalidad etática titular del derecho subjetivo de poder público y formulando el derecho objetivo en la ley, no vacila en decir que la represión disciplinaria es completamente distinta de la represión penal, que a diferencia de ésta no se deriva del poder de mando del Estado. Y añade que el poder disciplinario pertenece a grupos completamente distintos del Estado: a los municipios, a las iglesias, a las sociedades, a la familia, a los establecimientos públicos, a veces hasta a los simples particulares (30).
Nuestro colega M. Bonnard parece haber comprendido el carácter del derecho disciplinario, y su exposición da buena cuenta de los hechos. Para él el derecho disciplinario es el derecho penal de corporaciones distintas del Estado, y así el derecho disciplinario y el derecho penal tienen un origen y un dominio absolutamente distintos. M. Bonard añade que en el derecho moderno las funciones públicas tienden a organizarse corporativamente, y que de este modo el derecho disciplinario de las funciones públicas es el derecho penal de las corporaciones de funcionarios. Hace notar que esto se halla muy de acuerdo con la tendencia señalada en leyes y reglamentos recientes a dar el poder disciplinario a ciertos Consejos corporativos compuestos de funcionarios del servicio (31).
Seguramente M. Bonnard restringe demasiado el derecho disciplinario al decir que es el derecho penal de las corporaciones. Acaso, es verdad, no emplee la palabra corporación en su sentido estricto, histórico y jurídico. Por otra parte, va demasiado lejos cuando dice, sin restricción suficiente, que las funciones públicas tienden a organizarse corporativamente. Pero parece fuera de discusión que el derecho disciplinario no es un derecho nacional, un derecho etático, sino que es más bien el derecho penal de agrupaciones más o menos autónomas, distintas de la nación, del Estado. Son éstas las corporaciones propiamente dichas, las asociaciones, los grupos regionales, los grupos sociales como las familias, los sindicatos profesionales, o elementos que, a decir verdad, no tienen el carácter corporativo, asociacionista, sino que forman una entidad distinta, tales como los servicios públicos, tanto más autónomos cuanto más descentralizados.
El derecho disciplinario de los funcionarios de un servicio público determinado es el derecho penal del grupo a que pertenece este servicio. Este tiene un derecho orgánico; pero tiene también un derecho penal cuyo fundamento es el de todo derecho represivo: la necesidad de castigar todo acto que compromete por su naturaleza la vida misma del grupo, aquí el funcionamiento del servicio. De este modo se encuentran los agentes públicos subordinados a dos leyes penales completamente distintas: la ley penal nacional y la ley penal del servicio al cual pertenecen. Su dominio es inconfundible; la una, tiene por fin garantir la seguridad de la colectividad nacional; la otra el funcionamiento del servicio público conforme a su ley orgánica. Así un hecho puede ser castigado por la una y no por la otra; el mismo hecho puede ser castigado por las dos; la represión penal no excluirá la represión disciplinaria, ni recíprocamente.
¿Todo esto no se halla en flagrante contradicción con la noción imperialista de la ley única para todos los hombres que se encuentran en un mismo territorio?
Siendo el estatuto disciplinario una parte del derecho objetivo propio de un servicio público determinado, nada se opone a que se organice jurisdiccionalmente. Las infracciones disciplinarias serán previstas y definidas por la ley del servicio, y ningún hecho podrá castigarse mas que cuando se comprenda en la definición legal. Las penas serán también previstas y enumeradas limitativamente, y la autoridad disciplinaria no podrá imponer más que las penas señaladas para el hecho comprobado. En fin, la pena disciplinaria se impondrá por un verdadero tribunal, ante el cual se darán al inculpado todas las garantías que existen ante un tribunal de derecho común.
En este sentido es seguramente como evoluciona la represión disciplinaria. Para ciertos funcionarios el poder de disciplina se ejerce por verdaderas jurisdicciones, como el Consejo superior de la magistratura que no es más que el tribunal de casación, en reunión plena de todas las salas, el Consejo superior de instrucción pública. En algunos servicios se ha establecido expresamente una escala de penas; y seguramente la ley del servicio definirá pronto las infracciones disciplinarias punibles.
La evolución del derecho disciplinario sigue paso a paso la marcha de los servicios públicos hacia la autonomía. De este modo se ve constituirse una ley, una ley en el sentido propio de la palabra, una ley penal al lado y fuera del derecho penal nacional. Pocos hechos demuestran mejor la desaparición de la concepción imperialista y unitaria del derecho público.
Ciertas categorías de agentes públicos se hallan sometidas a un derecho disciplinario en condiciones particularmente interesantes. Son los miembros de las asambleas deliberantes, y especialmente los miembros del Parlamento.
Los reglamentos de las Cámaras no son en rigor leyes estrictas: son la consecuencia de simples resoluciones votadas por cada Cámara; pero constituyen para cada uno y para todos sus miembros una verdadera ley en el sentido material. La Cámara puede muy bien modificar su reglamento; pero mientras exista está ligada a él y a él debe conformarse. Estos reglamentos contienen un verdadero derecho penal aplicable a los miembros de la Cámara, con penas de las cuales, una, la censura con exclusión temporal, puede, en la Cámara de los diputados, llegar a una verdadera prisión (art.126). Este derecho penal se aplica, bien por el presidente, ya por la Cámara, quienes realizan un verdadero acto de jurisdicción.
Evidentemente, con la concepción de la ley, orden de la voluntad soberana, es singularmente difícil explicar cómo una decisión de carácter general, sin duda, pero que no emana de un poder constitucionalmente establecido para formular la ley, puede sin embargo contener verdaderas disposiciones penales. Nosotros mismos hemos escrito que eso se explicaba si se veía en cada una de las asambleas políticas una corporación autónoma, que tiene para ella y para sus miembros un verdadero poder legislativo, siendo las partes disciplinarias del reglamento el derecho penal de esta corporación (32). Puede ser que fuera más sencillo y más exacto ver en el órgano legislativo, no una corporación, sino un verdadero servicio público autónomo: el servicio legislativo. Los reglamentos de las Cámaras serían la Iey de este servicio. Autónomo, tendrían su propia ley, como aquellos otros de que hemos hablado más arriba.
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