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III

Gobernaba la Nueva España, en aquel agitado año de 1808, el virrey Don José de Iturrigaray, a quien le tocó enfrentar el mitote que se armó ante los sucesos desarrollados en España. En sí, ese asunto no tenía vuelta de hoja, puesto que la ausencia de soberano en España otorgaba, a la población y autoridades de la Nueva España, las condiciones ideales para que enfrentaran su futuro por ellas mismas. Por supuesto que tal empresa no era para nada sencilla, sobre todo si nos atenemos al estado mental de aquellos pobladores e igualmente a la estructura social y política en la cual vivían.

La población de la Nueva España hallábase comprendida en cuatro estratos excesivamente divididos entre sí, y con funciones, cada uno de ellos, perfectamente definidas y delimitadas. Existían los denominados peninsulares, también llamados de manera despectiva como gachupines, palabra esta cuyo significado era hombre que tiene calzado con puntas o que pica. Comprendía este estrato social a los nacidos en España residentes en la Nueva España. El número de peninsulares no era excesivo, puesto que no rebasaba ochenta mil, distribuidos a lo ancho y largo del territorio novohispano. Contaba este estrato con multitud de privilegios en cuanto a la exclusividad para poder dedicarse a un sin fin de actividades negadas a los demás estratos que conformaban la población de aquél rico y extenso territorio.

Por debajo de los peninsulares, encontrábanse los criollos, esto es, la población descendiente de españoles nacida en la Nueva España. Esta estrato social, no obstante el contar con algunos privilegios para su propio desenvolvimiento, lejos estaba de tener las oportunidades otorgadas a los peninsulares, por lo que con el paso del tiempo fue acrecentándose, a su interior, un sentimiento de franca hostilidad entre peninsulares y criollos, al ser considerados estos últimos, como españoles de segunda.

Separados por un abismo del estrato social de los criollos, encontrábanse los mestizos, o sea, la población surgida de la unión entre peninsulares o criollos con los originarios pobladores del territorio, erróneamente llamados indios; o bien, de peninsulares o criollos con la población negra traída por los españoles a la Nueva España en calidad de esclavos. Este estrato social no contaba con privilegio de ninguna especie, y sus posibilidades de desarrollo eran mínimas.

Por debajo del estrato social de los mestizos, se ubicaban las llamadas castas, que incluían tanto a los pobladores originarios del territorio de la Nueva España, mal llamados indios, así como a los descendientes de su unión con la población negra esclava. De más está el decir que toda aquella multitudinaria y mayoritaria población no era tomada ni en cuenta por los estratos dominantes compuestos por peninsulares y criollos, siendo contados los casos en que algún sacerdote o laico se interesase por su desarrollo.

Y junto a estos cuatro sectores sociales laicos, alzábase como un gigante el vetusto estamento clerical católico poseedor de innumerables privilegios y fortunas. Tal era su poder, que para inicios del siglo XIX, era poseedor de la mitad de la riqueza general de la Nueva España. Constituyendo un inmenso poder tanto en lo político como en lo económico, el clero católico contaba con su propio fuero, sus tribunales y su sistema de recaudación. Así, bajo el amparo del poder de sus hábitos, los clérigos habían aprovechado a la perfección los milenarios sentimientos religiosos de los pobladores autóctonos de esos territorios, conocidos genéricamente con el nombre de indios, y habíanles hecho creer un monstruoso mito según el cual una virgen, que adorada era en España, se le había aparecido a un indio como ellos en un cerro. La susodicha virgen no era otra que la llamada Virgen de Guadalupe. Por supuesto que el vocablo Guadalupe, de origen netamente árabe, resultaba imposible que pudiese haber sido considerado propio de alguna de las lenguas autóctonas, e incluso para quienes el nahuatl hablaban, trabajo ha de haberles costado su pronunciación. La palabra Guadalupe, que como ya lo hemos señalado es de origen árabe, no significa otra cosa que río de los lobos, por lo que la virgen de referencia, castellanizando su significado, no sería sino la virgen del río de los lobos. Sin embargo, los clérigos católicos se las arreglaron para inventar el cuento de la supuesta aparición en el cerro del Tepeyac, curiosamente lugar éste en el que existía un adoratorio a la diosa azteca Tonatzin, muy probablemente con la intención de suplantar el fervor tenido por los habitantes autóctonos hacia la diosa Tonatzin, por similar fervor para con la católica virgen del río de los lobos. Aprovechando muy bien las condiciones de atraso e ignorancia prevalecientes entre los pobladores, militar y cruelmente sometidos por las huestes de los llamados conquistadores, aquellos palurdos clérigos lograron hacer que el mito por ellos inventado encontrase un eco formidable que hasta nuestros días ha llegado como demostración palpable de la miserable y sumamente condenable actitud del clero en tiempos de la colonia.

Si supuestamente la labor del estamento clerical católico no era en la Nueva España otra que la de evangelizar y extender los reinos de su dios, aquellos clérigos, contando, claro está, con las consabidas excepciones, todo hicieron menos eso. Falso es suponer siquiera que aquellos animales cobijados tras los hábitos de alguna de las muchas órdenes que se establecieron en la Nueva España, hayan realmente evangelizado de acuerdo a su religión. Se concretaron tan sólo a elaborar un indigesto menjurje, un sincretismo de mal gusto, a través del cual, tomando las creencias de los pobladores autóctonos llamados indios, las revolvieron con su muy mal digerido catolicismo, surgiendo de ello no una religión, sino un amasijo sin pies ni cabeza. Ese supuesto catolicismo elaborado a base de mentiras y revolviendo costumbres y creencias autóctonas con el catolicismo español, el cual en su momento también emergió de un verdadero torbellino laberíntico de revolturas de ritos y prácticas celtas, godas y visigodas, terminó concretizándose en una mayúscula bobada negadora por sí misma de la menor seriedad y contraria, por supuesto, a cualquier concepción religiosa emergida de una meditada reflexión de las bases del catolicismo.

Hubo, y ya lo hemos señalado, excepciones a esta bestialidad, pero éstas fueron tan pocas que prácticamente se perdían ante ese marasmo de idiotez generalizada; sin embargo, justo es el señalarlo, para que aquellos que realmente profesen la religión católica, sepan, por lo menos, que no todos los clérigos durante la colonia eran tan imbéciles y descarados como los forjadores de mitos.

Entre aquél clero católico existían evidentes diferencias, ya que por lo general los altos cargos eran ocupados por peninsulares, esto es, por curas españoles, quedando los criollos como partícipes de lo que se conocía como bajo clero, el cual oficiaba en pueblos y caseríos de poca monta.

Un dato interesante a tomar en cuenta, se centraba en el enorme número de personas que se dedicaron a ejercer el sacerdocio. Cuentan los que de esto saben, que llegó a ser tan pronunciado el número de curas en la Nueva España, que no fueron pocos los ruegos hechos por diferentes e importantes personalidades a su majestad en España para que ya no permitiese que más curas viajaran de la Metrópoli a la provincia novohispana, e igualmente que interviniese para evitar que más curas fuesen en la Nueva España consagrados.

En lo referente a la estructura política predominante, resulta necesario el que realicemos un rápido repaso histórico.

Incluidos entre los territorios denominados como las Indias orientales y occidentales, islas y tierra firme del mar de Oceana, encontrábase una gran parte del continente americano, al cual pretendió el soberano Carlos V dar gobierno y orden mediante la creación, en el año de 1524, del Consejo de Indias, órgano éste que ejercía funciones legislativas, judiciales y de administración. Las leyes y disposiciones de él emanadas se llamaban cédulas, y su observancia era tenida por forzosa. Únicamente el Rey podía ignorar su existencia en algún asunto o negocio, contando su voz con primacía y no viéndose obligada a ser analizada por aquél Consejo, mediante la expedición de las llamadas reales órdenes.

Dieciocho años más tarde, su majestad Carlos V crea la institución del virreinato en el continente americano, siendo el de Perú y el de México los dos primeros que se formaron. El cargo mayor de tal institución recaía en la persona del virrey, quien en un inicio contaba, tanto con un poder cuasi absoluto, como con una atemporalidad en su ejercicio. Con el paso del tiempo, limitose tan cuasi absoluto poder, a la vez que se especificaba la duración en aquél cargo, siendo, en un principio establecida en tres años, con un posible alargamiento por tres años más y, terminando, en el periodo fijado de cinco años.

El virrey, obvia el señalarlo, era nombrado e instalado en sus funciones por el monarca español, contando con un cierto margen de autonomía en su administración cuando asuntos graves o problemas de inmediata resolución así lo exigieran.

En la Nueva España, ejercía el virrey un completo mando en el territorio, salvo en lo relativo a las provincias del norte y a Yucatán, provincias que contaban, en el ramo de la guerra, con un amplio margen de autonomía, debida ésta a la particular situación que constantemente enfrentaban. En el norte, incesantes y cruentas luchas con las naciones autóctonas dueñas de aquellos territorios y, en Yucatán, con el inminente peligro de ser atacados marítimamente por fuerzas de alguna de las naciones europeas enemigas del reino español, particularmente por fuerzas inglesas, o bien por el incesante acoso de los piratas.

Para el año de 1808, las instituciones que colaboraban en México, capital de la Nueva España, con el virrey, eran el Ayuntamiento, el Real Acuerdo y el Consulado.

El primero, compuesto por quince regidores perpetuos y hereditarios, que cada año nombraban dos alcaldes llamados honorarios, y cada dos, seis regidores, llamados escogidos, incluyéndose al síndico. Tenía como función el velar por el correcto desarrollo de la ciudad. Una particularidad, de gran importancia para los acontecimientos suscitados en 1808, estribó en que ese organismo, el Ayuntamiento, estaba mayoritariamente compuesto por elementos provenientes del estrato de los criollos.

La segunda institución, el Real Acuerdo, no venía siendo más que un cuerpo consultivo de oidores, del que el virrey podía o no hacer caso, ya que no existía obligación de su parte para tomar en cuenta las propuestas que pudiera hacerle. Era esta institución del Real Acuerdo dominada por completo por los peninsulares, quienes en ella habían asentado sus reales.

La tercera de esas instituciones, el Consulado, constituía una corporación netamente mercantil que agrupaba a los peninsulares dedicados al comercio en sus diversas vertientes. Creada a raíz de la orden real que permitía tan sólo a los súbditos de Castilla el poder internarse en los territorios llamados de Indias, se dividió, desde su inicio, en dos bandos nominados de los Montañeses y Vizcainos, por ser de tales provincias de Castilla de donde más individuos emigraron rumbo a la Nueva España, y era entre tales bandos que se disputaban los cargos de Prior y Cónsules, propios de tal instituto. Como organismo mercantil, su función no era otra que la de proteger y extender los intereses de sus agremiados, realizando las gestiones y obras que para tal efecto se consideraban necesarias, lo que no les eximía de sus obligaciones para con el reino de España así como de su natural tendencia a que el orden real privase en los territorios de su residencia.

Tales eran, pues, los tres institutos que importante papel jugaron en lo ocurrido durante aquél año de 1808 en la ciudad de México, capital de la Nueva España.

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