Índice de Evolución de la sociología criminalistica y otros ensayos de Pedro GoriEnsayo anteriorEnsayo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Vuestro orden y nuestro desorden (1)

Después del largo y rudo viaje de siembra de ideas, a través de todo el Continente de esta virgen América del Norte, recorrida entre la benévola y siempre magnífica atención de los hombres de buena voluntad, en los cuales, más que con la modesta palabra, con los ojos he comprobado la amarga realidad de la palidez extrema de nuestro mundo, víctima de tantos males y azotado por tantas iniquidades, cuando aún podría ser el paraíso terrenal de la leyenda, ya que el sol continúa siempre madurando en abundancia, con su benéfico calor, espigas y vides; ahora que llegué, después de tantas etapas a lo largo del camino, de horas para mí dulces y de palabras dichas en servicio del ideal, de Nueva York, asentada en la orilla del inmenso Atlántico y desde donde la estatua de la Libertad promete con su simbólica luz la emancipación integral al mundo, a esta San Francisco vuestra, sobre la orilla del Pacífico, este otro extenso Océano, que de Pacífico sólo tiene el nombre, dejad que después de haber vuelto a ver con los ojos y con la palabra todas las miserias de la vida presente, lleve hoy la mirada hasta la visión, por lejana que esté del oasis del reposo, al oasis que la humanidad busca en este su fatigoso y secular víaje entre luchas y dolores, guiada por la esperanza.

Dejad que aquí, donde la maldita fiebre del oro aviva el incendio del desierto social, salvajemente civilizado, afirme la posibilidad científica demostrada de una armonía en la vida colectiva de las fuerzas con las necesidades; la armonía que todos invocan sin darse cuenta de que únicamente puede realizarse con el triunfo de nuestra idea tan vituperada, perseguida y no comprendida: la idea anarquista.

Y nuestra ciencia no es aquella que de las cátedras oficiales lanza algún doctorado en el arte de sostener ideas e instituciones demolidas o vacirantes, ciencia formada con débiles providencias y con eruditas meditaciones. Nosotros procuramos arrojar en los surcos toscos o alegres de la existencia colectiva -tal cual es hoy, tal cual se pr'esume será mañana- tantas mieses de realidad gris y de esplendorosas verdades, como hallará la hoz que quiere prepararnos el pan del venidero verano fructuoso y fraterno. Ciencia -en el sentido positivo y moderno de esta palabra- es la nuestra de la que estamos seguros; que tiene su fuerza en la sinceridad y fijos los profundos ojos en la justicia; ciencia que se hace arte, aunque no ese arte afortunadamente desaparecido con los dioses, sino aquella actividad viril del pensamiento que busca la belleza, que suscita en nuestras almas los tumultos sagrados en pro de la verdad y de la libertad.

Frágil y escarnecido es nuestro manípulo, ¿pero qué importa?; precisamente por esto levantamos con mayor entusiasmo contra las humanas iniquidades nuestros oriflamas de batalla, rojos como la aurora inevitable de la victoria y negros como el dolor social desmesurado que en torno nuestro vemos como rompe los cuerpos y las almas. Nosotros vemos ondear en las horas de melancolía estas banderas al viento, todas despregadas, y no nos importa que otros hagan como si no las vieran. Pocos ojos abiertos y penetrantes saben verlas, porque son mejor que girones de tela colorada las mismas verdades sociales detrás de las cuales estas pocas almas solitarias, pocas comparadas con el inmenso zumbido de la humana colmena, se han situado esperanzadas. Sin embargo, el vivac de los voluntarios de la libertad perdido en la landa, brilla al par de una etapa que nos parece buena y valerosa, mucho, mucho más allá del anatema y de la gloria ... El oriflama de nuestro pensamiento ondea en la hora vil y nos da valor en ra soledad, llena de espinas lacerantes y de crueldades amenazadoras que a veces nos rodea.

Y es que oímos cómo surgen de la noche profunda los suspiros de todos aquellos que sufrieron, que lucharon, y que no habrán esperado en vano si la vida, que es la nueva verdad de la ciencia y del arte, triunfa de la muerte y la luz de las tinieblas.

Para que la vida triunfe de la muerte, para que el trabajo triunfe del ocio, han levantado los anarquistas el grito de emancipación de todas las tiranias del cuerpo y del espíritu.

La doble afirmación antirreligiosa y antiautoritaria refulge mayormente como verdad demostrada por los hechos, y como necesidad hija de las necesidades de los nuevos tiempos. De hecho contra la libertad del pensamiento y contra la libertad de la acción, se han dado la mano los sacerdotes de la violencia y los violentos contra la razón.

Los hombres que viven del tremendo juego de la espada y del fusil, y que del matar, del matar en bloque, del destrozar a metrallazos las vidas juveniles y sanas, han hecho un arte sapiente -y los hombres que viven sobre las hipotecas de una vida futura, espantosamente eterna, de alucinar en las almas sedientas de felicidad terrena la visión exacta de la realidad-, unos y otros se han encontrado en los dinteles del viejo edificio social, lleno de grietas y retoques, y corren a repararlo.

-La salud está en la fe -salmodian los unos.

-En las armas está la gloria -truenan los otros.

Y el salmo de la renunciación, el cántico fúnebre de la maceración, la blasfemia a la vida -con la santificación de la muerte- surge de los templos con el estertor desesperado de las cosas que no quieren morir.

La guerra truena aún con sueños de exterminio coronado de laureles; responde con otra guerra a los cuerpos y a las almas: la guerra moderna de la que todos, hasta los mismos héroes, tienen miedo; guerra sorda y exterminadora aún en tiempos de paz.

Ahora bien: el sacerdote y el soldado, el que miente y el que mata, por boca de sus periodistas, a tanto la línea, acusan a los socialistas y a los anarquistas, a estos últimos especialmente, de ser factores del desorden.

Todos vosotros habréis sentido y leído mil veces esta calumnia, a menudo inconsciente, pero a menudo también concienzudamente lanzada, con la cual el ideal anarquista es agredido por sus enemigos y de cuantos temen por sus propios privilegios su acción igualadora, o de aquellos que son tan pequeños de corazón y de cerebro que no saben interpretar su íntimo sentído, tan simple, no obstante, que lo mismo puede comprenderlo el hombre de ciencia que el analfabeto, a condición de que en el primero la ciencia sea ávida de conocer y en el segundo la ignorancia sea como vestido de que anhela uno despojarse, y que en ambos el deseo de la verdad vaya acompañado de la sed insaciable de justicia, de amor, de bienestar, de paz y de libertad para todos.

Esta calumnia que los diccionarios han sancionado, sostiene que la Anarquía significa desorden. Desde los más remotos tiempos de la civilización helénica en que las libres ciudades de la Grecia fueron despojadas de sus derechos y los tiranos pusieron su pesada pranta sobre Esparta y Atenas, la palabra Anarquia fue empleada en sentido de escarnio y de vituperio, para indicar los momentos de interregno, entre la muerte de un déspota y el nombramiento y subida al trono de su sucesor, momentos que el hábito de la esclavitud hacía parecer confusión, como si tiranía fuese sinónimo de orden, como si el orden mantenido con el látigo fuese preferibre al desorden natural que en los primeros momentos suele seguir a la caída de una tiranía.

Factores de desorden se llama a cuantos hacen profesión de fe revolucionaria. Pero decidme, por favor, ¿es orden esto que no se mantendría sIquIera un día si no estuvIese sostenido por la violencIa; esto que los gobiernos defienden con tanta profusión de medios policíacos y belicosos? ¿Es acaso orden la sociedad en que vivimos, en la cual el bienestar, mejor la orgía de la existencia, se permite únicamente a pocos privilegiados que no trabajan y que, por consiguiente, nada producen, mientras la multitud de los trabajadores, condenados a la fatiga y a penas, poco o nada pueden gozar de tantas riquezas por ellos solamente creadas? Si esto es orden, ¿por qué, pues, la fuerza de las armas, de las esposas, en una palabra, de la prepotencia gubernativa para mantenerlo?

¿El orden admirable de la Naturaleza tIene acaso necesidad de otras leyes, fuera de las rígidas e inviolables de que depende toda la existencia de las cosas, el desarrollo de los hechos y de los fenómenos? No; porque este es el verdadero orden, y sus leyes son en todas partes obedecidas sin necesidad de guardias civiles, porque si alguno las desobedece, en su desobediencia halla el merecido castigo. Probad a rebelaros contra la ley de la gravedad y obrad como si no existiese; arrojaos en el vacio sin sostén ninguno, y la caída será inevitable. Precisamente por esto nadie piensa, fuera de los locos, en obrar en oposición con las leyes de la Naturaleza, las únicas que verdaderamente son tales y no las otras; claro está que se quiere sean gabeladas y no son otra cosa que la moral artificial de las supersticiones rengiosas.

¿Qué gobernante, por ejemplo, fuera o por encima de las evoluciones fatales de la fuerza y de la materia, osaría o podría mandar policías o dejar sentir autoridad extraña para regular la marcha de los mundos por el espacio o la irrevocable sucesión de las estaciones?

Lo real es, al contrario, que hoy los gobiernos existen con el pretexto de garantizar el orden, porque éste no es el verdadero orden. Si verdaderamente fuese orden, repito, no tendría ninguna necesidad de armas y de esposas, ni de la violencia autoritaria del hombre sobre el hombre para mantenerse. Al contrario de lo que hoy cree la mayoría, el orden defendido contra nosotros, iconoclastas impenitentes, con tanta profusión de leyes restrictivas de la libertad y tanta policía, es precisamente el caos legalizado, la confusión reglamentada, la iniquidad codificada, el desorden económico, político, intelectual y moral, erigido en sistema.

Se dice que las leyes y los gobernantes que las ejecutan son para mantener el orden en interés de los débiles contra los fuertes. ¿Pero hay alguien que aún crea esto en serio? ¿Quién no ve que en todas partes sucede todo lo contrario? ¿Decidme, por ejemplo, en qué huelga, en qué conflicto entre capital y trabajo, las fuerzas del gobierno han defendido seriamente a los obreros, que son los más débiles, contra sus patronos, que son los más fuertes? No tan sólo no lo han hecho nunca, sino que al decir de los mismos gobernantes, éstos permanecen neutrales, para vigilar que ni unos ni otros salgan violentamente de los limites de la contienda pacifica y civilizada; como si fuese buena y honrada neutralidad asistir a la lucha de un niño débil y desarmado, con un hombre robusto, e impedir que otros acudan en auxilio del primero o que el niño empliee otras armas que no sean sus pobres músculos infantiles. Y esto, en la hipótesis más favorabre y que menos corresponde a la verdad, ya que, a pesar de su tan cacareada neutralidad en las luchas entre capital y trabajo, siempre intervienen los gobernantes fraudulentamente o abiertamente en auxilio del primero contra el segundo, del fuerte contra el débil.

Y no puede ser de otro modo, porque el gobierno actualmente no es más que un instrumento de defensa del privilegio capitalístico, como en la Edad Media lo era del privilegio feudal, como en todos ros demás tiempos y en todas las civilizaciones que se han sucedido en el mundo, lo fue siempre de los ricos en daño de los pobres. Y siempre con el pretexto de mantener el orden.

Precisamente porque la cuestión económica es la base de la vida individual y social, los gobernantes, hasta los elegidos aparentemente por el pueblo, en realidad obran en interés de los patronos, cosa que vosotros mismos podéis comprobar en esta llamada libre América, en la que muy a menudo la prepotencia y la violencia gubernativa más feroz, pesa en la baranza de la contienda entre el capital y el trabajo, a favor del primero, como la espada de Benno, y lanza arrogantemente a los proletarios que osan protestar la inicua y burlona palabra: ¡Ay de los vencidos!

El Estado, el poder ejecutivo, el judicial, el administrativo y todas las ruedas grandes o chicas de este mastodóntico mecanismo autoritario que los espíritus débiles creen indispensable, no hacen más que comprimir, sofocar, aplastar cualquiera libre iniciativa, toda espontánea agrupación de fuerzas y de voluntad, impidiendo, en suma, el orden natural que resultaria del libre juego de ras energías sociales, para mantener el orden artificial -desorden en substancia- de la jerarquía autoritaria sujeta a su continua vigilancia. Magistralmente definió Juan Bovio el Estado: ... opresión dentro y guerra fuera. Con el pretexto de ser el órgano de la seguridad pública, es, por necesidad, expoliador y violento; y con el de custodiar la paz entre los ciudadanos y las partes, provoca guerras vecinas y lejanas. Llama bondad a la obediencia, orden al silencio, expansión a la destrucción, civilización al disimulo. Como la Iglesia, es hijo de la común ignorancia y de la debilidad de la mayoria. A los hombres adultos se manifiesta tal cual es: el mayor enemigo del hombre desde que nace hasta que muere. Cualquier daño que pueda derivar a los hombres de la Anarquía, será siempre menor que el peso que el Estado ejerce sobre ellos.

Hacen creer los gobernantes, y el prejuicio es antiguo, que el gobierno es instrumento de civilización y de progreso para un pueblo. Pero sl bien se observa, se verá que, al contrario, todo el movimiento progresivo de la humanidad es debido al esfuerzo de individualidades, a la iniciativa anónima de las multitudes y a la acción directa del pueblo. El mundo ha marchado siempre hasta el presente, no con ayuda de los gobiernos, sino a pesar de éstos, y en éstos hallando siempre el continuo obstáculo directo e indirecto a su fatal andar. ¡Qué de veces los más gloriosos innovadores en ciencias, en arte, en política no hallaron su camino barrado, mucho más que por los prejuicios y por la ignorancia de las multitudes, por los andadores y por las persecuciones gubernativas!

Cuando el poder legisrativo y el gobierno aceptan y satisfacen en forma de ley o de decreto alguna nueva petición salida de la conciencia pública, es después de innumerables recIamaciones, de agitaciones extraordinarias, de sacrificios mil del pueblo. Y cuando los gobernantes se han decidido a decir sí, a reconocer a sus súbditos un derecho, y, mutilado y desconocido lo promulgan en los códigos, casi siempre aquel derecho se ha hecho anticuado, la idea es ya vieja, la necesidad pública de tal o cual cosa no se siente ya, y entonces la nueva ley sirve para reprimir otras necesidades más urgentes que se avanzan, que tienen que esperar a ser esterilizadas, hipertróficas, antes de que las reconozca una ley sucesiva.

Todo aquel que ha estudiado y observado con pasión los partos curiosos y extraños del genio legislativo, las leyes pasadas y las presentes, queda sorprendido al ver el sutil fraude que logra gabelar por derecho el privilegio, por orden el bandidaje colectivo, por heroísmo el fratricidio de la guerra, por razón de Estado la conculcación de los derechos y de los intereses populares, por protección de los honrados la venganza judiciaria contra los delincuentes, que, como dice Quetelet, no son más que instrumentos y víctimas, al mismo tiempo, de las monstruosidades sociales.

Y cuando nosotros queremos combatir estos males, causa y efecto juntamente de tanta infamia y de tantos dolores, para derribar todo lo que dificulta el triunfo de la justicia, se nos llama factores del desorden.

Cierto; propiedad, Estado, familia, religión, son instituciones que algunas merecen la piqueta demoledora y otras esperan el soplo purificador que las haga revivir bajo otra forma más lógica y humana. ¿Pero querrá esto decir seriamente que se pasaría del orden al desorden? ¿Quién no desearía entonces, si se diese voz, tan contrarío significado a las palabras, el triunfo del desorden?

Pero si las palabras conservan su significado, no pueden los anarquistas ser llamados amigos del desorden, ni aun considerado esto desde el punto de vista único de revolucIonarios. En este histórico período de destrucción y de transición entre una sociedad que muere y otra que nace, los actuales revolucionarios son verdaderos elementos de orden. Tienen éstos en sus fosforescentes ojos la visión de la sublime idealidad que hace palpitar el corazón de la humanidad, que la empuja hacia el infinito ascendente camino de la Historia.

Después del estampido del trueno, brilla sobre la cabeza de los hombres el bello cielo luminoso y sereno; después de la vasta tempestad que purifique el aire pestilente, estos militantes del porvenir señalan la primavera florida de la familia humana, satisfecha en la igualdad y embellecida con la solidaridad y la paz de los corazones.

Sería tarea interminable repetir en extenso toda la crítica, todas las razones revolucionarias contra las viejas instituciones de la sociedad capitalista y autoritaria. Pero bueno será insistir sobre la importancia máxima del problema económico en relación a toda la vasta cuestión social, problema económico que no será resuelto sino por la socialización de la propiedad.

Como decía Elleró, la propiedad individual es funesta generadora de todos los delItos; pero si hoy, siendo privado privilegio de pocos, es causa de explotación y de innúmeras miserias morales y materiares, mañana, cuando la posea en común (no fraccionada y dividida) la entera sociedad, se transformará naturalmente en base económica de la solidaridad universal. En pocas palabras, si la propiedad privada es la base del orden actual (o sea un verdadero desorden), la propiedad social, común, será la base del orden nuevo, del verdadero orden.

Caerán entonces los privilegios de clase y de casta, y las clases se fundirán en una sola famina de iguales. Teniendo todos los hombres los mismos intereses y los mismos deberes en las relaciones recíprocas, ningún trabajo será más despreciado que otro, puesto que todos, hasta los ahora considerados como más abyectos, son nobles, porque son útiles al hombre, y todos más o menos necesarios para la convivencia social. El trabajo estará dividido según las aptitudes, la capacidad y el ingenio de cada uno, tan noble y respetado el trabajo intelectual del médico, del ingeniero y del maestro, como el del obrero de los talleres. Cada uno prestará el concurso de su labor en la corporación de artes y oficios a que pertenezca, según sus propias fuerzas, y la producción de los diversos géneros de trabajo, las cosechas de los campos, los productos de la industria y del arte, estarán a disposición de todos para que satisfagan íntegramente sus necesidades.

Convertido el trabajo en obligación para todos, la producción quedará con ello acrecentada hasta el punto de ser más que suficiente a las necesidades de cada uno, mientras que en la división del trabajo entre un número de personas bastante mayor del que hoy produce para todos (sin contar las máquinas y la aplicación de energías útiles, en vez de las inútiles aplicadas actuarmente, como, por ejemplo, en las guerras y oficinas del Estado), ahorrará a cada trabajador muchas horas de fatiga. Y las horas ganadas a la fatiga podrán ser destinadas, y sin duda alguna lo serán, a cultivar la inteligencia y el corazón con la ciencia y las artes. Los padres y las madres del porvenir, sobre todo, tendrán tiempo suficiente para poder ser los primeros educadores y maestros de sus hijos, los cuales, en su Infancia, no se verán, como hoy, costreñidos a un trabajo opresivo. En cambio, habrá para ellos las escuelas, en que, con un régimen de libertad y de ternura, se les ayudará a dar los primeros pasos por el camino de la vida, y su mente podrá abrirse a todas las cosas bellas y buenas.

Cada hombre es hijo de la educación y de la instrucción aue recibió cuando niño. La educación del corazón hará a los hombres buenos y honrados: la de su cerebro, les iluminará contra las tinieblas de la ignorancia, primera enemiga de la libertad. De este modo, podrá desarrollarse más en los espíritus de los hombres futuros el sentimiento de la fraternidad y del amor que unirá a todos los trabajadores en una farnilia feliz v tranquila, y el brutal egoísmo cederá el puesto a la solidaridad para el bienestar de todos.

Tal es nuestro ideal de desorden, por lo que concierne a la cuestión económica, y vosotros podéis ahora juzgar y compararlo con el delicioso orden actual, mantenido con las bayonetas, los cañones y las cárceles; un orden de cosas en el cual casi todos los que trabajan se fatigan y producen. Obreros, artesanos, campesinos so pobres y se empobrecen más cada día que transcurre a beneficio de un puñado de ociosos, para los cuales crearon el bienestar, quedando ellos en el fondo del infierno social, debatiéndose entre los tormentos del hambre crónica y las tinieblas de la ignorancia, verdaderos condenados de la vida, galeotos de la sociedad civilizada.

¡En verdad que es un extraordinario orden ... como extraordinarios nos parecen los que de buena fe lo defienden!

A menudo nos acusan asimismo de que queremos subvertir el orden de las familias. ¡Bellisimo orden éste, por cierto! Pero ¿de qué orden nos hablan nuestros señores adversarios y de qué familias? ¿Tal vez de las familias obreras, que los sistemas del industrialismo moderno tienden cada dia más a destruirlas, arrebatando horas y más horas a los padres y quitándoles la posibilidad de educar a sus hijos, muchisimos relegados desde su más tierna edad a estos presidios de la explotación que vemos en las grandes ciudades? ¿O acaso se quiere hablar de la familia tal como se forma en la mayoría de los casos en las clases ricas? En esta clase, el matrimonio -y muy a menudo también en ras otras- no pasa de ser un simple y vulgar contrato de intereses. El buen partido: he aquí lo que se busca en la jerga del mercantilismo matrimonial cuando se quiere crear familia, y, como suele decirse, se es práctico. Y el buen partido no es siempre una persona amada; al contrario. En los contratos matrimoniales, el objetivo principal es una mejora de condiciones para los dos contrayentes, en cuya unión el amor no entra para nada, como en cualquier compraventa de mercaderes.

Si éste es el orden de la familia, ciertamente nosotros queremos lo opuesto, y ciertamente nosotros queremos su desaparición. Pero querer la desaparición de este mercantilismo vulgar y egoísta, que es el matrimonio, no significa querer la destrucción de la familia, considerada como unión espontánea de afectos y de simpatias, ya que la mentira convencional del matrimonio nada añade al amor, y sí mucho le arrebata, si verdaderamente existe amor en los dos que se unen con el alma más que con el cuerpo. Queremos la purificación de estos tíernos afectos del ánimo humano, quitándo!es todos los elementos hererogéneos que los adulteran y corrompen. Y esto lograremos cuando el cambio de las condíciones económicas de la sociedad permita a la mujer elevarse socialmente al mismo nivel de! hombre. Unícamente entonces será sagrado el amor, con la convivencia fraternal del porvenir y sobre las bases del amor, que es libre y rebelde a toda ley que no sea natural, deberán formarse las uniones sexuales, abrazos luminosos y puros a los cua!es el interés vulgar de nuestra época ya no llevará su aliento corruptor.

Y ésta es obra de orden, no de desorden.

Lo he dicho hace poco. No hay, no; no puede haber orden verdadero donde exista, sea en las relaciones económicas, sea en las morales, sea en las políticas, dominación, opresión, violencia del hombre sobre el hombre. He aquí por qué los anarquistas llevan la demoledora y revolucionaria piqueta de la crítica al orden capitalístico y familiar de la presente sociedad. He aquí por qué critican en su esencia el principio de autoridad personalizado en el Estado o Gobierno; no éste o aquel Gobierno, sino el Gobierno en sí mismo, como institución.

Efectivamente, una vez desembarazado el camino de viejas tiranias, ¿a qué serviría crear otras nuevas? ¿Para qué nuevos Gobiernos, representativos o electos? Queremos gobernarnos nosotros mismos, porque nadie mejor que nosotros puede conocer nuestros intereses y nuestras necesidades, y no nos gusta abdicar nuestra. soberanía en manos de nadie. La libertad de cada uno halla su límite en la libertad de los demás, y, como decía el gran Concord, el hombre libre no quiere imponer ni recibir leyes.

En una sociedad verdaderamente bien organizada, toda la vida del individuo, en sus relaciones con la colectividad, se desarrollará espontáneamente, sin coacciones exteriores, por la misma armonía de los intereses ya solidarios, como en una familia afectuosa, bajo la base de pactos libres sugeridos por la regla del verdadero buen sentido humano: todos para uno y uno para todos. Garantizado el bienestar a todos, la segurídad de la existencia sin miseria hará que los hombres sean buenos y tolerantes. La ciencia nos conducirá a la verdad y la verdad enseñará el concepto de libertad integral. La ciencia y la verdad dirán a los hombres del porvenir que no hay motivo para que los pueblos, grupos e individuos se odien cuando no existe antagonismo de intereses, ni la tirania del fuerte sobre el débil, ni la maldita fiebre de dominación. Enseñarán que el mejor interés está en cooperar en interés de todos los semejantes, de cuya gran familia formaremos parte viva cuando los goces del género humano sean goces nuestros, y nuestros sus dolores y desventuras.

Entonces, la Anarquía, cuya palabra tan poco afortunada, encierra, sin embargo, la más espléndida concepción filosófica y cientifica de nuestros tiempos; la Anarquía, que a los devotos de la autoridad aparece como el espectro del apocalipsis, extenderá sus cándidas alas sobre esta segurísima realidad de amor y de derechos triunfantes, que hoy parece utopía a los hombres de poca fe. Sí; hombres de poca fe son los que, creyendo tal vez en un paraíso invisible, no creen puede advenir sobre la Tierra este nuevo orden de cosas, en que el patronato y la autoridad vIolenta del hombre sobre el hombre se habrán convertIdo en un desagradable recuerdo de tIempos que pasaron para no volver.

Los hombres libres sentIrán horror a ser dominados, pues si bien los niños tienen necesidad de tutela y de protección, los adultos han de estar en grado de gobernarse por sí mismos, y lo serán cuando el socialismo haya hecho posible la formación de conciencias adultas, como precedentemente hemos demostrado. De hecho, el socialismo, si es verdaderamente igualdad, tiene por consecuencia lógica la Anarquía, la cual podría asimismo llamarse el socialismo Integral. Por medio del socialismo y de la Anarquía, el pueblo saldrá, finalmente, de tutela, cesará de ser niño; será restituído a sí mismo, a su dignidad. Y cuando la dignidad humana no sea ya una palabra vana; cuando el pueblo haya cesado de ser un rebaño de matadero, que se deja tranquilamente conducir al mercado o al corral del pastor, entonces la humanidad, abandonados los prejuicios de su infancia, será adulta. Entonces la Anarquía será un hecho.

Este es nuestro ideal; y en la obscuridad social, en las vanguardias, hacia esta alba que se avecina y que oirá el fragor de la tenaz lucha, nosotros trabajamos para que suene pronto la diana libertadora, cada uno como puede y sabe, llevando, según sus fuerzas, su grano de arena a la construcción del nuevo edificio social.

Modesto peregrino de la palabra, como otros fueron esforzados rebeldes en la obra, amo con pasión esta vagabunda siembra de ideas; amo arrojar en medio de las actuales desarmonias la nota vibrante de la verdad, aunque hiera los débiles oidos acostumbrados a los minúes de la politica empolvada, y arrojarla me place en las medias tintas de la economia litúrgica.

¿Puesto de peligro? Tal vez. De responsabilidad enorme, ciertamente, aun en la esfera modesta de nuestra acción. Lo que falta no es una filosofia de la libertad; desde Rabelais a Spencer, es todo un siglo de sistemas, de reglas llenas de sabiduria, más que de realidad.

Pero lo que faltan son hombres libres.

Y libres se puede ser hasta aprisionados por los cepos, cuando la regla no está fuera, sino dentro del individuo; cuando la ley de gravitación moral y social -cuya esencia ha de investigar aún la esencia de la vida- haya encontrado su sanción, no en las retortas de un código, por docto y elaborado que sea, sino en el resorte íntimo del hombre.

Pero asi como para que un hombre sea fuerte físicamente es indispensable la gimnasia del músculo, para que sea libre es necesaria la gimnasia del pensamiento. La abolición de la tirania externa sobre el cuerpo y sobre la conciencia, no es más que la primicia revolucionaria, uno de los ejercicios de esta gimnasia de la libertad. Pero arrebatado a los ociosos el privilegio de explotar a los laboriosos y a los prepotentes la facultad de oprimir a los administrados, queda aún por hacer una gigantesca revolución, que sustraiga las consecuencias del yugo de cuantas tiranías intelectuales y morales pesan sobre ellas.

Ahora bien; esta R'evolución contra la tiranía del individuo sobre sí mismo, contra el despotismo de sus pasiones más ciegas y de sus hábitos mentales más absurdos y más extratificado en él por el tiempo y por la herencia psicológica, este combate cuerpo a cuerpo con los prejuicios y las supersticiones, aunque sean impuestas como augustas y sagradas por el uso secular, nos hallará militantes testarudos en sus últimas trincheras.

La libertad que nosotros anhelamos para los cuerpos y para los espíritus, no es de aquellas que descienden de lo alto por violencia de leyes o de grilletes, sino que irradia de abajo, donde haya penetrado la luz, y asciende, con fulgores de Sol, desde el individuo a la especie, desde el hombre a la Humanidad.

En la irradiación de este ideal nuestro, que llama a las puertas del porvenir, yo os saludo, amigos y adversarios, fraternalmente, y así como al venir os traje el saludo de los trabajadores italianos de Norteamérica, creo interpretar vuestro sentimiento reportando el saludo de soIidaridad de los trabajadores conscientes de San Francisco a los demás que encontraré en mi peregrinaje de propaganda hacia el Sur.

Si mi pobre palabra halló el camino de vuestras mentes y de vuestros corazones, hallará también entre los esforzados que veo a mi alrededor continuadores fuertes y serenos, militantes de la idea de justicia y de verdad más grande que a los hombres haya sonreído en el transcurso de los siglos.


Notas

(1) Conferencia pronunciada en el Bersaglieri Hall en la ciudad norteamericana de San Francisco, California el 15 de marzo de 1896.


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