Índice de El nacimiento de un Estado de Chantal López y Omar CortésAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

IV

Cuando el entonces virrey, señor Don José de Iturrigaray, iba a cuenta gotas recibiendo las noticias de lo que acaecía en la Metrópoli, quizá en su mente estructurábase ya una respuesta a tan compleja e inédita situación. Dicen, los que de ello saben, que dos defectos eran manifiestos en Don José, uno, su desmedida ambición por atesorar en corto tiempo cuantiosa fortuna y, dos, su proclividad al juego, concretamente a las peleas de gallos. Su esposa, la virreina, señora Doña Inés de Jauregui, señalada era por ser de conducta poco recatada. Mas no obstante que el señor Iturrigaray, sorprendido fue en más de una ocasión en turbios negocios que evidenciaban su máxima de atácate Matatías que de esto no hay todos los días, su alto rango poníale a cubierto de cualquier jugada que en su contra osasen, intentar siquiera, sus políticas enemistades.

Transcurría el tiempo, y el señor virrey, haciendo como que trabajaba, veía agotársele su hora en tan distinguido cargo. Todo transcurría sin pena ni gloria, la tranquilidad en la Nueva España manifestaba la calma en el espíritu de sus pobladores, pero en junio de ese año de 1808 la situación cambió. Los barcos que a Veracruz llegaban procedentes de la península ibérica, vomitaban una a una las noticias, ya nada frescas por cierto, de lo que en España iba ocurriendo. La alarma comenzó a cundir, la calma trocose en el inicio de un pandemónium, los comentarios se esparcían con rapidez, despertando la respuesta de tan sólo dos estratos de la población residente en la Nueva España: la de los peninsulares y la de los criollos. Tan sólo de ellos emanaron dos encontradas respuestas, dos antagónicas salidas a la tan terrible situación que la carencia de monarca extendía en los territorios de Indias. La postura del virrey sería crucial para determinar lo que después ocurriría.

Enterados, peninsulares y criollos, de la abdicación de Fernando VII, pusiéronse ambos a maquinar sus respectivos planes y respuestas a tan delicada situación.

En diferentes puntos de la Nueva España realizáronse manifestaciones de repudio a la invasión francesa, así como de inusitado apoyo a la figura de Fernando VII. Fueron la inmensa mayoría de aquellas protestas actos organizados mediante el sutil acarreamiento de la población mediante la dádiva de dinero repartida entre quienes acudían y cedida, ya por las autoridades o bien por algún acaudalado.

En tan histéricas como incomprensibles manifestaciones, alcanzó la efigie del soberano abdicante una importancia tal que terminó convirtiéndose en un auténtico símbolo tras el cual todos se cobijaban.

En realidad no había durante esa época, en toda Nueva España, peninsular o criollo de mediana inteligencia que pensase o supusiese que el soberano abdicante abrigase, a corto plazo, la posibilidad de volver a restaurar su reino de la noche a la mañana. Tanto peninsulares como criollos enterados estaban del poder que representaban los ejércitos napoleónicos, y no eran tan ingenuos como para suponer que esa fortaleza iba a ser desbaratada de buenas a primeras por un abdicante Rey que de todo había dado muestras, menos de valor.

Así, aunque todos se rasgaban las vestiduras jurando obediencia eterna al mentado Fernando VII, aunque todos decían estar dispuestos a ofrecer su vida y hacienda en defensa del depuesto soberano, no eran aquellas reverencias y ofrecimientos producto de la sinceridad, sino más bien hipócritas desplantes para aparentar lo que no se sentía. Bien podía caerle a Fernando VII un rayo o aplastarlo un árbol, para el caso lo mismo daba, puesto que a ningún peninsular o criollo de la Nueva España, le interesaba la suerte que pudiese correr aquél depuesto reyezuelo.

Enterado el virrey Don José de Iturrigaray de la abdicación real, turnó aquella información al Real Acuerdo, el cual, convocando a inmediata reunión, púsose a analizar la situación. Sus primeras conclusiones no fueron otras que declarar ilegal y nula la abdicación de Fernando VII, por lo cual las cosas, en la Nueva España, deberían de continuar como hasta entonces, quedando las autoridades constituidas con su obligación de mantener el orden real para que cuando se restableciera la situación en la Metrópoli, su majestad Fernando VII indicase lo que fuera menester. Concluyose, igualmente, en que por ningún motivo o causa, las autoridades de la Nueva España reconocieran a otro monarca que no fuera Fernando VII, ni aceptaran virrey o autoridad cualquiera que no fuese por éste designada. Hubo también la imprudencia, en esas conclusiones a que el Real Acuerdo llegó, de solicitar al señor virrey Don José de Iturrigaray la derogación o cancelación de lo estipulado en la Real Cédula del 26 de diciembre de 1804, pasando así por alto la máxima que otorgaba tan sólo al Rey tal facultad, y contradiciendo con ello todas sus anteriores conclusiones.

Con tales sugerencias de tan poca y por completo contradictoria monta, que nada arreglaban, los integrantes del Real Acuerdo muestras claras daban de su pusilanimidad. En efecto, la contradicción que a leguas evidenciaba la miopía de aquellos oidores, surgía cuando, pidiendo por un lado juramento de incondicional fidelidad al abdicante monarca hispano, por otra parte suplicaban al virrey que asumiese potestades de las cuales estaba por orden real vedado. Definitivamente aquél Real Acuerdo no estuvo a la altura de las circunstancias y, salvo una que otra excepción, los oidores que le formaban, muestras claras dieron de sus pocas luces y de lo corto de su entendimiento.

Tocole después su turno al Ayuntamiento, de exponer su propuesta ante la crítica situación. Repitiendo lo ya señalado por el Real Acuerdo sobre la necesidad de mantener fidelidad a Fernando VII, considerando nula e inexistente su abdicación, al igual que la negativa rotunda de aceptar un Rey impuesto por Napoleón, así como el rechazo de cualquier orden o autoridad que los usurpadores intentaran trasladar a la Nueva España. En todo esto, el Ayuntamiento concordaba con el Real Acuerdo; en donde se manifestó la divergencia fue en lo relativo al original planteamiento al considerar que ante la ausencia del soberano, la soberanía pasaba ipso facto a todo el reino y a las clases que lo formaban, poniendo especial énfasis en las autoridades superiores, para de inmediato proponer que la ciudad de México, capital que era de la Nueva España, fuese considerada como la provisional Metrópoli, momentáneamente depositaria de los derechos de la familia real, suplicando al virrey se hiciese provisionalmente cargo del gobierno del reino.

No contaba, tan atrevida propuesta, con antecedente de ninguna especie, de ahí su originalidad y osadía. Por supuesto que los oidores integrantes del Real Acuerdo, repelaron de ella, puesto que no comprendían de dónde sacaba bases, el Ayuntamiento, para hacer una propuesta en nombre de todo el reino.

No sin razón, aquellos oidores clamaban a los cuatro vientos sobre la inconveniencia de acceder a la propuesta del Ayuntamiento, tachándola de insidiosa y perversamente escisionista, ya que de ser aceptada, se daría un pésimo ejemplo dejando un aún más nefasto antecedente que muy probablemente pudiese ser en el futuro usado por otras provincias, puesto que cada parte del reino podía tomar igual camino, produciéndose así su inevitable desmembramiento en una pluralidad de reinos o Repúblicas surgidas, precisamente, de la tan descabellada propuesta que el Ayuntamiento hacía al virrey.

El virrey, quien a fin de cuentas era el que debía, de una u otra forma solucionar aquél problema, optó por ganar tiempo inclinándose, desde luego, a la alternativa ofrecida por el Ayuntamiento; sin embargo, su actuación fue medida, puesto que conocedor de lo que estaba en juego, temía que alguna imprudencia frustrase la puesta en práctica de lo manifestado por el Ayuntamiento.

Desde esos cruciales momentos, comienzan a sobresalir los nombres de los licenciados Azcárate y Primo Verdad, así como el del sacerdote Fray Melchor de Talamantes, como los principales abanderados de las propuestas del Ayuntamiento; de igual manera, como portavoces de la postura del Real Acuerdo, se notaban ya los nombres de los oidores Aguirre y Bataller. Ante tan crítica situación, delineábase ya la formación de dos bandos, dos partidos, dos irreconciliables posturas. Por un lado, apoyando al Real Acuerdo, hallábanse los peninsulares y, por el otro, agrupados en torno al Ayuntamiento, estaban los criollos. No existió en aquél entonces una figura, con la suficiente habilidad política, para que, salvando las diferencias entre tales partidos, crease condiciones propicias para, uniendo criterios, buscar la salida política idónea. No existió tal figura puesto que el virrey Iturrigaray tomó, desde el inicio, partido por el Ayuntamiento, enfrentándose, decididamente, al Real Acuerdo.

Cuando el virrey convoca a la celebración de una Junta de las autoridades de la ciudad de México, genera con ello el inicio de las intrigas ante las cuales sucumbiría meses después. En efecto, a tal Junta asiste, bajo protesta, el Real Acuerdo, y son tales los roces que en la misma se generan entre oidores y el virrey, que cualquier persona podía darse cuenta que ese asunto se encontraba empantanado entre posturas antagónicas, y que si bien la suprema autoridad del virrey decidía las controversias, erróneo era el que no se buscasen mecanismos políticos más adecuados para sacar adelante aquella situación.

Saliose el virrey con la suya al concluir la Junta con los acuerdos que a aquella autoridad interesaban, de entre los cuales se destacaba su nombramiento como suprema autoridad del reino, y ello no obstante que la misma fuese considerada provisional. Aquél día, 9 de agosto de 1808, el virrey Don José de Iturrigaray, erróneamente supuso que había ganado la partida, cuando en la realidad lo único que había hecho era exasperar aún más los ánimos, otorgándoles preciosas armas a sus oponentes. En el Ayuntamiento, las opiniones comenzaban a dividirse, viendo algunos como muy apresuradas las medidas tomadas por el virrey, y otros, queriendo apresurar aquél proceso, presionábanle para que de manera rápida diese el decisivo paso de convocar a una Junta General. De más está el señalar que fue esta última postura la que prevaleció y dominó al Ayuntamiento, mas no obstante ello, siendo sus fines tan radicales, produjo un resquebrajamiento en donde antaño reinaba la unidad, No fue lo mismo el Ayuntamiento después de la Junta del 9 de agosto.

El partido de los peninsulares no estaba dispuesto a permitir que Don José se saliera con la suya convocando aquella Junta General, por lo que a través de su organismo, el Consulado, púsose a maquinar la manera de cortar de tajo las pretensiones del virrey.

No le costó mucho trabajo trabar unidad en sus filas, puesto que la existencia del Consulado permitíale conspirar libremente.

Buscando, los integrantes del partido peninsular, a la persona idónea para que poniéndose a su frente alcanzase el supremo objetivo de acabar aquél proceso que directamente a sus intereses afectaba, encontráronla en el señor Don Gabriel de Yermo, a quien comunicaron sus deseos de que se pusiese al frente de su partido, y éste, aceptando la invitación, ideó un temerario plan mediante el cual, asaltando el palacio del virrey, aprendiéronle, y destituyéndolo de su cargo, impusieron como nuevo virrey al señor Don Pedro Garibay. Fue durante la noche del 15 de septiembre de 1808 y la madrugada del 16, cuando los conjurados del partido peninsular lograron coronar con éxito sus planes de interrumpir por completo aquél proceso, que de haber seguido, indudablemente hubiese conducido a la independencia sin el altísimo costo que en vidas pagó México para lograrla.

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