Índice de ¿Qué es una Constitución? de Ferdinand LassalleCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LA VERDAD DE LA TEORIA, CONFIRMADA POR LOS ADVERSARIOS

Pero antes de pasar adelante, permítanme ustedes que vuelva a insistir en la fuerza incondicional de verdad que encierra la teoría expuesta por mí acerca de lo que es una Constitución y sobre la que he de basar hoy, como fundamento animico, todas mis investigaciones. Saben ustedes, señores, que entre partidos políticos opuestos no hay ninguna acusación política que no suscite discusión acalorada. Nada de lo que un partido político acata y profesa como indiscutible prevalece como tal ante los demás, que lo desechan como absolutamente falso con la misma fuerza de convicción con que aquél lo abraza por verdadero. Casi se siente uno movido a pensar -y no faltan, en efecto, espíritus escépticos y vacilantes que tal entiendan- que la verdad no existe, que no existe o ha desaparecido ya una razón humana única y común a todos, viendo cuán absolutamente, con qué desprecio y con que despecho unos partidos rechazan como indiscutiblemente falso lo que otros, con la misma fuerza absoluta, acatan como axiomático e irrebatible. Sólo a la ciencia le es dado penetrar en esta cruda disonancia de opiniones, en este estridente coro de desarmonías, de afirmaciones que se acusan de mentirosas unas a otras, para alumbrar una verdad cuyo resplandor es tan claro y potente, que hasta los partidos politicos más dispares se ven obligados a reconocer. Los casos en que tal acontece constituyen por tanto, un verdadero triunfo de la ciencia y una contrastación muy poderosa de los quilates de verdad que encierra una teoría. Uno de estos raros casos de excepción es el que se da con la teoría constitucional que hube de exponer ante ustedes en mi pasada conferencia.

Yo pertenezco, señores, como todos ustedes saben, al partido de la democracia pura y resuelta (13). No obstante, hasta un órgano político tan poco sospechoso de connivencia con mis ideas como Die Kreuzzeitung no pudo menos de reconocer, sin ambages, la verdad indiscutible de la teoria constitucional sustentada por mí. En el número 132 (8 de junio de 1862), este periódico consagra un artículo editorial a comentar mi conferencia, y se expresa en los términos siguientes: El discurso de un judio revolucionario del que se habló mucho en su tiempo y que, con certero instinto, da en el clavo de la cuestión, aunque no diga, ni mucho menos, todo lo que sabe y piensa. Procuraré ir purgando, conforme haga falta, este último defecto que se me reprocha. Die Kreuzzeitung puede estar sequro de que haré todo lo posible por confirmar su sospecha, dando expresión, a medida que las circunstancias lo vayan demandando, en su momento oportuno, cada vez más abiertamente, a todo lo que pienso y sé. Lo que por ahora me interesa es levantar acta de su confesión, en que reconoce que doy en el clavo con mi teoría constitucional. Pero no es sólo este periódico de la derecha el que lo reconoce, también los ministros reconocen en todo la verdad de mi teoría. Veamoslo. En una sesión de la Cámara de diputados, la del 12 de septiembre de 1862, el ministro de la Guerra, señor van Roon, declaraba que su concepción de la historia tendía a que la mayor parte, la parte primordial de ésta, no sólo entre los diferentes Estados, sino dentro de las fronteras de cada Estado, no era otra cosa que la pugna en torno al poder y a la conquista de nuevo poder entre los diversos factores.

Es, como ven ustedes, expresada exactamente con las mismas palabras, la teoría que yo hube de desarrollar sobre una amplia base histórica, y que luego vió la luz en un folleto. Cierto es que el ministro de la Guerra pronunció también en la misma intervención y unas cuantas líneas más abajo del pasaje que acabo de citar, estas notables palabras: Existen en Berlin, fuera de la Cámara de diputados, personas afiliadas a partidos que -y ahora voy a citar sus palabras textualmente- han expuesto por escrito y de palabra, ante agrupaciones politicas locales y en la Prensa, las tendencias más peregrinas, y también, a mi modo de ver, más subversivas. Como ante las agrupaciones políticas locales a que el ministro alude no se ha pronunciado, hasta ahora, que yo sepa, fuera de la mía, ninguna otra conferencia a que pueda aplicarse por ningún concepto ese calificativo de tendencias subversivas, y como además el periódico afecto al ministro acusó a mi conferencia, repetidas veces, ya que hube de pronunciarla ante tres o cuatro asambleas distintas, de encerrar tendencias subversivas, me creo autorizado a pensar, teniendo en cuenta además que el ministro de la Guerra, poco después, hacia suya, como su concepción de la historia, la idea fundamental de aquella conferencia; me creo, digo, autorizado a creer, por todas estas razones, que la acusación del ministro, en la parte que toca a las conferencias locales, quiere aludir a la pronunciada por mí hace unos meses ante este auditorio sobre el verdadero concepto de una Constitución.

Ahora bien, señores, comprenderán ustedes que tiene que parecerme maravilloso y un tanto chocante que el señor ministro de la Guerra encuentre subversiva, puesta en mis labios, la misma concepción de la historia, y hasta expresada exactamente con las mismas palabras, que mantenida por él tiene, por lo visto, un carácter conservador. Pero ocurre algo todavía más notable y maravilloso, y es que el ministro, en la misma intervención a que nos venimos refiriendo, reprocha a la Cámara el no haber desautorizado esas tendencias expresadas en la Prensa y ante distintas agrupaciones políticas locales, a que más arriba había aludido. ¿Es que la Cámara tiene jurisdicción, o es de su incumbencia desautorizarme a mí o a cualquier otro orador o publicista por las doctrinas que mantengamos? Lo verdaderamente cómico es que el ministro de la Guerra no advierte que, invitando a la Cámara a desautorizar aquella concepción de la historia que él acaba de abrazar, la invita a desautorizarlo a él mismo y a las ideas que profesa. S1n embargo, todo esto no son más que ocurrencias regocijantes de que el ministro habrá de responder por su cuenta ante la lógica y que no tienen nada que ver con el tema de que se trata aqui; lo que importaba únicamente era poner de relieve cómo el ministro de la Guerra de Prusia se solidarizaba plenamente con aquella teoría constitucional expuesta en mi anterior conferencia, abrazándola incluso con las mismas palabras.


1.- LAS VIOLACIONES DE LA CONSTITUCIÓN. PRÁCTICA DE DERECHO CONSTITUCIONAL

No ha sido menos amable con ella el actual presidente del Gobierno, señor Bismarck, al votar por las ideas expuestas aquí por mí, y no como aportación de un testimonio personal, sino en nombre de todo el Gobierno. Todos ustedes saben que la Constitución reconoce expresamente a la Cámara el derecho indiscutible e indiscutido de aprobar o rechazar los prespuestos púbhcos presentados por el Gobierno. El Parlamento creyó oportuno hacer uso de esta facultad: desautorizándolos. Ahora bien, el señor Bismarck no niega que la Cámara esté en su derecho. Pero dice -son sus palabras textuales, pronunciadas en la sesión de 7 de octubre-: Los problemas de derecho de la indole de éste, no suelen resolverse echando a reñir dos teorías opuestas, sino paulatinamente, por la práctica del derecho constitucional. Si se fijan ustedes un poco, señores, verán que aqui está contenida y desarrollada, aunque sea en términos un poco velados y pudorosos, como cuadra a un ministro, toda mi teoría. El señor Bismarck traduce lo que yo llamo derecho del Parlamento esfumando el concepto, por la expresión de problemas de derecho. No niega -¿cómo habia de negarlo?- que esto que él llama problemas de derecho y yo llamo sencillamente derecho, figura en la hoja de papel, en la Constitución escrita. Pero, concedido esto, añade: Aunque figure allí, en la hoja de papel, lo que en la realidad decide y da la norma es la práctica, la práctica del derecho constitucional. Esta expresión velada, la práctica del derecho constitucional, la voz de los hechos y de la realidad que se impone al derecho escueto y a la teoría jurídica, no hace más que sustituir, sin que la claridad salga ganando nada con ello, a lo que yo llamaba los factores reales de poder. Quedaos vosotros con la hoja de papel, nos viene a decir el señor Bismarck, traduciendo su cauto lenguaje ministerial al lenguaje de la verdad sin adornos; a mi me basta con manejar los factores reales y efectivos del poder organizado, el Ejército, las finanzas, los tribunales de justicia, estos factores reales de poder, que son en última instancia los que deciden y dan la norma para la práctica constitucional.

El veto de estos factores efectivos y materiales, dice el señor Bismarck a los diputados, convierte vuestro derecho en mera teoría, en letra muerta, en un simple problema de derecho, y estos mismos factores de autoridad me garantizan desde ahora que el pleito no se fallará precisamente a tono con ese derecho vuestro puramente teórico, registrado en un pedazo de papel. Poco a poco, dice el señor Bismarck, la práccica del derecno constitucional se encargará de ir resolviendo en un sentido muy distinto ese problema de derecho, es decir, ese conflicto entre el derecho meramente escrito en el papel y los factores de poder esculpidos en el bronce de la realidad. Y aquí se nos vuelve a revelar, en una nueva perspectiva, la agudeza de visión del señor Bismarck. Recordarán ustedes que en mi anterior conferencia les explicaba qué eran los precedentes constitucionales. Basta con que una vez, la primera vez, tenga poder para hacer algo, para que a la segund.a vez, al repetirse el acto, me considere ya asistido del derecho necesario. A título de ejemplo para ilustrar este apotegma, aduje ante ustedes aquel principio medieval del derecho constitucional francés, según el cual el pueblo bajo podía ser cargado de tributos y prestaciones sin limitación, Veiamos que este principio no habia empezado siendo más que la expresión desnuda y escueta de los factores reales de poder que regían en la Francia medieval. Este principio empezó reflejando una realidad, la realidad de que el pueblo bajo, en la Edad Media, era tan impotente, que se le podia recargar de impuestos y gabelas a gusto de los gobernantes; y esta proporción de fuerzas efectivas, que empezó siendo mero hecho, acabó por convertirse en norma. Y siguió haciéndose tributar al pueblo como se le venia haciendo tributar desde siempre. Este proceso efectivo brindaba los llamados precedentes, que todavía hoy tienen tanta importancia en el Derecho constitucional inglés. Para gravar de hecho al pueblo con nuevos impuestos y prestaciones, se invocaba frecuentemente, como no podía ser menos, el precedente, la práctica establecida. Y ésta práctica brindaba el principio de derecho constitucional al que luego, en casos análogos, podría recurrirse.

Es, evidentemnte, y a poco que ustedes se fijen lo verán, la misma concatenación lógica de ideas que inspiran al señor Bismarck, cuando afirma que la práctica del derecho constitucional se encargará de ir resolviendo paulatinamente la cuestión en un sentido totalmente distinto.

Si esta vez, año 1862 -quiere dar a entender el señor Bismarck-, consigo imponer mi punto de vista, si dispongo de poder bastante para hacerlo prevalecer, la próxima vez, año 1866, suponiendo que para entonces se me ocurra volver a aumentar los efectivos militares contra la voluntad del Parlamento, y sentar nuevas partidas de gastos no aprobadas por la Cámara, podré invocar ya un derecho para obrar así, podré ya apelar a un precedente. Y si en 1870 se me antoja reforzar otra vez el Ejército y realizar gastos y empeñar créditos contra el voto de las Cortes, mi derecho será ya indiscutible, pues entonces ya serán dos precedentes los que me asistan y podre apoyarme en una práctica del derecho constitucional completa.

Hay que estar, pues, agradecidos al señor Bismarck. Esta agradable perspectiva, la agradable alusión al mañana, sugiriéndonos que no será ésta, seguramente, la última vez que refuerce los contingentes militares contra el voto de la Cámara, o imponga en los presupuestos públicos partidas de gastos rechazados por ella; esta consoladora seguridad de que poco a poco irá erigiendo en práctica constitucional sagrada e inviolable la norma de aumentar el Ejército y los gastos públicos contra el voto del Parlamento, este panorama encantador es el que el señor Bismark brinda al Parlamento y brinda al país para indemmzarles y consolarles de su agresión a la Constitución escrita y a la teoría jurídica real.

Puede que ustedes piensen que este consuelo es un tanto dudoso. Que es algo así -supongamos- como si para vencer la resistencia que ustedes oponen a dejarse dar una paliza y ganar su voluntad, se les prometiese que aquella paliza no sería la última, sino que en lo sucesivo los volverían a zurrar abundantemente.

Pero aunque así sea, no me negarán ustedes, señores, después de analizadas las palabras del señor presidente del gobierno, que estamos ante un conocedor agudo y experto de los problemas constitucionales, que el señor Bismark se mueve de lleno dentro del área de mi teoría, que sabe harto bien que la verdadera Constitución de un país no se encuentra en unas cuantas hojas de papel escritas, sino en los factores reales de poder, y que son éstos, los resortes del poder, y no el derecho extendido en el papel, los que informan la práctica constitucional, es decir, la realidad de los hechos y, por último, que sabe perfectamente bien a qué atenerse respecto a lo que son los precedentes, a cómo se forman y a cómo se pueden luego manejar.

Me permito, pues, señores, llamar la atención de todos ustedes, y muy principalmente de los delegados de la Policla que me escuchen y creyesen encontrar aqui algo punible, acerca de esto: que estoy moviéndome en un terreno perfectamente inatacable y reconocido como bueno por las autoridades supremas del Estado.

Mas no deben ustedes, señores, maravillarse de ver a los hombres del Gobierno expresarse con tal claridad. Ya les hacia notar yo la última vez que los reyes están muy bien servidos, que los servidores de los reyes no son grandes oradores ni retóricos como los del pueblo, pero si hombres prácticos que, aunque no posean una conciencia teórica muy cimentada, tienen un instinto certero para saber lo que en cada caso conviene hacer. Pero no son sólo las opiniones de los gobernantes las que puedo invocar hoy en abono de la verdad de mi teoría, sino algo que tiene mucha más importancia, y es que los hechos mismos se han encargado de confirmarla de la manera más contundente. Recuerden ustedes la profecia que yo hacía aqul en la pasada primavera, como tercera consecuencia derivada de mi punto de vista. Les hacia ver a ustedes en ella cómo y por qué, necesariamente, nuestra actual Constitución estaba en trance de muerte, agonizante y por qué razones no tenía más remedio que ser reformada perentoriamente, en un sentido derechista por el Gobierno, o haciéndola girar a la izquierda por el pueblo; no había más que esos dos caminos, y era una quimerá pensar que la Constitución pudiera mantenerse por más tiempo inalterable. He aquí mis palabras: Esta Constitución está en las últimas, puede darse ya por muerta; unos cuantos años más y habrá dejado de existír. No quería sembrar demasiado pánico, y por eso dije: unos cuantos años más. Los hechos han venido a demostrar que hubiera podido decir perfectamente: unos cuantos meses más, y la Constitución habrá dejado de existir.

El propio presidente de la Cámara de Diputados, señor Grabow, acaba de reconocer en su discurso de clausura del Parlamento que la Constitución ha sufrido grave detrimento. La Cámara alta -un organismo que forma parte integrante de esta misma Constitución- ha cometido una violación constitucional al aprobar los presupuestos públicos rechazados por la Cámara baja. Pero aún es más serio y más grave el golpe asestado contra la Constitución por el propio Gobierno. La Cámara deniega los créditos demandados para la nueva organización militar, y el Gobierno sigue poniéndola en práctica, según su propia confesión, como si nada hubiese ocurrido.

II.- MEDIOS DEFENSIVOS

La lógica, señores, ha triunfado. La Constitución vigente es, por el momento al menos y provisionalmente, una Constitución que ya no rige en la realidad, y la historia ha sobrepujado a nuestra profecía, en lo que al plazo se refiere. Pueden ustedes, pues, tener una confianza absoluta, plena, en la verdad inatacable en la teoria constitucional mantenida por mí. Y si de esta teoría, que así confirman, con tan rara unanimidad, todas las partes litigantes y los hechos mismos, se derivase, con el imperio de la lógica, un medio cuaiquiera para triunfar en el actual conflicto, podríamos darnos por muy satisfechos, pues estaríamos seguros, abrigaríamos la misma seguridad plena y absoluta, de que este medio alumbrado por nuestra teoria nos conduciría sin vacilación, sin posibilidad de fracaso, a la victoria.

Y así es, en efecto. De nuestra teoria se desprende, con evidencia plena, el medio que buscamos, y a exponerlo se encamina, precisamente, mi conferencia de hoy.


1.- Objetivo de la lucha: el derecho de aprobación de los presupuestos

Ante todo, planteemos los térmmos del problema tal y como deben plantearse. En toda investigación es esencialisimo el planteamiento del problema, y muchos resultados falsos no se deben más que a esto, a que no supieron plantearse debidamente los términos del problema investigado. La cuestión que aquí se debate no es esta: ¿qué hacer para salvar e infundir fuerzas duraderas a esta Constitución; es decir, a esta Carta constitucional de enero de 1850, tal y como es, con todos sus pelos y señales? Así planteada la cuestión, señores, ni yo ni nadie podría darle una solución que no fuese aparente y ficticia, pues nadie, por mago que sea, puede infundir vida real a un cadáver, aunque lo consiga galvanizar, dándole una apariencia de vida. Asi, para citar tan sólo un ejemplo, a nadie se le escapa que por lo menos la Cámara alta -que forma parte integrante de la Constitución de 1850 y que necesita sus prerrogativas para obstruir sistemáticamente todos los acuerdos de la Cámara de diputados- no puede, a la larga, perdurar. Y es evidente que, al abolirse ese organismo se destruirá una de las bases esenciales de la actual Constitución. Sin embargo, esto no es problema para ustedes. A ustedes les tiene esto sin cuidado. ¿Por qué ha de interesarles a ustedes que se mantengan en la Constitución normas e instituciones que no hacen más que perjudicarles? ¿Qué les interesa a ustedes, por ejemplo, que se mantenga el articulo 108, en que se dice que el Ejército no prestará juramento a la Constitución? ¿O el articulo III, en que se autoriza al Gobierno para declarar, en determinados casos, el estado de guerra, dejando en suspenso media docena de articulos, que son precisamente los más importantes de toda la Constitución y quedando facultado para violar los derechos más inviolables del hombre y el ciudadano? ¿Ni qué les interesa a ustedes que se conserve el artículo 106, que prohibe a los jueces entrar a discutir la legalidad de los decretos reales? ¿Ni el articulo 109, que exime al Gobierno de la autorización de la Cámara en lo tocante a la cobranza de todos los impuestos que rijan o hayan regido alguna vez? Todos éstos no son más que unos cuantos ejemplos rápidos para demostrar que la persistencia de esta Constitución, tal y como es, con todos sus pelos y señales, no les interesa a ustedes nada, ni, aun interesándoles, sería posible, a la larga, mantenerla en toda su integridad. Lo único que a ustedes les interesa, ante el actual conflicto, es esto: hacer que prevalezca el derecho absoluto del pueblo, que hasta esta Constitución reconoce, a que sus diputados aprueben los presupuestos públicos que han de regir, derecho que no se podrá eliminar tampoco en el futuro de ninguna de las Constituciones que se lleguen a promulgar.

La cuestión, pues, tal como verdaderamente está planteada, la que a nosotros nos interesa, reza así: ¿Cómo imponer y hacer valer en la realidad el derecho que asiste al pueblo de denegar por medio de sus diputados las partidas de gastos que no estime suficientemente justificadas en los presupuestos públicos? Para contestar a esta pregunta, me serviré, como hice también la vez anterior, del método indirecto; es decir, empezaré eliminando todos los recursos que, por plausibles que ellos sean, no sirvan para alcanzar el fin apetecido.


2.- La denegación de impuestos

Si no me equivoco, hay quien piensa que en la próxima legislatura la Cámara deberá acudir al recurso de la denegación de impuestos, al recurso de declarar todos los impuestos ilegales, para constreñir al Gobierno a volver a los cauces de la ley. Pero este recurso, por mucha fascinación que ejerza sobre nosotros, resultaría, en la práctica, palmariamente falso; fracasaría sin alcanzar en modo alguno el fin que se persigue.

Ante todo, hay que reconocer que, con un artículo como el 109 de nuestra Constitución, es más que dudoso que la Cámara pueda rechazar la cobranza de impuestos ya vigentes.

Pero aun admitido que no fuera así, aún admitido que nuestra Constitución reconociera a la Cámara, con palabras escuetas y secas, el derecho a denegar el cobro de impuestos, este recurso seguiría siendo tan poco prático y tan impotente en la realidad como lo es hoy.


A) EL EJEMPLO DE INGLATERRA

La denegación de impuestos, que no debe confundirse todavia con la insurrección, es un recurso muy acreditado, especialmente en Inglaterra, y que alli tiene existencia legal, para obligar al Gobierno a someterse en un punto cualquiera a la voluntad de la nación. La simple amenaza de negarse a pagar los impuestos por parte de los decanos de la ciudad bastó, cuando el bill de reformas de 1830, para obligar a la Corona a ceder, introduciendo en la Cámara de los Lores las reformas necesarias para vencer la resistencia de este Cuerpo legislativo. Ante estos precedentes y estas pruebas de eficacia, nada tiene de extraño que haya quien vuelva los ojos hacia aquel país, buscando en él una salida al conflicto actual, pues ya en la crisis de noviembre del año 1848 no faltaron quienes quisieran aplicar aquí el mismo procedimiento. Pero no debe olvidarse que el acuerdo de denegación de impuestos tomado por la Asamblea nacional en 1848 -y eso que la Asamblea nacional, como Parlamento constituyente que era, tenia el derecho incondicional e indiscutible de adoptar un acuerdo semejante-, resultó completamente estéril en la práctica; como resultaría, si el fracaso no fuera aún más ruidoso, toda reiteración total o parcial, en nuestros días, de aquel acuerdo.

¿Por qué esta diferencia, señores? ¿Por qué una medida tan eficaz en Inglaterra fracasa y necesariamente tiene que fracasar en nuestro pais? No tienen ustedes más que aplicar nuestra teoría para comprender inmediatamente la razón. A la par, se encontrarán ustedes aclarado de este modo un importante fragmento de nuestra historia pasada -la solución dada al conflicto de noviembre de 1848- y curados de fracasos para la presente. Pues es lo cierto que quienes en noviembre de 1848 veían en la denegación de impuestos, por si sola, una medida eficaz, al igual que los que ahora vuelven a dirigir sus miradas hacia ese recurso salvador, pasaban y pasan por alto nada menos que la diferencia fundamentalisima que nuestra teoria ha puesto de relieve entre las Constituciones reales y las Constituciones meramente escritas.

Inglaterra, señores, es un pais en que la verdadera Constitución, la Constitución real, es constitucional; es decir, un país en que el predominio de los factores reales y efectivos de poder, el poder organizado, está de parte de la nación.

En un país semejante, es facilisimo llevar a la práctica un acuerdo de denegación de impuestos, y ya se guardará mucho el Gobierno de ponerse en semejante trance; por eso basta con que la amenaza se formule para que el Gobierno ceda. Por eso también en ese país la denegación de impuestos no es, ni mucho menos, un recurso que se utilice pura y exclusivamente para repeler los ataques dirigidos a la Constitución vigente, sino por el contrario, como sucedió en 1830, al presentarse el bill de reformas, un arma que permite al pueblo atacar, cuando los intereses del pais lo demandan, a la propia Constitución. Es un recurso pacífico, legal y organizado para someter al Gobierno a la voluntad del pueblo.

No acontece asi en Prusia, donde hoy, como en noviembre de 1848, sólo existe una Constitución escrita o unos cuantos fragmentos de Constitución y donde todos los resortes efectivos del poder, todo el poder organizado, se hallan exclusivamente en manos del Gobierno. Para comprender en todo su alcance esta diferencia, bastará con que se imaginen ustedes el curso que seguiría en la realidad un acuerdo parlamentario de denegación de impuestos en Inglaterra, y el que seguiría en Prusia.

Supongamos que la Cámara de los Comunes acordase negar al Gobierno el pago de impuestos y que el Gobierno, haciendo frente a este voto, se obstinase en hacerlos efectivos por la fuerza. Los agentt:s ejecutivos se presentan en casa del contribuyente inglés y tratan de embargarle. Pero el contribuyente inglés les da con la puerta en las narices. Los agentes ejecutivos lo llevan ante los Tribunales. Pero el juez inglés falla en favor del ciudadano demandado, y además reconoce que éste ha hecho bien resistiéndose al empleo de la fuerza al margen de la ley. Los agentes ejecutivos vuelven a presentarse en casa del ciudadano con un piquete de soldados. El ciudadano sigue resistiéndose y les hace frente, con sus familiares y amigos. Los soldados disparan; hieren y matan a varias personas. Ahora es el ciudadano el que los lleva a ellos ante los Tribunales, y éstos, aun reconociéndose que dispararon por orden de sus superiores, como en Inglaterra semejante orden no exime de responsabilidad cuando se trata de actos cometidos contra la ley, condenarán a los soldados a muerte por homicidio. Por el contrario, si el ciudadano, asistido por sus amigos y familiares, responde al fuego de la tropa y hiere o mata a alguien, los Tribunales lo absolverán, reconociendo que se ha limitado a resistir al empleo ilegal de la fuerza.

Pero hay más. Como en Inglaterra todo el mundo sabe que las cosas se desarrollarán así, como, por tanto, todas las probabilidades de triunfo están desde el primer instante de parte del pueblo, todo el mundo se negará a pagar los impuestos; todos, aun los indiferentes y los que de buena gana pagarían, se resisten a pagar para no atraerse las antipatías de sus conciudadanos, a quienes, según todas las predicciones racionales, está reservada la victoria, para que el día de mañana no les apunten por la calle con el dedo como a malos ciudadanos.

Además, ¿de qué arma dispondría el Gobierno para vencer la resistencia de la Cámara de los Comunes y del pueblo? Dispondría del Ejército. Pero es el caso que en Inglaterra, desde el bill of Rights, el Gobierno tiene que dirigirse todos los años al Parlamento pidiéndole autorización para mantener un ejército. Esta autorización se le otorga anualmente y siempre por plazos de un año, por medio de las llamadas muting-acts, gracias a las cuales el gobierno viene revestido durante el año del imprescindible poder disciplinario sobre la tropa, que de otro modo quedaría sujeta al imperio de las leyes ordinarias vigentes en el país, para todo lo refeente a las sanciones que hubieran de imponerse en caso de insubordinación y amotinamientos. Téngase en cuenta, además, que en esas mismas actas legislativas se indican los contingentes exactos de tropas que el Gobierno queda autorizado para mantener y se consignan los créditos necesarios para su sostenimiento. ¿Qué ocurriría si el gobierno inglés se dejase arrastrar a una pugna con la Cámara de los Comunes? Pues que la Cámara de los Comunes, al finalizar el año, se negaría sencillamente, a renovar aquella delegación de poderes, y a partir de este momento el Gobierno no podría mantener un ejército, no podría pagar a sus tropas, no podría reprimir sus sublevaciones, no tendría autoridad alguna disciplinaria sobre los soldados, que podrían desertar y desertarían tranquilamente, sin exponerse a sanción alguna. Más aún. Como se ha dicho a ustedes, las muting acts señalan anualmente el número de tropas que el gobierno queda autorizado para mantener. En el último año (1861-62) esta cifra no excedìa de 99 000 hombres para toda la Gran Bretaña y sus colonias, con la sola excepción de la India. Como las colonias inglesas son muchas y requieren grandes contingentes de fuerzas armadas, no será exagerado suponer que la mitad de estas tropas se destinan a las colonias, quedando la mitad restante en la metrópoli; es decir, que para una población de veinticinco millones de habitantes, no se autorizan más que 50 000 hombres armados; como pueden ustedes comprender, en estas condiciones no es fácil que las tropas hagan frente am la nación.

Y seguimos adelante, deduciendo consecuencias y efectos reflejos.

Siendo evidente, allí, que casi todo el mundo se resistirá a pagar los impuestos, circunstancia que viene a reforzar infinitamente las perspectivas que ya existían en favor del pueblo, y como además, según hemos visto, el Gobierno sólo está autorizado, según la ley, a sostener en pie de guerra, dentro del territorio, un contingente de Ejercito tan insignificante, el Gobierno inglés no puede estar nunca seguro de que no le fallen sus propios funcionarios, de que no le fallen los mismos resortes de poder de que dispone. Fácilmente advertirán ustedes, señores, que, en la muchedumbre que forman los funcionarios públicos, la actitud que éstos adopten ante un conflicto semejante dependerá muy principalmente de la opinión que se formen acerca de cuál de las dos partes contendientes, el Gobierno o el pueblo, saldrá triunfante de la contienda. Y así como en la Bolsa el alza o la baja experimentada por los valores depende, en buena parte, de la opinión que la mayoría de los bolsistas tenga ya, al abrirse la sesión, respecto a si triunfará el alza o la baja, la conducta de los funcionarios públicos, y con ella el funcionamiento de un factor muy importante para el triunfo, dependerá, en buena parte, de la idea que se formen sobre quién ha de quedar vencedor. Si los funcionarios creen que ha de triunfar el Gobierno, su conducta será la de funcionarios celosos, enérgicos, inexorables. Pero si las circunstancias abonan el parecer contrario, se comportarán de un modo vacilante, inseguro, protestarán, se inhibirán, se pasarán al enemigo. La cosa no puede ser más natural. Unos, porque no quieren jugarse el pellejo, otros porque no desean exponerse a la contingencia de perder su empleo y su sueldo, otros, en fin, porque no quieren aventurar su posición social. Y como la fuerza real y efectiva del pueblo inglés, cuando el Parlamento se decide a votar la denegación de impuestos, es tan grande desde el primer momento, que todo el mundo tiene que creer, quiéralo o no, en su triunfo, los funcionarios ingleses, puestos en el trance de resistir, desertarían en masa del Gobierno, y al presidente del Consejo de ministros, rodeado si acaso de un puñado de existencias catilinarias, de ésas que nada tienen que perder, no le qúedaria otro camino, si se obstinara en cobrar las contribuciones por encima de todo, que sacar a la calle los cañones y empezar a encarcelar gente. Por eso, porque la realidad alli es ésa y no otra, no es fácil que el Gobierno en Inglaterra ponga nunca a la Cámara en el trance de tener que llevar a la práctica un acuerdo de denegación de impuestos. El Gobierno, colocado ante esa actitud, cederá siempre, y el acuerdo rebelde quedará reducido, en último término, a las proporciones de una demostración pacifica.


B) EL CASO DE PRUSIA

Ahora supongan ustedes que un Parlamento prusiano, por muchos títulos de legitimidad que tuviera para hactorlo, como los tenía en noviembre de 1848, acordase negar al Gobierno la cobranza de impuestos.

A nadie se le ocurrirá pensar que el Gobierno fuese a renunciar por esto a hacer efectivas las contribuciones. El contribuyente arroja de su casa al agente de arbitrios. Muy bien. Se le sienta en el banquillo de los acusados, y nuestros jueces, inconmovibles a pesar de todos los magníficos discursos de la defensa, lo condenan a tantos y tantos meses de cárcel por resistencia a las órdenes del Gobierno. El agente fiscal vuelve a presentarse, seguido de un piquete de soldados, que hacen fuego sobre el contribuyente y sobre los amigos que le rodean y apoyan sus pretensiones, hiriendo y matando a varios. Seria un iluso quien pensase en llevar ante los Tribunales a los soldados y al agente ejecutivo. Ellos se han 1imitado a cumplir las órdenes de sus superiores, y esto les exime de toda responsabilidad. Imaginémonos, en cambio, que sea el contribuyente el que dispara sobre el agente fiscal y los instrumentos de la fuerza armada, hiriendo o matando a algunos de ellos. Le harán comparecer ante los Tribunales en juicio sumarísimo, y a las pocas horas estará condenado y ejecutado.

Y como todo el mundo sabe que las cosas ocurrirán así, como todas las probabilidades hablan o en contra del contribuyente, no habrá más que una pequeña minoría de hombres de carácter firme y decidido que se resistan a pagar los impuestos; lo cual, a su vez, reforzará las perspectivas que el Gobierno tiene de imponerse; y como en Prusia, además, el Gobierno no necesita que el Parlamento le autorice año por año a mantener un Ejército de determinadas proporciones, ni necesita tampoco que las Cortes deleguen en él su poder disciplinario sobre el mismo; y como, finalmente, nuestro Gobierno no se contenta, como el inglés, con un Ejército de unos 50.000 hombres para veinticinco millones de habitantes, sino que para dieciocho millones de población civil solamente, sostiene en pie de guerra un Ejército de más de 140.000 hombres, con los cuales tiene en sus manos una magnifica arma para dar cumplimiento a sus órdenes, cualesquiera que éstas sean -según la nueva organización del Ejército, las tropas en pie de guerra son todavía más, son cerca de 200.000 hombres-, conseguirá, sin ningún género de duda, que la inmensa mayoría de los funcionarios se le mantenga fiel ante semejante conflicto, y así sucesivamente, sin más que recorrer todo el ciclo a la inversa. Y a la postre, el acuerdo de denegación de impuestos resultará un fiasco y no habrá servido, si acaso, más que para molestar con persecuciones judiciales a nuestros mejores ciudadanos, que fue lo que ocurrió en 1848.

De aquí se deduce, señores, que la denegación de impuestos por el Parlamento, como medida aislada, no es recurso eficaz más que en manos de un pueblo que tenga ya de su parte los resortes efectivos del poder organizado, que haya conquistado ya la fortaleza y dispare desde dentro, pero representa un arma inútil cuando el pueblo que la maneja no tiene más baluarte que una Constitución escrita y no ha asaltado aún el arsenal de los resortes efectivos del poder.

Por no haberlo sabido ver claramente, por no haber parado mientes en esta teoría, fracasó la Asamblea Nacional de 1848. Para un pueblo que se disponía a asaltar aquella fortaleza, que no lo había hecho aún y tenía que hacerlo, la denegación de impuestos por el Parlamento no tenía razón de ser más que si con ella se quería encender una insurrección general en el país.

Pero en esto, señores, en un alzamiento armado, espero que nadie pensará, en las actuales circunstancias; pues por razones obvias que ustedes me dispensarán de exponer aquí, hoy en día sería quimérico pensar en sacar adelante un movimiento de esta índole.

No ocurría así, ciertamente, en noviembre de 1848, cuando el Parlamento votó la denegación de impuestos. En medio del ambiente de general excitación que entonces reinaba, pudo muy bien haberse llevado a cabo una insurrección triunfante, y el acuerdo votado por la Asamblea Nacional hubiera estado muy en su punto, si las Cortes, siguiendo consecuentemente la línea de conducta iniciada, hubieran decretado el alzamiento nacional del país. Lo impidió, como saben todos ustedes, aquella resistencia pasiva, de triste recordación, inventada por un parlamentario.

Pero hoy que la idea de una insurrección, lo repito, sería completamente quimérica en las circunstancias dominantes, y en que semejante tentativa no haría más que poner el triunfo en manos del Gobierno; hoy, sería completamente incongruente pensar en esgrimir esa arma de la denegación de impuestos.

Si, pues, no cabe este recurso, ni cabe tampoco, por el momento, organizar una insurrección, ¿qué salida nos queda? ¿O es que estamos totalmente desamparados e indefensos?


3.- Proclamar la realidad de lo que es

No, señores, no lo estamos. La Cámara posee, por el contrario, un recurso de irresistible fuerza y eficacia, un recurso que tiene necesariamente, infaliblemente, que vencer la resistencia del Gobierno.

Este recurso, que acaso se les hará a ustedes ininteligible, en la fórmula en que voy a exponerlo, por la sencillez misma de esta fórmula, consiste pura y simplemente en esto: en que la Cámara proclame lo que es ya una realidad.


A) El SEUDOCONSTITUCIONALISMO

Para saber lo que esto significa, para darse idea de la profundidad que se oculta bajo la sencillez de esta fórmula, tenemos que remontarnos a esta cuestión: ¿Qué es y cómo nace el seudoconstitucionalismo?

La contestación que demos a esta pregunta no puede ser dudosa para quien tenga presente lo expuesto en mi anterior conferencia.

En ella expuse a ustedes que mientras la propiedad del suelo y la producción agrícola eran la fuente más importante de la riqueza social en el país y este poder primordial residía, efectivamente, en manos de los terratenientes de la nobleza, la Constitución del país tenía que ser necesariamente feudal y la monarquía hallarse mediatizada.

Expuse a ustedes, asimismo, documentando mis deducciones paso a paso sobre la historia, que, al crecer la población y tomar incremento, como consecuencia de ello, la producción industrial burguesa, el juego recíproco de fuerzas empieza a desplazarse hacia el campo de la monarquía, hasta que, una vez que la producción industrial burguesa acaba por convertirse en fuente primaria de la riqueza social, se implanta la monarquía absoluta, y la nobleza, reducida a la impotencia, degenera, forzosamente, en elemento decorativo del trono. Y finalmente, expuse a ustedes cómo al seguir desarrollándose incesantemente, hasta cobrar proporciones gigantescas, el comercio y la industria, a la par que, impulsada por este proceso, iba creciendo con pujanza imponente la población, tenía que sobrevenir un punto en que la monarquía no pudiese ya mantenerse a la altura de estos avances poderosos de la burguesía, por medio de sus ejércitos permanentes, y en que la burguesía, sintiéndose verdadero titular del poder social, pugnase por conseguir que éste se regentase y administrase conforme a su voluntad; y este momento histórico de la sociedad, en que sus factores reales de poder se habían ido transformando ya de un modo tan radical, hace estallar, como decíamos, las jornadas de marzo de 1848.

Pero en aquella conferencia me preocupé también de advertirles, señores, aduciendo razones, que la lucha no había acabado, que no podía darse por terminada, ni por asomo, con el nuevo poder social de la burguesía, por mucho que éste se impusiera, rompiendo triunfalmente los viejos moldes, como lo hizo el 18 de marzo de 1848. Les decía, como recordarán ustedes, que el poder social concentrado en manos de la burguesía, por grande que fuese y por arrollador que fuese, era un poder desorganizado, inorgánico, mientras que el poder concentrado en manos del Gobierno, aunque no fuese tan grande, tenía una organización, era un poder disciplinado y dispuesto para dar de nuevo la batalla a cualquier hora del día o de la noche; y que, por tanto, si la burguesía no sabia aprovechar rápida y enérgicamente su ofensiva victoriosa para traer a sus manos aquel poder organizado que hasta ahora tenía enfrente, el absolutismo sabría y tendría necesariamente que encontrar el momento propicio para entablar de nuevo la lucha interrumpida, esta vez victoriosamente, dando la batalla para mucho tiempo, por grande que él fuese, al poder de la burguesía.

Y así ocurrió, en efecto, y todos ustedes recuerdan perfectamente la fecha de ese acontecimiento, que se llama la contrarrevolución de noviembre de 1848.

Ahora bien: ¿qué hace el absolutismo, después de llevar a cabo una contrarrevolución triunfante como ésta?

El absolutismo tiende a perpetuarse, es cierto. ¿Pero se obstinará en perpetuarse, aunque así sea, retornando a las viejas formas, volviendo a plasmarse en los viejos moldes, desplegando a los ojos de todos, escueta y desnuda, franca y sincera la realidad absolutista? ¿Hará añicos la Constitución, para seguir gobernando sin Carta constitucional de ningún género y sin traba ninguna real ni aparente, que menoscabe su poder despótico, volviendo a la fase de antes? ¡No, por cierto! No es tan necio como todo eso. El absolutismo, cuando ha sido abatido una vez, como lo fue en nuestro país el 18 de marzo, comprende por experiencia que el poder social inorgánico de la burguesía es, en el fondo, muy superior al suyo, y que si bien lo ha derrotado en un momento propicio, pasajeramente, gracias a la gran disciplina del poder organizado de que dispone, la burguesía sigue representando, a pesar de todo, lo mismo que antes, la supremacía social, todo lo inorgánica y desorganizada que se quiera, pero la verdadera supremacia; que, por tanto, de un momento a otro, cuando menos se piense, puede estallar un nuevo conflicto en que él, el absolutismo, vuelva a salir derrotado, y derrotado para siempre, si el enemigo sabe, aprovechando la lección del pasado, explotar mejor esta derrota.

El absolutismo, tan pronto como cobra conciencia de la supremacía social de la burguesía, tiene algo así como un vago presentimiento de que, del mismo modo que un hombre sólo puede engendrar otro hombre, un mono otro mono y todos los seres otros iguales a ellos y formados a su imagen y semejanza, a la larga, en el transcurso del tiempo, el poder elemental e inorgánico imperante en la sociedad, acabará por engendrar, como criatura suya y a su imagen y semejanza, el poder organizado, o sea una nueva forma de gobierno. El absolutismo tiene, digo, un presentimiento más o menos confuso de todo esto, pues los hombres de gobierno son, como ya he dicho varias veces, hombres prácticos que poseen el instinto de saber lo que las circunstanrias aconsejan. Hay un viejo dicho popular, muy certero, que recoge esta intuición: es aquel que dice: a quien Dios le da un empleo, le da también inteligencia para desempeñarlo. Así; los empleos, por la situación en que colocan a los hombres, engendran en ellos ciertas dotes y cualidades, aun cuando no las tuviesen antes de ocuparlos. Y no puede ser de otro modo, aunque los charlatanes no tengan la menor idea de ello, ni de la gran verdad que en aquel dicho se encierra.

Ya decía el viejo diplomático Talleyrand (14): On peut tout faire avec les bayonnettes excepté s y asscoir. (Teniendo las bayonetas, puede hacerse todo, menos sentarse en ellas. Ya se imaginan ustedes, señores, por qué. Las bayonetas se le clavarían a uno en las posaderas. Talleyrand quería dar a entender, en esta forma epigramática, que disponiendo de las bayonetas, el gobernante podía momentáneamente hacer todo cuanto se le antojase, todo menos convertirlas en un fundamento sólido y permanente de poder.

Al absolutismo, por mucho que abuse de su poder no le agrada nada esa existencia precaria de un régimen que vive en divorcio manifiesto y explícito con los poderes sociales del país, expuesto a cada momento a que estos poderes se le caigan encima como una avalancha, y lo aplasten.

Por eso, llevado de su instinto de conservación adiestrado por la experiencia, echa mano de un recurso, el único de que dispone para permanecer en el Poder el mayor tiempo posible: este recurso es el seudoconstitucionalismo.

En qué consiste el seudoconstitucionalismo, lo saben ustedes.

El absolutismo otorga una Constitución en que los derechos del pueblo y de sus representantes quedan reducidos a una porción mínima, privada además de toda garantía real, y los representantes del pueblo, curados de antemano, por medio de ella, de la posibilidad o de la ventolera de alzarse contra el rey y declararse independientes de la Corona. En cuanto un diputado intenta hacer que prevalezca la voluntad del pueblo contra la del Gobierno, éste procura desprestigiar la tentativa, aplicándole el mote de parlamentarismo, como si la esencia de un Gobierno verdaderamente constitucional no residiese pura y exclusivamente en el sistema parlamentario. Finalmente, el régimen abriga siempre la reserva mental de que si a pesar de todas estas cautelas, llega un momento en que la representación popular se decide a votar por su cuenta, sin respetar la voluntad del Gobierno, este voto será considerado nulo, aunque guardando siempre, claro está, la apariencia externa y decorativa de las formas constitucionales.

El absolutisrno, al dar este paso, disfrazándose de régimen constitucional, avanza un gran trecho en la defensa de sus intereses y consolida su existencia por tiempo indefinido.

Si el absolutismo, por ceguera, se obstinara en mantenerse dentro de los viejos moldes, sin velos ni envolturas, franca y abiertamente, tendría los días contados. El divorcio manifiesto, patente, que se abriría entre él y la realidad social, haría de su derrocamiento la consigna constante y diaria de la sociedad. La sociedad entera se convertiría, sin poder evitarlo, por la fuerza de las cosas, en una gran conspiración encaminada a derribar aquella forma de gobierno. No hay régimen que pueda afrontar a la larga semejante situación. Un Gobierno puede, si las circunstancias le son propicias, concentrar en un momento dado sus tropas y lanzarlas al ataque victoriosamente, haciendo triunfar la contrarrevolución. Pero su situación es más difícil cuando, en vez de atacar, se ve atacado y tiene que mantenerse a la defensiva ante los ataques del pueblo. En esta clase de luchas, el atacante lleva casi siempre las de ganar, por una razón: porque es él quien elige el momento más favorable para el ataque. Así se explica que en los movimientos politicos de este siglo los Gobiernos hayan salido casi siempre triunfantes en los golpes de Estado y derrotados, en cambio, en las revoluciones.

Sin embargo, puede también ocurrir que el Gobierno rechace victoriosamente el ataque del pueblo, cuando lo vea venir, cuando lo espere dentro de un determinado plazo, no muy largo, y pueda contar con él. Lo que el Gobierno no puede, o es para é! de una dificultad casi invencible, es mantenerse armado y en pie de guerra épocas enteras, años y años, equipado para repeler un ataque que puede sobrevenir acaso en el momento más desesperado, en aquel en que más dificultades y complicaciones se acumulen sobre el Gobierno. Situaciones como éstas acaban por hacerse insostenibles para el régimen y son, por tanto, desde su punto de vista, poco apetecibles.

En cambio, cuando el Gobierno, aun siendo absolutista, sabe rodearse de una apariencia innocua de formas constitucionales, aunque bajo este manto siga manteniendo el viejo absolutismo, está en situación ventajosísima, pues la clase predominante en la sociedad se adormece y queda tranquila, arrullada por la aparente adecuación que cree felizmente conseguida entre la forma de gobierno y la voluntad del país. Lo que se trataba de conseguir, aquello por lo que había que luchar, se cree ya conseguido, y este espejismo aplaca los ánimos, paraliza y embota las armas y lleva la satisfacción o la indiferencia a las masas del pueblo. A partir de este momento la conciencia de la sociedad se aleja de la campaña de oposición al Gobierno, y esta labor queda encomendada única y exclusivamente a esas fuerzas inconscientes, sordas, que laten y actúan en el seno de todas las sociedades.

El seudoconstitucionalismo no es, por tanto -conviene mucho, señores, que no olvidemos esto-, una conquista del pueblo, sino, por el contrario, un triunfo del absolutismo, con el cual consigue este mantener su régimen el mayor tiempo posible.

El seudoconstitucionalismo consiste, según esto, como ya ustedes han podido comprobar, en que el Gobierno proclame lo que no es; consiste en hacer pasar por constitucional a un Estado que es, en realidad, un Estado absoluto; consiste en el engaño y la mentira.


B) ¡OBLIGAD AL ABSOLUTISMO A QUITARSE LA CARETA!

Frente a esta mentira y frente a este poder, no hay más recurso absoluto e infalible que descubrir el engaño; el procedimiento es bien sencillo, pues sólo consiste en destruir una apaciencia, haciendo imposible la continuación de aquellas formas engañosas y cortando así el paso a sus efectos desorientadores. Consiste en obligar al Gobierno a quitarse el velo de la hipocresia, presentándose formalmente ante el país y ante el mundo como lo que en realidad es: como un Gobierno absoluto.

Es necesario, decía, y no hay otro medio infalible para triunfar, que la Cámara proclame lo que es ya una realidad.

Es necesario que la Cámara, inmediatamente de reunirse, tome un acuerdo encaminado a ese fin, acuerdo que, para mayor claridad, voy a permitirme esbozar aqui a titulo de ejemplo.

El acuerdo que la Cámara debe necesariamente adoptar en su primera reunión, tal y como yo lo concibo, es el siguiente:

Considerando que la Cámara ha denegado los créditos necesarios para la nueva organización militar; no obstante lo cual, el Gobierno, sin preocuparse de ello ni tener en cuenta para nada el acuerdo tomado, sigue realizando, según reconoce, gastos encaminados a ese fin; considerando que, mientras esto suceda, la Constitución prusiana, según la cual el Gobierno no puede en modo alguno proceder a hacer gastos que no estén autorizados por ambas Cámaras, no es más que unes mentira; considerando que, en estas circunstancias y mientras esta situación dure, seria indigno de los representantes del pueblo y supondría una complicidad directa de éstos en la violación constitucional cometida por el Gobierno, seguir deliberando y tomando acuerdos con éste, ayudándole de este modo a mantener la apariencia de una situación constitucional ... la Cámara posuelve suspender sus sesiones por tiempo indefinido, mientras el Gobierno no aporte pruebas de haber puesto término a los gastos desautorizados.

Bastaría que la Cámara tomase este acuerdo para que el Gobierno quedara indefectiblemente derrotado. Las razones son muy sencillas y van implícitas en lo que acabamos de decir. Este acuerdo no se sale para nada de las facultades jurídicas del Parlamento y nada podrían contra él el Poder ejecutivo ni los Trihunales. El Gobierno, colocado ante esta actitud de la Cámara, no tendría más que una alternativa: ceder o resistír. Pero, bien entendido que en el segundo caso, y esto es lo que importa, no le quedaría más camino que gobernar como Gobierno absoluto, sin cendales y sin Parlamento. No se me oculta que se le ofrecería una tercera salida: disolver la Cámara. Pero esta posibilidad no merece siquiera la pena de mencionarse, pues el remedio sería demasiado pasajero para ser eficaz. Los nuevos diputados saldrían inmediatamente elegidos con la misma bandera electoral, y la nueva Cámara reiteraria inmediatamente la declaración de la anterior. Y volveríamos al mismo dilema: el Gobierno tendría necesariamente que someterse o decidirse a gobernar por toda una eternidad sin Parlamento. ¿Pero es que podria prescindir lisa y llanamente de las Cortes? No, no podría. Hay mil razones que lo demuestran. No tienen ustedes más que tender la vista sobre Europa. A donde quiera que miren, en todas partes, con la única excepción de Rusia, y eso porque este país vive en condiciones sociales distintas a las nuestras, se encontrarán ustedes con Estados de forma constitucional. Ni un Napoleón pudo prescindir de la apariencia formalista constitucional para gobernar. En el Estado napoleónico funcionaba una Cámara de diputados. Ya esta sola coincidencia les demuestra a ustedes sobre el terreno de los hechos que en las condiciones actuales de vida de los Estados europeos -y mi teoría ha puesto al descubierto el fundamento claro de esto en las condiciones sociales de poblaci6n y de producción de estos paises- reside una ley de necesidad que les impide ser gobernados sin guardar las formas constitucionales. Observen ustedes el caso de Austria, en que tenemos la prueba más palmaria de lo aquí expuesto. En Austria fue cancelada la Constitución después de triunfar la contrarrevolución armada del año 1849. No es que los austríacos fuesen peores ni más contrarrevolucionarios que los otros. Nada de eso. Lo que ocurre es que el Gobierno austriaco era más candoroso, menos astuto que el nuestro. No habían pasado más que unos cuantos años, y el Gobierno de la monarquía austríaca, espontáneamente, sin que el pueblo se rebelase ni exigiese nada, restauraba, por la cuenta que le tenía, la Constitución. El empleo, para decido con el dicho que citábamos antes, dio al Gobierno de Austria la inteligencia, el talento necesario para comprender que, despojado de toda apariencia formalista constitucional, erigido en Gobierno absoluto claro y franco, tendría una existencia muy precaria y no tardaría en saltar hecho añicos.

Díganme ustedes ahora, si sería posible que Prusia, precisamente Prusia, fuese un islote de absolutismo declarado en medio de Europa: si es posible que Prusia, con su pujante burguesía, exista y funcione sin formas constitucionales. Adviertan ustedes, además, lo débil que es el Gobierno prusiano frente al extranjero; no pierdan de vista que su posición diplomática en el mundo exterior sería insostenible, que se hallaría expuesta a los puntapiés más soberbios e insoportables de los otros Gobiernos ante el menor conflicto, si se atreviese a afrontar este divorcio declarado y permanente con su propio pueblo, sin acertar a ocultar sus miserias a los ojos del mundo.


C) GOBIERNO Y PUEBLO

Y no se me diga, señores, ni se crea, que éste es un razonamiento poco patriótico. En primer lugar, el político es como el naturalista: ha de observar y contemplar las cosas como son, sin perder de vista ni una sola de las fuerzas activas investigadas. El antagonismo de unos Estados con otros, las rivalidades, los celos, los conflictos en las relaciones diplomáticas, son una fuerza activa innegable, y, buena o mala, agradable o molesta, no bay más remedio que tomarla en consideración. Pero, además, señores, encerrado en el silencio de mi cuarto, entregado a mis estudios históricos, ¡cuántas veces he tenido ocasión de comprobar del modo más minucioso la gran verdad de que sin estas rivalidades y celos de unos Gobiernos con otros, que son el acicate que los espolea a mantenerse a tono con el progreso en el interior del país, no sabriamos en qué etapa de barbarie nos encontraríamos hoy, y con nosotros el mundo todo! Y finalmente, señores, no hay que creer que la existencia del pueblo alemán sea tan precaria y tan mísera que una derrota de sus Gobiernos hubiese de comprometer seriamente la vida de la nación. Si recorren ustedes, señores, la historia con cierto cuidado e intima compenetración con lo que leen, comprobarán que la obra de cultura creada por nuestro pueblo ha sido hasta ahora tan gigantesca y tan imponente, de tal modo resplandece y es ejemplar ante el resto de Europa, que nadie puede dudar que nuestra existencia como nación responde a una necesidad y es indestructible. Si Alemania se viese envuelta en una gran guerra exterior, es posible que en ella se derrumbasen todos nuestros Gobiernos, el de Sajonia, el de Prusia, el de Baviera, todos; pero de los escombros de esa guerra se alzaría como el fénix de sus cenizas, indestructible y perenne, y esto es lo único que a nosotros nos interesa, el pueblo alemán.


D) LA SITUACIÓN FINANCIERA

Vuelvan ustedes ahora la vista, señores, del mundo exteriór a la situación interior del país, al estado de su hacienda. Hace veinte años, en 1841, bajo el Estado absoluto, el presupuesto público de Prusia era de 55 mil1ones.

Hoy, en el año 1863, el presupuesto del Gobierno asciende nada menos que a 144 millones. Es decir, que en menos de veinte años el presupuesto. la carga tributaria, se ha triplicado.

Un Gobierno que se ve obligado a presentar semejante presupuesto, un Gobierno que rige los destinos del pais de ese modo, sin sacar la mano de los bolsillos del contribuyente, tiene que guardar, por lo menos, la apariencla de que gobierna con el asentimiento de la nación.

Si en el rég:men antiguo, en aquel sencillo régimen patriarcal; si con un presupuesto de 55 millones, al que además contribuían con una quinta parte los dominios de la Corona, bastaba el absolutismo paternal, hoy que el presupuesto es de 144 millones, Prusia no se dejaria gobernar, a la larga, por los ukases de ningún Gobierno despótico.


E) LA FUERZA DE LA VERDAD

Y sobre todo, señores, posen ustedes la vista en las conclusiones que anteriormente sacábamos de nuestra teoría, de que las situaciones concretas que acabamos de examinar no son más que simples proyecciones sobre la réalidad, y según las cuales el Gobierno no podria, en modo alguno, abrazar un divorcio sincero y franco con la realidad social. Si el Gobierno, a pesar de todo, se obstinase en ello, si se aventurase a seguír gobernando de un modo absoluto, sin Parlamento, ya se habría conseguido mucho, pues con este reconocimiento sincero, incoado por la Cámara, de la verdadera realidad, con esta aceptación franca del absolutismo por el Gobierno, se habría matado una ilusión, se habría desgarrado el velo de la mentira, los confusos acabarían víendo claro, los indíferentes a las distinciones sutiles abrirían los ojos y se indignarían, la burguesía entera se veria arrastrada desde el primer momento a una lucha latente, subterránea, que minaría los cimientos del Gobierno, toda la sociedad seria una gran conspiración organizada contra él, y al Gobierno, lanzado por esta pendiente, no le quedaría más consuelo que ponerse a estudiar astrología para leer en las estrellas la hora de su muerte inexorable.

Tal es la fuerza que tiene proclamar abiertamente la realidad de las cosas. Es el arma politica más poderosa que existe. Fichte dice en una de sus obras que el proclamar la realidad de lo que era constituía un recurso predilecto del primer Napoleón, y a él debió, en efecto, este gran estadista una buena parte de sus triunfos.

Toda acción política importante consiste en eso, en proclamar la realidad de la cosas, y comienza siempre así.

Del mismo modo que la política mezquina y ruin consiste en silenciar y disfrazar temerosamente la cruda realidad.


F) EL PASADO

Y si yo, señores, no me esforzase por reprimirlas dentro de lo humanamente posible, en gracia a la concordia, podría y debería formular aquí acusaciones políticas muy graves. Hacía ya varios años -desde la nueva era y a la par con ella- que los órganos del partido popular en la Prensa -y no hay por qué silenciarlo, pues aunque yo llevara la discreci6n hasta el punto de no apuntar nombres, en seguida adivinarían ustedes que quería aludir al Volkische Zeitung- venían siguiendo un sistema que no consistía, en puridad, más que en proclamar lo que no era. Arrancaban de la idea preconcebida de que convenía esfumar, silenciar y velar las cosas. Por lo visto, creían que lo aconsejable era persuadir al Gobierno de su carácter constitucional hasta que a fuerza de decirselo, acabara por creerlo. Se trataba, como se ve, de trabajar al Gobierno por la mentira, sin advertir que en la vida, como en la historia, todos los triunfos verdaderos se han alcanzado trabajando, removiendo y sembrando con la verdad. Estos paupérrimos de espíritu no se daban cuenta de que sin advertirlo, se estaban convirtiendo en hombres de Gobierno, no sólo en lo que respecta a los medios empleados, sino también en lo que se refería a los resultados conseguidos. En lo referente a los medios empleados, estos medios eran exactamente los mismos que los que hemos visto que empleaba el absolutismo embozado en la capa del seudoconstitucionalismo: proclamar lo que no es. Y en lo que se refería a los resultados conseguidos, porque estos paupérrimos de espíritu no veían que para engañar al Gobierno desde sus columnas, haciéndole creerse constitucional, tenían que predicar día tras día la misma mentira al pueblo, hasta que esta mentira acabara infiltrándose en él. Y no veían, además, esos paupérrimos de espíritu, que estas mentiras lo único que conseguían era hacer que el Gobierno se envalentonase, asombrado casi ante sí mismo del crédito y del nimbo de que se le rodeaba, de aquella aureola de una nueva era con que le ceñían la frente, empujándolo poco a poco por la senda del seudoconstitucionalismo, tan suave y andadera, hasta llegar, por último, a la meta de sus exigencias militares. Estos paupérrimos de espíritu, que no hacían más que clamar dla tras día desde sus artículos de fondo contra ia inmoralidad, no veían que la mentira es un recurso profundamente inmoral, un arma que en las luchas politicas puede favorecer a las malas artes maquiavélicas del Gobierno, pero que jamás redunda en provecho del pueblo.

Estos paupérrimos de espíritu, señores, son los que tienen, en grandlsima parte, la culpa del giro que han tomado las cosas.

Fueron ellos los que a los gritos de: ¡Unos caballeros! ¡Los ministros son unos caballeros! ¡Hay que tener confianza en los ministros! movieron a la Cámara desde sus artkulos de fondo a aprobar los créditos provisionales solicitadós por un Gobierno seudoconstitucional para la organización del Ejército, y que entonces le hubiera sido mucho más fácil al Parlamento denegar. Ellos fueron los responsables de que se implantase la organización militar, que sin aquellos créditos provisionales no hubiera podido acometerse, y que nos ha traido a esta gravisima situación.

¡Paz al pasado!

Paz al pasado, sí, pero cuidémonos, combatiendo con redoblada e intransigente energía, de que en esta grave batalla del presente no se siga engañando al pueblo y hurtándole sus derechos por medio de una politica de disfraz y de mentira. He expuesto a ustedes el único medio seguro e infalible que daría a1 pueblo el triunfo. Luchen ustedes ahora por conseguir su aplicación. Es menester establecer un intercambio de influencias entre los diputados y la opinión pública. Lancen ustedes este recurso que aquí hemos descubierto como consigna de agitación. Propáguenlo ustedes, luchen por él, hasta ganar el convencimiento de la gente, entre sus amigos, en todos los lugares públicos y privados que frecuenten, dentro del radio de acción a que lleguen sus influencias. Consideren como adversario, consciente o inconscientemente, de la buena causa, a todo aquel que lo repudie. Este recurso es el unico de que la Cámara dispone. Dígaseme si dispone de algún otro. La Cámára incurriría en la más lamentable y absurda ilusión si creyera que por continuar deliberando con el Ministerio y desautorizándole otros créditos, aunque se los desautorizara todos, iba a vencer sin resistencia. El Gobierno, que no tuvo inconveniente en pisotear la primera denegación de la Cámara, indiscutiblemente legítima y constitucional, pasando por encima de ella como si no existiese, ¿cómo va a respetar, por qué va a hacer más caso de una segunda, de una tercera o de una cuarta votación? Lejos de eso, se irá acostumbrando a considerar inexistentes todos aquellos acuerdos del Parlamento que no le agraden. Se irá acostumbrando el Gobierno, y se acostumbrará también el pueblo. Este dulce hábito de despreciar los acuerdos desagradables de las Cámaras arraigará y en el pueblo -y con razón- con más fuerza aún y en más alto grado que en el Gobierno. Una Cámara que se resignase a ver pisoteados sus acuerdos constitucionales, que siguiese deliberando y colaborando con el Gobierno como si nada hubiera ocurrido, que siguiese desempeñando tranquilamente el papel que le repartieron en la comedia del seudoconstitucionalismo, se convertiría en el peor cómplice del Gobierno, pues de este modo le permitiría seguir aplastando, bajo la perdurable apariencia de guardar las normas de la Constitución, los derechos constitucionales del pueblo. La Cámara que así procediese sería más responsable y merecería mayor castigo que el Gobierno. Pues no es mí enemigo quíen mayor castigo merece, síno quien, llamándose mi representante y teniendo por misión defender mis derechos, los vende y los traiciona.


III.- ¡NADA DE PACTOS!

Pero aún seria peor, si cabe, que la Cámara se aviniese ante este conflicto a lo que llaman una transacción, a base, por ejemplo, de fijar en dos años el tiempo de permanencia en filas. Contra esto, señores, es contra lo que deben ustedes alzar la voz con especíal energía. No hay transacción posible ante la cuestión que aquí se debate. Si, por ejemplo, el Gobierno brindase a la Cámara, como fórmula de avenencia, la de señalar en dos años el tiempo de servicio activo y la Cámara se prestase a ello, los intereses del país quedarían abandonados y traícionados en un punto que, aunque ímportante de suyo, no lo es tanto sí se lo compara con la cuestión enfocada en su totalidad. Pues sí se aceptase la organización militar con esta limitación de dos años de servicio actívo, lo que se haría sería escamotear la milicia nacional -en la que reside la verdadera fuerza defensiva del país-, convirtiéndola en reserva de guerra, bajo el mando de oficiales de línea. Y el país se quedaria sin milicia nacional. Junto a este problema capital, en que se juega la milicia nacional del país, la cuestión de saber si el tiempo de permanencia en filas será de dos o tres años, incluso la cuestión de los gastos, quedan reducidas a la nada.

Mas tampoco, en último término, es el problema de la milicia nacional el problema candente y primario que aquí se discute.

El problema que ha pasado a primer término, por virtud del giro que tomaron las cosas, es el problema constitucional de principio. ¿Está el Gobierno obligado a poner fin a los gastos que la Cámara se negó a autorizar? Pues el Gobierno, pese a la repulsa de la Cámara, continúa desarrollando sus planes de gastos como si aquélla no existiese. Si en estas condiciones, la Cámara se aviene a un pacto, cualquiera que él sea, a éste de la limitación del tiempo de permanencia en filas o a cualquier otro, ya no estariamos ante un pacto, ante una transaccion; estariamos ante la bancarrota total del derecho público. Si asi aconteciera, se habria instaurado con toda felicidad la práctica constitucional bismarckiana: en todos los conflictes planteados entre el Gobierno y el derecho de las Cámaras amparado por la Constitución, son éstas las que tienen que ceder. Y triunfaria de este modo el sistema de los precedentes. Por eso tienen ustedes que considerar, sin ambages, como un enemigo consciente o inconsciente, y como inconsciente doblemente peligroso, de la buena causa a todo aquel que les hable a ustedes de pactos, concesiones o avenencias en este punto.

Pero además de ser infalible, nuestro recurso, señores, no encierra ningún peligro, no puede causar ningún mal. A nadie puede acarrear daño, pues si el Gobierno -esto está al alcance de cualquiera- se siente tan decidido a replegarse sobre el absolutismo, que no quiere ceder aunque la Cámara haga aquella declaración y sigue gobernando sin Parlamento, por procedimientos absolutistas francos y sinceros, es evidente que la Cámara carecerá de fuerza, con mucha más razón, para desalojar al Gobierno de la trinchera del seudoconstitucionalismo absolutista y obligarle a ser un Gobierno real y verdaderamente constitucional con esa táctica de transigencia, y de colaboracionismo; con eso, no se conseguirá más que permitir al Gobierno que siga representando ante el país y ante el mundo la comedia del constitucionalismo de mentirijillas; la comedia de este régimen que es mucho más funesto que el absolutismo sin careta ni disfraz, pues extravía la inteligencia popular y deprava, como deprava todo sistema de gobierno basado en la mentira, la moral del pueblo.

El remedio que propugnamos es, pues, en todo caso, innocuo para el país. Lo es también para los diputados que han de aplicarlo y que para ello no necesitan de gran violencia, pues les basta con un poco de energía y claridad de juicio. El único sacrificio que les impone, en el peor de los casos, es renunciar al prestigio de una posición oficial.

Y finalmente el remedio es, como ya les he dicho, sencillamente ineludible e indefectiblemente eficaz. Por eso hay que pensar que el Gobierno, si ese remedio se aplica, retrocederá ante él.

Pero podría también ocurrir -y con esto no saldrían ustedes, señores, perdiendo nada- que el Gobierno no cediese instantáneamente, sino que se obstinase en seguir gobernando sin Cámara durante algún tiempo. Y digo que con esto no saldrlan ustedes perdiendo, porque la humillación del Gobierno ante la majestad del pueblo sería tanto mayor cuanto más tardase en verse obligado a retroceder. Y el acatamiento que no tendría más remedio que hacer al poder social de la burguesía, como potencia superior, sería tanto más rendido cuanto más tardase en volver sobre sus pasos para doblegarse ante la Cámara y el pueblo.

Entonces serían ustedes, señores, quienes habrían de dictar las condiciones de vencedor a vencido. Y ya nada les impediría exigir e imponer el régimen parlamentario, fuera del cual, no hay ni puede haber más régimen que el seudoconstitucionalismo. Nada de perder la cabeza con vértigos reconciliatorios. Me parece que ya tienen ustedes experiencia suficiente para saber lo que es el absolutismo. Nada de nuevos pactos y transacciones; con este enemigo no hay más que un argumento: las manos al cuello y la rodilla sobre el pecho.

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