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EL PROBLEMA

1. Introducción

En las anchas faldas de una colina alzábase, desde tiempos remotos, un espléndido templo. Se le divisaba desde muy lejos. Piedras bien talladas servíanle de cimiento y las líneas firmes y armoniosas de su fábrica se erguían gallardamente. Sabios sacerdotes velaban, en el interior, por su cometido de guardar el templo y atender a su servicio. Desde lejanas tierras, acudían en tropel los peregrinos a implorar ayuda. Y quien se sintiese solo y abandonado, salía de allí siempre fortalecido con la clara conciencia de que a cada cual se le adjudicaba con segura mano lo suyo y de que el fallo era cumplido inexorablemente.

Tal fue el Templo del Derecho y la Justicia.

Pero, entre los hombres comenzaron a despertarse otros afanes. La codicia de obtener ventajas materiales para sí y para los suyos se antepuso a todo, y los fallos sagrados del Templo ya sólo se buscaban para cubrir las apariencias. Las normas de conducta que de él irradiaban seguíanse tan sólo en contados casos, cuando así cuadraba a los designios de la multitud. Los fallos del templo se iban posponiendo a las propias aspiraciones subjetivas, en el empeño de erigir éstas en medida y rasero de todas las cosas.

La afluencia de peregrinos al Templo era cada día más escasa. Sus servidores, preocupados, se reunieron para buscar el modo de poner remedio al mal. Y entonces, se vió que no era posible encontrar los medios para corregir y mejorar la situación creada mientras no existiese claridad acerca de los pensamientos fundamentales que se trataba de perseguir y asegurar. Mientras no sepa -se expresó uno, invocando las palabras de Platón- qué es lo justo, me hallaré muy lejos de saber si es o no una virtud y si quien la profesa es un hombre bienaventurado o malaventurado.

Por eso se juzgó necesario parar mientes antes de nada, en lo que es, en rigor el fin que se persigue: el Derecho y la Justicia. Conseguido esto, veráse también claramente de qué modo pueden afrontarse, con un sentido unitario y conductor, los diversos problemas prácticos que ello plantea incesantemcnte. Y se podrá, especialmente, trazar una línea certera de orientación a quienes, como jueces, están llamados a velar por el Derecho y aplicarlo.

Entre los que dcliberaban no faltaban tampoco, ciertamente, quienes reputaban cosa baladí esa búsqueda de un pensamiento general y normativo. Basta -decían éstos- buscar hombres quc cumplan su cometido con sensibilidad y sentido común, y llegarán a resultados justos. No hay más que discernir de un modo objetivamente racional los intereses de los litigantes y ventilar los litigios a tono con las exigencias de la verdadera justicia.

Pero, las palabras de quienes así hablaban no resolvían el problema planteado. Su programa no era falso, pero sí superficial. Sus postulados señalaban indudablemente, el problema puesto a debate, pero no decían cómo había de resolverse. ¿En qué se conoce si las pretensiones y los deseos de los litigantes han sido juzgados con rectitud fundamentada? ¿Cuándo una pretensión responde al concepto del Derecho y no es, por ejemplo, un poder arbitrario? ¿Y qué es, en rigor, la justicia, por la que todos claman y que todos anhelan? Si, para determinar qué es lo bueno y lo justo, nos remitimos a lo que entiendan hombres de criterio bueno y justo, incurrimos, indudablemente en un circulo vicioso.

Por eso, cuanto con mayor fuerza se plantea el problema, con mayor certeza se ve que, aquí como en todas partes, es una orientación fundamental y segura la que, no sólo debe dar, sino que en efecto da la solución para cuantos problemas de tipo concreto puedan presentarse. Entregarse a ella ciegamente, sin analizarla, sería necio. Se trata, por tanto, de esclarecer con pensamiento crítico lo que tiene de peculiar ese método normativo, que en la realidad seguimos de un modo unitario; de ver claro ante nosotros mismos.

Con este fin ante nuestros ojos, podremos luego acometer la empresa de analizar la misión del llamado a servir como juez a la comunidad y a quienes la forman. Examinemos brevemente, antes de pasar adelante, el problema asì planteado en su conjunto.


2. Los casos concretos y su unidad

Nuestra vida se compone toda ella de casos concretos y limitados. Cuanto puede acaecernos, sea en el terreno de las percepciones o en el de las aspiraciones, es siempre algo condicionado y finito, limitado e imperfecto. Fines ideales y medios ideales no existen en la realidad perceptible a través de los sentidos. Todo lo que nos sale al paso en la realidad tiene, pues, un carácter puramente condicionado. Otra cosa -el hecho de que un acaecimiento concreto tuviese un carácter absoluto- sería algo en contradicción consigo mismo.

Pero, que todo en torno nuestro sea incompleto y fragmentario y nuestra voluntad y nuestros deseos cualesquiera que ellos sean, un simple retazo, no quiere decir que nuestro patrimonio espiritual no encierre nada más que particulares. Estos casos particulares deben ser enfocados y dominados en una visión general, deben ser ordenados en forma unitaria. De otro modo, desaparecería hasta la posibilidad de ocuparse con algún éxito de los acaecimienlos concretos de nuestra vida.

Ningún caso concreto puede determinarse con claridad y nitidez, si sólo se lo enfoca aisladamente, como tal caso concreto y limitado. Es necesario compararlo con otros acaecimientos. Pero, para poder compararlos entre sí, hace falta concebirlos y enjuiciarlos todos ellos, por igual, con arreglo a un método coincidente. Y esto es, en realidad, lo que hacemos sin proponérnoslo, pues es indudable que un acaecimiento cualquiera, que jamás volviese a presentarse entre nosotros con sus modalidades peculiares ni encerrase ninguna enseñanza para la solución de problemas futuros, habría de sernos de todo punto indiferente. Por eso, para enfocar y manejar con justeza cualquier acaecimiento vivido conscientemente, necesitamos remontarnos a un pensamiento unitario determinante, frente al cual aquel acaecer especifico no sea más que una aplicación condicionada.

Esto hace que los objetos ante la consideración crítica se dividan en dos clases.

En una clase figuran los aspectos concretos comparados y relativamente generalizados, que forman la gran masa de las investigaciones científicas de toda especie. En la segunda clase aparecen los métodos ordenadores, como tales. Estos métodos se descubren indagando la posibilidad de unificar las sensaciones y aspiraciones en general. Pero, es necesario que los resultados a que esto conduzca tengan un carácter incondicionado. Si anduviésemos cambiando, inseguros, los métodos de ordenación, la finalidad perseguida con ésta quedaría frustrada. La teoría de las condiciones del recto conocer y querer -lo que en el lenguaje establecido se llama la teorìa de las formas puras de la conciencia- tiene, por tanto, un alcance absoluto. En cambio, todas las tesis, todos los estudios y aspiraciones determinadas y dirigidas por esas condiciones necesarias de ordenación -y que en el lenguaje tradicional se llama la materia de la elaboración científica- sólo pueden tener un sentido relativo y ser, si se logra elaborarlas con justeza, objetivamente adecuadas, siempre con un margen de mejoramiento en cuanto a su materia.

Tal es la distinción, necesaria en todas partes y nada difícil de suyo, entre la forma y la materia del mundo de nuestros pensamientos. Era necesario recordarla aquí, pues ella va a señalarnos también el camino para la solución del problema especial que tenemos planteado. En la misión que el juez ha de cumplir, es evidente que han de separarse también, de un modo unitario y firme, en todos los aspectos concretos que se examinen, el método general determinante y los actos y acciones especiales ajustados a el. Se trata, pues, de poner en claro exhaustivamente los pensamientos fundamentales condicionantes de la magistratura judicial. El problema no está ni en formular unas cuantas vagas admoniciones morales ni en catalogar las prácticas notables de determinados países y tiempos. Lo que hay que hacer es trazar las líneas directrices que rigen de un modo perenne e incondicionado para todo juez.

Pero, ¿cómo es posible conseguir esto?

Aquí, preferimos penetrar directamente en el problema. Lo que exponemos a continuación nos brindará, en conjunto, la respuesta a esa pregunta. De antemano, baste decir que no dcbe procederse al azar, sobre experiencias que, en última instancia, sólo son personales y fortuitas. De lo que se trata es de ver resplandecer constantemente ante nosotros la unidad del espíritu, con la que se enlaza también armónicamente la actuación recta de todo juez.


3. La práctica

Hasta hoy, nadie ha conseguido descubrir un pueblo sin Derecho. Y difícilmente lo puede uno concebir. En cuantas tentativas se han hecho en ese sentido, se ha comprobado, una y otra vez que lo que se hecha de menos no es, precisamente, el derecho, sino que son, simplemente, ciertas y determinadas instituciones jurídicas. No ha existido jamás una conveniencia que no estuviese basada en relaciones sujetas a una ordenación jurídica.

Hay un relato de Herodoto sobreDeyoces, juez de los persas, donde se niega esto, de una manera muy singular. Los persas- nos dice este historiador- se separaron de los asirios y se quedaron viviendo completamente sin leyes. No por eso dejaron de existir entre ellos litigios. Pero éstos -se nos sigue informando- eran ventilados magnificamente por un juez justiciero, por este mismo Deyoses. Hasta que un día, rehuyendo los aplausos que en exceso se le tributaban, él mismo, con ejemplar modestia, depuso su magistratura.

Nos encontramos aquí con algunos problemas ineludibles e importantes que no parecen resueltos.

Es evidente que todo litigio concreto de carácter jurídico tiene que examinarse u enjuiciarse desde un punto de vista general. Tal vez la norma superior que dé la pauta no aparezca definida en un código desarrollado, ni rija tal vez en ningun otro estatuto simplemente, como derecho consuetudinario; puede ocurrir, incluso, que se establezca por vez primera en el mismo fallo judicial y con él. En todo caso, es indudable que existen ya determinadas instituciones jurìdicas que sirven de fundamento. De no ser así, nadie podría considerarse lesionado en sus derechos, ni habría motivo para una intervención judicial de ninguna clase. Si algo demuestra el relato del famoso historiador es, precisamente, que no puede concebirse una vida social desprovista de orgenación jurídica.

Vemos, pues, claramente que es indispensable apoyarse en normas jurídicas fijas. Ni es posible tampoco, indudablemente, que la actuación judicial se reduzca a un puro practicismo. Todo juez obra movido por una fundamental orientación de carácter general, que inspira sus fallos, aunque a veces él mismo no tenga clara conciencia de ello.

En una ciudad universitaria menudeaban los actos indecorosos, que no dejaban bien parado el honor. Para acabar con ellos, se instituyó un tribunal de honor, cuya actuación, en muchos aspectos, se atenía, ciertamente, más que a las normas jurídicas de la ley, a las normas convencionales del código estudiantil, del comment. A veces, el modo de enjuiciar un hecho era bastante dudoso. El presidente del tribunal estableció una regla que abarcaba gran parte de los casos litigiosos y que encontró buena acogida: Hemos de examinar -dijo- si los actos realizados por el reo bajo la acción del alcohol los habría ealizado lo mismo por la mañana temprano, antes de haber probado una gota. Era esta una máxima formal de carácter relativamente general, útil y aplicable en numerosos casos concretos. Un recurso de relativa generalidad.

Posiblemente quien lo había introducido lo hubiese descubierto por sí mismo, en el curso de su experiencia diversa y particular. O tal vez lo hubiese sido transmitido por otros que lo conociesen ya. Pero, el hecho de proclamar y enseñar esta norma de conducta se sale ya de la nueva práctica, pues práctica es, exclusivamente, el tratamiento de casos concretos en su delimitada particularidad. El adelantarse a ellos presupone ya normas y enseñanzas más generales, que son precisamente las que en la actuación práctica se han de seguir. Por tanto, el estudio metódico de lo que el práctico realmente hace y ejecuta nos lleva necesariamente a examinar aquello que constituye la premisa de su actuación.


4. La técnica

El primer acto en el progreso espiritual es la generalización. Tal acontece también cuando se trata de fallar o arbitrar litigios. La voluntad y la conducta que se perciben aisladamente se piensan como profesadas y ejecutadas prácticamente por muchos, y tal vez por todos cuantos el pensamiento puede abarcar. De este modo, se convierten en una regla aprobatoria o reprobatoria. En la vida de los individuos, como en la de los pueblos, se forma en seguida un acopio de reglas de éstas. Así ocurre incluso entre los niños. Y la historia del derecho acumula los materiales jurídicos en cantidades inagotables.

Por este camino se van alumbrando también copiosamente las máximas de conducta en el terreno administrativo y en el judicial. Es imposible prescindir de pensamientos normativos de alcance general. No cabría ciertamente, decidir de una vez para todas, uniformemente, si un tutor debe enviar a su pupilo a esta o aquella escuela, o si debe dedicarlo a esta o la otra profesión. Pero sí hay un pensamiento unitario que preside toda tutela y al que ésta se tiene que someter: el tutor debe velar fielmente por el pupilo confiado a su tutela, protegerlo y guiarlo, al igual que por el adulto incapacitado y necesitado de protección. Este fin formal es el que ha de orientar todas las medidas del tutor.

No es posible mantener relaciones asiduas con los tribunales sin acogerse a ciertas observaciones. En un interesante y simpático libro de Dupré, pseudónimo tras el cual se oculta el nombre de un prestigioso maestro de derecho político, se describen las actividades de un abogado en la Alsacia rescatada por Alemania después de 1871. Y traza el esbozo de una psicología forense, cuyo objeto es el juez. Cuando el abogado -se dice en este libro- observa que el reo es tratado muy mal en la vista de la causa, el defensor considera esto como un buen síntoma respecto al fallo que se avecina, y viceversa. Algo habrá de verdad en ello, pero no faltarán tampoco, indudablemente, las excepciones.

También los jueces, a su vez, se forman, en el transcurso de su carrera, ciertas máximas de buen sentido. El llamado por su función a juzgar a otros hombres tiene que cultivar también, como lo hace todo hombre capaz de pensar, la psicología práctica. Se formará diversas reglas que le ayuden a conocer las intenciones de los demás. Se habituará a diversos recursos para interpretar las leyes, para analizar los hechos intrincados y para resolverlos en el plano de la cuestión de hecho y la de derecho. Pero, se le presentaran también necesariamente, situaciones en las cuales no tendrá más remedio que admitir y reconocer excepciones a esas normas. Cuantas reglas y enseñanzas se forme él o tome de otros dejarán alguna puerta abierta, algún flanco colgando; serán, en el fondo, también ellas, simples fragmentos. Y esto tiene su razón de ser.

Las normas y las máximas a que nos estamos refiriendo arrancan todas de premisas limitadas y versan sobre problemas limitados también. Estas normas, enderezadas a objetivos muy limitados y concretos, son las que llamamos normas de la técnica. Es con ellas, indudablemente, con las que todo hombre comienza a establecer normas generales. Muchos, demasiados, no pasan de aquí. Estos viven en un mundo de pensamientos técnicamente limitado y no levantan la vista de los acaeciminetos concretos, tal como se presentan aisladamente, más que para remontarse a una relativa generalidad.

Pero, esta manera de proceder no resiste a un examen crítico. Cierto que el maestro se revela en la limitación. Pero esto sólo quiere decir que debe evitarse el. buscar un caudal de saber demasiado extenso cuantítativamente; el saber tiene límites necesarios, y el juez no puede ni debe aspirar a una cultura enciclopédica. Sin embargo, aquí queremos referirnos al desarrollo consecuente del pensamiento en una escala cualitativamente ascendente. No se debe admitir como principoio el que, en los problemas que se nos plantean, debamos detenernos en un punto limitado. Ningún fin limitado puede eludir la pregunta de para qué sirve; ninguna acción limitada puede tener la pretensión de servir de guía incondicional para otras tareas ulteriores.

Por eso, toda empresa técnicamente limitada sólo es, objetivamente, provisional. Si quiere razonarse y justificarse en su modo peculiar de ser, no tiene más remedio que seguir remontándose hasta llegar a apoyarse en algún pensamiento de absoluta validez, en una teoría, en el sentido auténtico de esta palabra.

Lo mismo acontece con la actuación del juez.


5. La teorìa

La palabra teoría tiene una historia variable y poco edificante. Paulatinamente, ha ido abandonando la antigua acepción griega, en que significaba la doctrina de los métodos absolutamente valederos del pensamiento científico para incorporarse a las faenas polvorientas de cada día. Hoy, es frecuente llamar teoría a cualquier relativa generalización. La Jurisprudencia técnica, por ejemplo, nos habla de la teoría de la voluntad o de la declaración, como síntesis del contenido de los artículos 116.120 del Código civil alemán; nos habla a propósito de la contratación entre ausentes, de la teoría de la aceptación, de la recepción o del reconocimiento, y, en lo tocante a la reparación de daños, de la teoría de la culpabilidad y de la del riesgo. Se conocen diversas teorías sobre el modo como se fundaron las ciudades en la Edad Media alemana, en cuanto a la significación de las estatuas de Rolando, etc. La palabra teoría adquiere, incluso, una acepción un tanto despectiva, pasando a designar una doctrina técnica con cierto alcance general, pero de poca precisión y escasa nitidez en cuanto al detalle. Hasta llegar a la estigmatización de la palabra teoría por Mefistófeles, a la que, por cierto, un burlón le ha puesto por parangón, nada mal, la verde mesa de la dorada práctica.

Intentar aquí sanear el uso del lenguaje, sería perder el tiempo. Lo que nosotros nos proponemos es, simplemente, encontrar las bases objetivas necesarias para exponer, en el plano de los principios, la verdadera misión del juez.

Es frecuente escuchar una proposición negativa, que encierra una admonición: la función del juez no debe ejercerse en un sentido formalista. ¿Qué se quiere decir, con esto? El sentido de esta admonición se encamina a evitar que el juez se entregue al fin limitado de las normas plasmadas técnicamente. Con ello, los artículos de la ley se convertirían en fines de sí mismos, en vez de conservar su función necesaria de medios para un fin. No se debe perder de vista nunca el fin último de toda actuación judicial, que son los pensamientos del Derecho y la Justicia.

Estos pensamientos son los que, en el lenguaje establecido desde los tiempos del gran pensador griego, se llaman las formas puras de la vida del espíritu. Son los métodos fijos y permanentes de ordenación del mundo de nuestros pensamientos. Los métodos de ordenación tienen que permanecer absolutamente idénticos a sí mismos; de otro modo no cabría, como es lógíco, ninguna clase de ordenación. Sólo con ayuda de esos métodos es posible una ciencia en sentido socrático, es decir, una conciencia ordenada unitariamente.

Así, pues, la aplicación última de las formas puras es, precisamente, lo contrario de lo que se acostumbra a llamar formalismo. Se remonta a la totalidad de cuantos acaecimientos son posibles y nos suministra un método de ordenación absolutamente válido para aquellos.

Pues bien; la doctrina de este método de validez universal es la única que en rigor, como ya hemos apuntado, debiera llamarse teoría. Sólo su desarrollo y exposición permiten dar un firme punto de apoyo a los pensamientos y nos ofrecen una seguridad para tratar por igual las cuestiones concretas. Esto se ve claramente en el tema sometido a nuestra consideración: el de la misión del juez, su función de velar por el Derecho y la Justicia.

Lo primero se manifiesta, sobre todo, en los Tribunales, cuando se trata de evitar todo acto de arbitrariedad; y se manifiesta también en el deslinde de otras posibilidades: la moral y la honestidad de carácter, así como del decoro y los usos sociales exteriores. La primera tarea que plantea la actuación del juez consiste, por tanto, en describir el campo en que ha de actuar y el modo cómo debe dominarlo.

La segunda consideración se traduce en la noción ideal de que todas las aspiraciones, todas las exigencias y negaciones que caen dentro del concepto del Derecho deben guardar una armonía completa entre sí. Esto no es más que una idea. En la realidad que percibimos a través de nuestros sentidos y en su existencia linlitada, no acontece así. Y sin embargo, ese pensamiento absoluto de la justicia objetiva, que no se fija solamente en el Derecho positivo, con su limitación, es una estrella polar necesaria para todo el que tenga algo que ver con el Derecho y quiera cumplir su cometido de un modo consciente. En esta dirección seguiremos desarrollando, por tanto, el problema, con objeto de descubrir más en detalle y esclarecer el fin ideal del Derecho, para luego ver cómo este fin ideal puede entrar prácticamente en acción, dentro del mundo condicionado de los negocios y los afanes. Con ello, coronaremos el problema y redondearemos lo más posible la misión del juez.

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