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La anarquía ante los tribunales
Los anarquistas y el artículo 248 del Código Penal Italiano.-Defensa ante el Tribunal de Génova.
Proceso incoado contra Luis Galleani y otros 35 individuos, entre estudiantes, artistas y obreros, acusados de asociación para delinquir (artículo 248 del Código Penal Italiano), en virtud de profesar principios anarquistas comunistas.
En el banco de los defensores asisten varios abogados de entre los más ilustres del foro italiano.
Pedro Gori defiende colectivamente a todos los acusados, y por encargo de confianza especial a los compañeros Galleani, Pellaco, Nomellini y Barabino.
Sesión de la tarde 2 de Junio de 1894.
Una multitud inmensa llena el local. Rodean la jaula que encierra á los 35 acusados muchos gendarmes y una multitud de bayonetas forma un doble cordón de guardias.
En las tribunas reservadas se agromeran abogados, magistrados, estudiantes, oficiales y muchísimas señoras. Cuando la presidencia concede la palabra a la defensa, se produce un religioso silencio.
Defensa de Pedro Gori.
Señores del Tribunal:
Después de raudo vuelo al cielo de la ciencia y del sentimiento de esa águila del pensamiento jurídico italiano, que tiene por nombre Antonio Pellegríni, mi amigo y maestro, doy comienzo a mi tarea vivamente conmovido y casi desesperanzado, hablando desde el punto de vista social de estos hombres y de estas ideas que la engañada multitud inconsciente tan poco conoce y entiende. Pero mis pobres palabras, aunque lleven la temblorosa impresión de la solemnidad del momento, brotarán, sin embargo, del corazón, y tendrán ante vosotros el mérito, el único acaso, de la sencillez y de la lealtad.
Y por deber de lealtad, permitidme antes de continuar que haga constar una cosa y haga una declaración.
El señor Siro Sironi, ex jefe de policía de Génova y jefe actuarmente en la capital de Italia, se complació en denunciarme a mí tambíén como asociado a estos acusados para delinquír contra las personas, la propiedad, el orden público, y para cometer en su compañía todas las pillerías de que habla el artículo 248 del Código Penal.
La Cámara del Consejo del Tribunal de Génova, con un acto de relativa justicia, me absolvió de la acusación. Ahora bien, señores, yo tengo vivísimo empeño en declarar lo siguiente: Que si el profesar las nobles ideas anarquistas es delito, si denunciar las iniquidades sociales, si analizar las mentiras de una mal llamada civilización, si combatir toda forma de tiranía y explotación, de tener los ojos fijos hacia la aurora del porvenir incorruptible y llevar entre las multitudes de míseros y oprimidos la buena nueva de la libertad y la justicia, si todo eso es delito, yo también de todas esas cosas soy culpabla, y mal hicísteis en absolverme. Y si vuestras leyes os lo consienten, yo os ruego me abráis las rejas de aquella jaula, honrada en estos momentos, y permitidme me siente al lado de estos honradísimos malhechores, para responder como acusador a las extrañas acusaciones que hoy la sociedad, démosle este nombre, lanza a estos hombres.
Ha dicho la acusación fiscal que este no es el proceso de las ideas; y yo sostengo que sí, que es el proceso de las ideas, y algo peor aún, es el proceso de las intenciones.
Ha intentado el fiscal sostener que todo individuo es libre de pensar como quiera. Esto se dice, es verdad; pero también es ésta una de tantas mentiras convencionales sobre las cuales se basa la caduca y bamboleante organización social.
¿Libre de pensar, según se pretende, entre las impenetrables paredes del cráneo? ... Pues en este caso, ilustre acusador público, un millón de gracias por vuestra liberalidad y por vuestras leyes. El pensamiento humano no tiene necesidad de esta concesión. Este ejercita en el secreto de todo organismo pensante de los derechos imprescrlptibles de un soberano que no tiene la prepotencia de sospechosos inquisidores o torpes policías.
Es la libertad de propagar y defender este pensamiento lo que las leyes sabias y libres (si leyes sabias y libres puede haber) deben, no solamente consentir, sino garantizar.
Pero mi egregio adversario no lo entiende de este modo y llega hasta a afirmar que este proceso no es proceso politico. ¿Por qué? ... ¿Acaso por politica debe entenderse solamente el arte mezquino de hacer y deshacer ministerios? ¿Y no oís, en todas las señales del tiempo, que toda cuestión política es actualmente cuestión esencialmente social? ¿No os dais cuenta que los intelectos agudos y los espíritus sedíentos de idealidad elevada y humana, mirando a la substancia de las cosas tanto como a la árida forma, tíenden a la gran obra de renovación, a través de las modestas y perennes comprobaciones de la injustícia económica que hiere a los trabajadores, los cuales son (tanto si gusta como no al señor Fiscal) los únicos productores de toda la riqueza social?
Pero el actuar sostenedor de las leyes quiere que esta obra de critica y de reconstrucción ideal sea solamente privilegío y monopolio de los filósofos ... según el Fiscal dice. Y le pone nervioso que estos obreros, estos trabajadores, que son los más interesados en esta elevada cuestíón, que al fin y al cabo es problema eterno de la vida social (y que es hoy problema esencíalmente obrero), se preocupen y se ocupen con amor de estas ideas, de estos debates, de estas aspíraciones. El obrero ideal del señor Fiscal debería ser el pacífico rumiante, sin sensaciones y sín pensamíentos, que se deja tranquilamente, y sin protesta, trasquilar por el que tuvo la astucia de proveerse de un persuasivo bastón y de un par de tijeras.
Pero estos trabajadores, que están siempre en ruda y perpetua lucha con la fatiga y con la miseria diarias (una y otra herencia dolorosa del pueblo), levantan la frente y protestan contra esta clase que extrae de sus músculos las mejores fuerzas sin contracambiarlas con adecuada compensación; estos seres aspiran a días mejores para su clase aplastada; aspiran a un porvenir de libertad y bienestar para todos; proclaman que los obreros -estos desconocidos creadores del bienestar y de la sociedad tienen el derecho de sentarse en el gran banquete social, al cual sus esfuerzos mancomunados aportaron tantos tesoros de vaj1llas y tantas exquisiteces de manjares; demuestran que todo cuanto existe de bello y útil sobre la Tierra fue producido por su esfuerzo; afirman que el único vínculo que envuelve la exterminada falange de los nuevos catecúmenos es el trabajo, que hoy se convierte para ellos en un estigma de inferioridad social, como mañana será para todos el único blasón de nobleza; y mientras brama en torno la marea de las pasiones egoístas y viles, despliegan valerosamente al viento una bandera y serenamente arrostran las persecuciones más microcéfalas y los escarnios más amargos.
Y, sin embargo, en esta bandera está escrita una palabra de esperanza y de amor para todos los desheredados, para todos los oprimidos, para todos los hambrientos de la Tierra, o sea para las multitudes infinitas y beneméritas sobre las cuales se dirige, riendo a carcajadas, una pequeña minoría de satisfechos.
¡Ah! ¿Acaso estos seres no tienen derecho a pensar porque no son filósofos? ¿No tienen el derecho de emitir a voces y alta la frente sus pensamientos? ¿Se les prohibirá profesar públicamente una fe en un porvenir más equitativo y más humano? ... ¡Como si el trágico y vergonzoso presente fuera ra última etapa de la humanidad en su incesante peregrinación hacia la conquista de los ideales! ... Si; este es un delito, un atroz delito de grande amor a los hombres, libremente profesado en una sociedad en la cual el antagonismo de los intereses determina el odio entre los individuos, entre las clases, entre las naciones; un odio inmenso que hace sangrar los corazones sensibles, una injusticia sin confines que permite al parásito reventar de indigest1ón al lado del productor que muere de hambre. He aquí toda la síntesis del problema.
El análisis lo hace cotidianamente er campesino, el cual se pregunta cómo es posible que él, fatigándose día y noche cavando la tierra, curtido por los invernaIes vientos y tostado por los rayos del sol del estío, permanece siempre pobre y económicamente sujeto a un amo que ni una gota de sudor derramó sobre aquellos campos, que ningún esfuerzo muscular dedicó a aquellos despreciados trabajos de los cuales la humanidad saca el diario pan.
El análisis lo continúa el obrero de la industria, el cual ve salir de su trabajo, asociado al de sus compañeros, torrentes de riqueza, que, en lugar de proporcionar el bienestar de la familia de los verdaderamente productores, como son los obreros, van a aumentar la gaveta del capital, que sln la virtud fecunda del trabajo sería una cosa perfectamente ínútil en el mundo.
El análisis lo completan todos los trabajadores, desde el del mar que desafía los peligros de mil tempestades para traernos los artísticos objetos japoneses y las perlas preciosas para las lánguidas damas, preocupadas todo el día de cómo realizarán más fácilmente los festines proporcionados por las rentas ... de los demás, hasta el escuálido maestro elemental al cual la patria no da siquiera la milésima parte de lo que paga a los galoneados indagadores del modo más breve para exterminar al propio semejante en guerra abierta y leal, y si la ocasión llega, convencer a los plebeyos con el plomo de que no es cuestión de que alcen demasiado la voz cuando tengan hambre.
Pero estos análisis, estas comprobaciones pueden hacerse ... in péctore; ¡ay del que las denuncie! ... La verdad (especialmente cuando es verdad amarga y desnuda) debe decirse sotto voce. Mejor es aún no habrar de ella; de este modo no se tienen quebraderos de cabeza ni molestias. En caso contrario un Sironi cualquiera, aunque sea comendatore, os hace encarcelar (por lo menos) en menos tiempo que canta un gallo, trama leyendas románticas que luego transmite a la autoridad judiciaria; habla campanudamente de ciertos indicios proporcionados por el espionaje ... (respetabilísimo), y después de haber asociado durante varios meses estos honrados hombres en la común desgracia de una encarcelación preventiva, encuentra al fin un Tribunal que los asocia para responder (in sólidum) del art. 248 del Código Penal, hasta que el Fiscal, atándolos en la misma cruz, los asocia de nuevo en el placer colectivo de disfrutar medio siglo de penas, entre reclusiones y vigilancias. Y muchos de éstos, como se probó ya, ni siquiera se conocían, ni una sola vez se habían tropezado en el camino del trabajo y de la miseria que les son comunes.
Debían encontrarse y asociarse en el banco de la desgracia; porque hoy, menos que nunca, puede llamarse a este banco, banco del deshonor.
Ciertamente que una cadena invisible e ideal unía, aunque se desconocieran, sus espíritus soñadores de una era luminosa de paz y de justicia; y despertaron de su bellísimo sueño con las esposas en las muñecas y amontonados como fieras peligrosas entre los hierros de esta jaula que los encierra.
¡Ah, nobles malhechores! Yo os renuevo el saludo y os envidio el honor de poder reinvidicar, desde esta alta y solemne tribuna, las ideas que me unen a mí, libre, con vosotros, encadenados. Y renuevo la petición a la pública acusación. Si estas ideas son un delito, encarceladme a mí tambien y asociadme con estos hombres.
Entre estos malhechores, sí, entre ellos me sentiría orgulloso; no entre aquellos otros que a Roma en estos mismos días vense conducidos en coche y sin esposas al Tribunal Supremo porque tuvieron la fortuna de hacer millones.
Pero perdonadme; me olvidaba de que aquellos aludidos señores de la capital, aunque celosos guardianes de la propiedad en teoría, se deleitaban aboliendo prácticamente la propiedad de los demás ... en beneficio propio, y que vosotros, amigos acusados, aunque demoledores teóricos de la propiedad, como privilegio de clase, y reinvindicadores de ra entera riqueza para la entera sociedad, no habéis nunca alargado la rapaz mano sobre lo superfluo de los demás (aún sabiendo que todo este superfluo era fruto de vuestros sudores y de vuestras privaciones), y os conservasteis puros para tener el derecho de gritar en plena cara de aquellos otros: ¡sois unos ladrones! Y sin embargo, la miseria os ha atormentado varias veces, la necesidad varias veces os ha estimulado y habéis sabido resistirla; y mientras los demás robaban para satisfacer sus orgias, vosotros no habéis quitado a los demás siquiera cinco centavos para alimentaros, ni para nutrir a vuestros hijos que os pedían pan; vosotros permanecisteis firmes, pobres, honrados hasta la escrupulosidad, hasta el ridículo; y el representante de la ley pide, sin embargo, vuestra condena como si hubierais sido malhechores.
Los demás, los prevaricadores, los devoradores de millones, obtendrán acaso la libertad ... para robar otros tantos.
Son éstos, ¡oh señores del tribunal, los hombres que debéis juzgar! Y es monstruoso el razonamiento que hace el Fiscal. Conviene en que todos los actuales acusados son incapaces de delinquir; más aún: está acorde en reconocer que son capaces de hacer toda clase de obras buenas y generosas, trabajadores infatigables, ciudadanos sin mancha. Reconoce, y conviene conmigo, aún sin que yo lo haya dicho, que a estos hombres para los cuales quiere una condena, él se sentirá siempre orgulroso y se considerará honrado, antes y después de la condena, sea ésta cualquiera que sea, en estrechar la mano.
¡Pero cómo! ... Después de todas estas declaraciones ¿no os quemaban los labios cuando para estos hombres que vos mismo reconocéis honrados a carta cabal, habéis pedido tantas gratificaciones de cárcel y vigilancia? O mi grande amor a la causa me apasiona, o habéis olvidado la norma más elemental de toda legislación penal. ¿Qué ley, y cuál Magistrado que sea, aún superficialmente, consciente y sereno, puede condenar a individuos que no han delinquido y que son incapaces de delinquir?
Y yo os pregunto: ¿qué delito han cometido estos hombres?
Y me respondéis: Ninguno. Pero (añadís) dados los principios que dicen profesar, para alcanzar sus fines políticos sociales, deberán cometer esto, aquello y lo de más allá, que la ley prevé como delíto. Lo decía: este es, pues, un proceso a la íntención, y de hecho, durante los debates, se os ha escapado varias veces la peregrina palabra delito intencional. Más diré: es algo más aun que un proceso a la intención. Es un proceso a la probabilídad que estos acusados tengan, dentro de algún tiempo, la intención de realízar un determinado hecho previsto y castigado por el Código Penal. Esto es ya el colmo, no de la represión jurídica, sino de la represión polícíaca.
De dónde vienen y quiénes son, todos lo vemos. ¿A dónde tienden estos indivíduos?
La cuestión social, que es tan antigua como el antagonismo entre dominados y dominadores, atraviesa hoy el período agudo, y una, solución (que algunos desean pacífica, otros creen será inevitablemente violenta) se impone al viejo mundo en bancarrota. Y hasta el más ciego (menos el señor Fiscal) ve los relámpagos sangrientos que rasgan las nubes cargadas de electricidad.
En estas obscuras épocas de transición, la parte de los que escoltan el porvenir es peligrosa. La palabra amonestador se cambia con el grito de la rebeldía; el libre pacto de fraternidad entre los que sueñan y entreven un nuevo mundo, se interpreta como un contrato de ladrones que preestablecen el modo de repartirse los despojos del prójimo; la crítica formada con elevados argumentos de transformación a beneficio de todos, interprétase como ataque maligno de espíritus rebeldes a decrépitas órdenes que los ortodoxos creen santas e inderrocables.
¿Pero qué es lo que hay de inderrocable en este mundo, qué hay de ínmutable en las multiformes leyes de los hombres?
Sin embargo, en esta secular lucha de las nuevas contra las viejas ideas; en este agudo período entre una época que muere como un viejo cargado de achaques y otra época que apunta en el oriente, radiante como una aurora, hay una extraña semejanza de episodios sintomáticos. Así que no es nuevo el careo entre la actual época histórica de innegable decadencia, mejor dicho, de derrumbamiento del paganismo burgués, sin más misión civil y sin más ideales, y el derrumbamiento apocalíptico del antiguo paganismo arrastrado por la gallarda corriente del joven cristianismo.
Entonces, como ahora, de entre la turba pisoteada se levantaron hombres, pobres de ciencia, pero ricos de sentimientos, los cuales combatían el desenfreno de los poderosos y de los parásitos.
En aquella revuelta de la multitud, encendida por la propaganda cristiana, precisamente Emilio de Laveleye ya vió el génesis del socialismo.
Socialismo todo sentimental, disparidad impulsiva; mejor irrupción pasional de almas generosas contra las flagrantes monstruosidades sociales de comprobación serenamente científica del antagonismo entre los derechos del pueblo, siempre pobre y explotado, y los privilegios de los ricos, de los amos, siempre refractarios a la libertad y bienestar de los míseros.
¡Ah! Si yo os leyera, representantes de la ley, las vehementes invectivas que aquellas almas rebeldes que fueron los santos padres de la iglesia, lanzaron contra los ricos, acaso os sentiríais impulsados a imitar a vuestro colega y superior, el Fiscal de Milán, que en un periódico a vosotros adicto, se complació en recriminar las opiniones de los santos sobre la riqueza y la propiedad privada, opiniones en dicho periódico reproducidas der libro de Laveleye, que a la visba tengo, El socialismo contemporáneo, y que principia con una insolente definición de San Basilio: El rico es un ladrón, y termina, después de formular los más terribres improperios contra los privilegiados de la Tierra, con esta comunística consideración de San Clemente: En buena justicia todo debería pertenecer a todos. Es la iniquidad la que hizo la propiedad privada.
Y Lavereye, que fue un ferviente socialista cristiano, saca como conclusión que: es imposible leer atentamente las profecías del Antiguo Testamento, y echar al propio tiempo una mirada sobre las condiciones económicas actuales, sin verse impulsado a condenar este estado de cosas en nombre del ideal evangélico.
Pero los santos padres de la iglesia, hombres simples y rústicos, recriminaban personalmente a los ricos porque ignoraban (cosa que la ciencia ha venido a enseñar más tarde) la rigidez de las leyes históricas, que no permiten se atribuya a la maldad de los individuos lo que es producto de la injusticia de los sistemas económicos y políticos que hasta el presente han perjudicado al género humano.
Por esto los socialistas anarquistas modernos, cuando hablan de explotadores, cuando se alzan desdeñosos a apostrofar a los burgueses y a combatirlos, no es que atribuyan a éstos, como maldad, la culpa de las miserias sociales. Saben muy bien que la pobreza fisiológica intelectual y moral de la plebe engañada, debe atribuirse a todo un sistema de cosas que inevitablemente convierte a unos en esclavos y en tiranos a otros.
Pero, como decía poco hace, lo que más asemeja en su fisonomía complicada la época en la cual surgió el primer apostolado batallador del cristianismo con el actual momento histórico que surge, bello como un joven gladiador, el nuevo concepto del humanitarismo, es la nueva de la dominación frente a la manifestación de las ideas renovadoras.
Caifás (sea dicho sin maliciosa intención) era un fiscal de sus tiempos. y pidió la condena del justo, como seductor e instigador de las plebes contra las leyes del Estado y contra el uti possidetis de los ricos, de los escribas y de los fariseos.
Y yo pienso que si nuevo nos parece el art. 248 del Código Penal italiano, vieja es, sin embargo, la acusación, viejos los métodos y los objetivos que la aconsejan.
Es la guerra no confesada y disimulada; la guerra sorda, implacable al pensamiento, un día religioso, ayer político, hoy social.
Pero antigua y gloriosa es la falange de los malhechores, inmortales en la historia. Y sobre nuestra cabeza, ¡oh, jueces! habla aún, con ra muda elocuencia del sacrificio, esta luminosa figura de Cristo, el anárquico de la roja camisa de hace diez y ocho siglos, como dijo Renán, crucificado como malhechor entre dos malhechores.
La historia incorruptible dió la razón al rebelde de Gamea y condenó a sus jueces. Desde el más vil de los patíbulos, él, el primero que aportó la buena nueva a los pobres y a los afligidos, el inexorable acusador de los ricos y de los hipócritas fariseos, el rebelde fustigador de los mercaderes del templo, habla aún, a través de los siglos, el lenguaje humano que a muchos, después de la santificación de su martirio, pareció y parece aún palabra divina.
Y aquella otra camisa roja, que en este día revive en nuestra memoria con su aniversario de muerte, de Garibaldi, el proscrito, el malhechor, el condenado a la horca por aquella misma dinastía que de su mano recibió dos reinos ¿no os acordáis?
¡Ah! Entre esas dos camisas rojas, flameando al principio y al fin de esos diez y ocho siglos, cuántas nobles vidas extinguidas o condenadas por la tiranía.
Suerte común es esta a todos los precursores. Se ha creído a menudo (y a veces con relativa buena fe) encarcelar y condenar a malhechores, a malvados, y estos hombres no han sido sino las vanguardias de generaciones nuevas.
Es, por consiguiente, historia vieja la de estos procesos de malhechores ... honradísimos. Y con corta diferencia son siempre las mismas las imputacíones. Los perseguidos de ayer, convertidos en dominadores, persiguen al día siguiente las vanguardias, con idénticos motivos de acusación. Sin embargo, el pasado debería ser enseñanza que nos demostrara que ninguna persecución es bastante para detener una idea, si ésta es verdadera y justa.
Un ilustre sacerdote, Lamennais, escribia hace un siglo en sus Palabras de un creyente, estas santas exhortaciones a los cristianos de su tiempo. Pueden repetirse dirigidas a los mal llamados cristianos de nuestra época:
Acordaos de las catacumbas.
En aquellos tiempos os conducían al patíbulo, os abandonaban a las bestias feroces en los anfiteatros para diversión de la plebe, os arrojaban a millares en el fondo de las ruinas y de las cárceles, os pisoteaban cual si fuérais el barro de las plazas públicas, os confiscaban vuestros bienes y no poseíaís, para celebrar vuestros proscritos misterios, más que las vísceras de la Tierra.
¿Qué decían vuestros perseguidores?
Decían, que vosotros predicábais doctrinas peligrosas, que vuestra secta (así la llamaban) turbaba el orden y la paz pública; que, violadores de las leyes y enemigos del género humano, amenazábais al mundo.
Y en tanta desventura, bajo esta opresión ¿qué pediais vosotros? La libertad. Reclamábais el derecho de no obedecer sino a vuestro Dios, de servirle y adorarle según vuestra conciencia.
Y cuando, aun engañándose en su fe, otros os reclamaran este sagrado derecho, respetádselo tal como para vosotros pedisteis un dia a los paganos que os lo respetaran.
Sí, respetad lo para no renegar la memoria de vuestros antecesores, para no pisotear las cenizas de vuestros mártires. Si ya no os acordáis de las enseñanzas de Cristo, acordaos siquiera de las catacumbas.
Yo quisiera que algún liberalote y volteriano hombre de gobierno de nuestros tiempos, leyese de nuevo y meditase el librito de este ferviente sacerdote. Algo podría aprender en él sobre esto que mucho se predica y poco se practica: el culto de la libertad.
Y ahora volvamos a la causa.
¿Quiénes son estos socialistas anarquistas? Vosotros ya lo sabéis, señores. Aní, en aquella jaula, estáis viendo una numerosa y escogida representación de ellos.
Son trabajadores íntegros y alegres, estudiosos de corazón e inteligentes, como Luis Galleani; artistas innovadores, como Plinio Nomellini, burgueses que, habiendo renunciado a los privilegios y los prejuicios de su clase, son fraternalmente acogidos por la gran familia del puebro que espera los inevitables destinos suyos.
Son obreros, como el bravo Faina y el pequeño Barabino, que tienen corazón y mente para sentir y pensar, y que creen tener el derecho de pensar en alta voz.
Estos, como todos los hombres que observan desapasionadamente las cosas del mundo, hánse dirigido a sí mismo las siguientes simples preguntas:
¿Por qué la mayoría de los hombres, aunque trabaje y produzca, vése constreñida a ser pobre y a mantener con sus sudores a una ociosa minoría, cuya única ocupación consiste en consumir los productos del ajeno trabajo?
¿Por qué la Tierra, que la naturaleza dió por común herencia a todos los hombres, fue por afgunos fraccionada fraudulenta y vlolentamente y dividida en su exclusivo beneficio? ¿Qué se diría si lo mismo se hubiese hecho con el aire y el agua, elementos necesarios a la vida? ¿Se diría que es un sacrílego robo?
Pero el aire y el agua -un fluido y líquido rebeldes, anárquicos- se han substraído en gran parte al monopolío de los privilegiados.
¿Pero acaso la Tierra no es también un elemento esencial a la vida colectiva? ¿Acaso no debería ser, por naturaleza y destino propio, herencia común del género humano?
Y las máquinas, los instrumentos de trabajo, las casas, los medios de cambio y de producción (si debieran ser privilegio de algunos) ¿acaso no deberían serIo mejor de los trabajadores, que todo esto con su sudor han convertido en productivo y fecundo, que no de los que nada hicieron, que jamás produjeron?
Pero no, dicen los socialistas anárquicos; tampoco esto sería justo. Todo, desde los instrumentos del trabajo hasta los productos, desde la tierra hasta la maquinaria, desde las minas hasta los medios de cambio y de producción, todo, siendo fruto de la cooperación social, debe ser declarado patrimonio de la sociedad entera.
Y es en esta afirmación cuando el luminoso ideal de la fraternidad surge como un florecimiento espontáneo de esta armonia de intereses entre el individuo y la sociedad, de este admirable entrelazamiento de los derechos de cada hombre con los derechos de la especie entera.
Con un ejempro simple y claro, Lamennais, siempre en el librito de que os hablaba hace poco, sintetiza la necesidad juridica y natural del comunismo. Oidle otra vez:
Si en una colmena algunas abejas avariciosas dijeran: toda la miel que hay aquí es nuestra; y se pusieran a disponer a su arbitrio de los frutos del trabajo de las demás, ¿qué seria de las otras abejas?
La Tierra es como una grande colmena, y los hombres son las abejas.
Cada abeja tiene derecho a la porción de miel necesaria a su subsistencia, y si entre los hombres hay a quien le falte lo necesario, significa que otros tienen algo más de lo superfluo. Y entonces la justicia y la caridad han desaparecido de la Tierra.
¿Quién puede dejar de dudar de que la justicia y la caridad se alberguen aún sobre esta Tierra desolada por la injusticia, cuando tantos y tantos carecen de lo necesario?
De las humanas abejas muchas están condenadas a fabricar la miel, y otras pocas se reservan la fatiga de ... devorarla. Y las laboriosas hasta han perdido el aguijón.
Es, pues, a la socialización de la colmena y de la miel, o, dejando el lenguaje figurado, a la socialización de todas las riquezas, a lo que los socialistas anarquistas tienden.
Y proclaman, como primera necesidad, la abolición de la propiedad privada, causa directa del privilegio económico, e indirecta del monopolio político de algunas clases sobre las demás de la sociedad.
Los anarquistas están en la vanguardia del socialísmo, pero no son, al fin y al cabo, sino la legión más batalladora del grande ejército socialísta.
El Fiscal ha querido rozonar diciendo lo siguiente: A los socialístas les entiendo y les admiro. Estos son razonables; tienden a la conquista del poder público, y, por consiguiente, se mueven dentro de la órbita de nuestras leyes. Pero los anarquistas están fuera de la ley; predican la revolución como único medio que puede realízar su ideal.
Dejo a los colegas socialístas (permítanme que les llame colegas, por mucho que les sea antipática la palabra) legalítarios de la defensa el demostrar que éstos también quieren la abolíción de la propiedad privada, necesidad fundamental de toda transformación en sentido francamente socialísta, y protestar contra esta implícita patente de inocuidad que el Fiscal regala a su partido.
Se comprende perfectamente que esto es solamente una astucia de acusación; porque si los imputados fuesen simplemente socialístas, entonces el razonamiento del Fiscal sería muy diferente.
Porque, en fin, científicamente hablando, los anarquistas no son sino los socialistas más radicales, y tienen fija la vista contemporáneamente a la abonción de toda clase de explotación del hombre por el hombre, y a la abolición de la propiedad, y aspiran a la abolición de toda autoridad del hombre sobre el hombre, con la abolición del Estado o Gobierno, o sea cual fuere el órgano centralizador, el cual pretenda imponer la voluntad de unos pocos o de muchos, a la autonomía y al libre acuerdo.
¿Es éste un ídeal irrealizable? ... Vosotros, señores, sois incompetentes para juzgarlo. Verdad es que la historia marcha irresistiblemente de la tiranía a la libertad. Los días, los años, los siglos, son los pasos, las mirillas, las etapas de este inmenso, pero incesante viaje de la humanidad.
¡Cuán mezquinas son estas academias jurídicas con su cortejo de humanos dolores, ante el rodar infinito de las cosas en el inmenso ciclo del tiempo y del espacio! Que si la fatalidad histórica arrastra la humana sociedad hacía aquella meta ideal, a la cual miran estos calumniados apóstoles de la plebe, ninguna condena, por feroz que sea, podrá impedír o detener un segundo la írresistible marcha. Es una ley de gravitación social, rígida e inviolable, como la ley de la gravitación física.
No impidáis, pues, al pensamiento de los hombres fílósofos u obreros que sean, índagar las finalidades de esta ley suprema de la vida social y permitid que el más difícil problema (el de la vida colectiva) halle al fin su Newton.
Y ya que al Fiscal, a propósito de la anarquía, ha dicho tantas cosas estupendas, por lo inexactas, ya que ha incurrido en tantas inverosimilitudes, escuchad un momlento lo que sobre el particular ha dicho un filósofo auténtico, Juan Bovio, al cual, en nombre del colegio de defensores, del cual formo parte nominalmente, envío un reverente saludo. En su magistral libro La doctrina de los partidos en Europa, escribe:
Ya que la revolución, para cumplir la misión que su ciclo la destina, se presenta como social, el partido revolucionario por excelencia debe ser anárquico; debe presentarse no como adversario de esta o aquella forma de Estado, sino de todo el Estado, porque allí donde ve al Estado, ve privilegios y miserias, ve dominadores y súbditos, clases directoras y clases desheredadas, ve política y no justicía, ve códigos y no derechos, ve cultos dominantes y no religiones, ejércitos y no defensas, escuelas y no educación, ve el extremo lujo y la extrema carencia; y todo Pontífice, rey, presidente, directorio, dictador, tal es siempre el Estado; divide, en dos partes la comunidad, y allí donde más divide, con uno u otro nombre, más domina.
Orgulloso y altanero con los súbditos, envidioo con el vecino, el Estado es la opresión dentro y la guerra al exterior. Bajo el pretexto de ser el órgano de la seguridad pública, es, por necesidad, despojador y violento; con el pretexto de custodiar la paz entre los ciudadanos y las partes, es el provocador de guerras vecinas y lejanas. Llama bondad a la obediencia, orden al silencio, expansión a la destrucción, civ1lización al disimulo. Es, como la íglesia, hijo de la común ignorancia y de la debilidad de los más. A los hombres adultos se manifiesta tal cual es: el mayor enemigo del hombre, desde el nacimiento a la muerte.
... Anárquico es el pensamiento y hacia la anarquía va la historia. El pensamiento de cada individuo es autónomo, y todos los pensamientos de los hombres forman un pensamiento colectivo que mueve la Historia, agotando la vitalidad del Estado y poniendo de manifiesto cada día más la autonomía insuperable entre el ser del poder central y la libertad del hombre.
Justificad el Estado como queráis, consagradlo, transportando a él el Dios substraído a la iglesia, hacedlo güelfo, gibelino, burgués, monárquico, republicano, y siempre tendréis que daros cuenta de que tenéis al cuello un tirano, contra el cual protestaréis de continuo en nombre del pensamiento y de la naturaleza.
El más feroz anarquista no habría pronunciado contra el Estado, el Gobierno, o cualquier otro órgano centralizador, una acusación tan terrible.
Los anarquistas militantes, que son esencialmente socialistas, entienden la anarquía como fin político del socialísmo; y filósofos y economistas insignes, entre los cuales pueden citarse a Spencer, en Inglaterra, y al profesor Loria, en Italia, dan implícitamente la razón a los anarquistas cuando consideran el Estado y el Gobierno como superestructura del régimen económico.
De hecho, en la antigüedad, siendo los patricios los poseedores de las riquezas, eran éstos los que creaban el gobierno, celoso defensor de sus intereses, como conculcador de los derechos de las plebes. Y las agitaciones por las leyes agrarias con los Gracos y las rebeldías de los esclavos con Espartaco y Tito Vezio fueron la gran protesta de aquellos tiempos contra la explotación económica y la consiguiente tirania politica del patriciado.
En la Edad Media, habiéndose los señores feudales apoderado por medio del bandidaje en las guerras de aventuras, de las tierras, pueblos y ciudades, extendieron el doble señorio económico y politico entre los siervos de la gleba y sobre el ejército multicolor de los vasallos.
Pero aún aqui la base del privilegio politico era el privilegio económico; alli donde el clero poseía una extensa superficie de terrenos y vastas comunidades religiosas, su poder, basado en los intereses materiales, se convertia en político y asumía la más feroz de las tiranias, la de las almas y sobre las conciencias.
El año 89 surgió saludado como una aurora después de la obscura noche de la Edad Media.
La burguesía se levantó reinvidicadora, y, entre torrentes de sangre, proclamó los derechos del hombre. Pero la declaración de los derechos quedó solamente escrita sobre el papel y nada más. Y la. igualdad civil apareció, tal cual es realmente, una mentira ante la desigualdad económica.
Los trabajadores, que se habían despertado al son de la Marsellesa y habían ayudado a la burguesía para derribar la Bastilla y rechazar la Europa reaccionaria que murmuraba en las fronteras de Francia, diéronse cuenta más tarde que se había efectuado un cambio de señores, pero nada más.
Y estos trabajadores, obligados a fatigarse eternamente sobre las tierras de los otros, sobre las máquinas de los otros, en el fondo de las minas de los otros, pasaron de la condición de siervos a la de asalariados. Los amos tuvieron en su mano la vida fisiológica de estos esclavos modernos: los asalariados. ¿Podrá a éstos quedarles una vida intelectual, una vida moral?
Y como la libertad fisiológica mantiene la plebe de las ciudades y de los campos en una aún más triste miseria de la inteligencia y del corazón, de este modo la riqueza capitalística aseguró a la burguesia triunfante el monopolio del poder político.
Pot esto los anarquistas, acordes con las demás escuelas socialistas en la crítica del capital y de la riqueza y en la abolición de la propiedad privada, sacan como conclusión que la supresión del privilegio económico conduce a la supresión del Estado y a la libre asociación de las soberanías individliales, hermanadas por los intereses, y armónicos, en la comunidad del trabajo y del bienestar.
Ya que los anarquistas, habiendo aprendido en la historia y en la experiencia que el Estado y el Gobierno no fueron ni son otra cosa sino los instrumentos de defensa del privilegio económico de algunas clases, piensan que cuando el privilegio de clases desaparezca con el triunfo del socialismo, tampoco el Estado y el Gobiemo tendrán razón de existir.
A ese álto problema, señores -ya lo sabéis, -se sacrifica todo aquel que tiene inteligencia y corazón.
La Vida Moderna, un periódico literario de Milán que mucho circula, acaba de terminar una informasión sobre el socialismo.
Esta información resultó un verdadero plebiscito de simpatía por el gran ideal de renovación, por parte de los más ilustres hombres de ciencia y artistas italianos.
Ahora bien, de todas estas respuestas más o menos heterodoxas, permitidme leer la de un anarquista militante cuyo sólo y único mérito consiste en no ocultar siquiera la más mínima vibración de su pensamiento. Y si éste es íntimo de quien os dirige la palabra, tanto que forman una misma persona, no me acuséis de inmodestia. Leo una parte de esta respuesta sólo porque reepíloga brevemente todo cuanto ya he expuesto de modo truncado y desunido.
El socialismo, que en su aplicación integral conduce al comunismo científico, será un ordenamiento económico, en el cual la armonía del interés de cada uno con el interés de todos resolverá el sangriento antagonismo entre los derechos del individuo y los de la especie. Pero en el socialismo, que es la base económica de la futura sociedad, deben estar prácticamente conciliados los dos grandes principios de la igualdad y de la libertad. De ahí el atrevido y mal comprendido concepto de la anarqnía: libertad de las libertades. Esta será mañana el coronamiento político necesario del socialismo, como hoy es la corriente francamente libertaría. La anarquía no es el socialismo autoritario, la humanidad que ahoga al hombre. No es, como el desorden burgués, el hombre que pisotea la humanidad. Pero resume el ideal de un espontáneo acuerdo de las voluntades y de las soberanías individuales en el disfrute del bienestar creado por el trabajo de todos sin explotación: he aquí la idealidad económica; sin coacción: he aquí la idealidad politica del socialismo verdadero.
He aquí los hombres que debéis juzgar, señores. He aquí las ideas que estos hombres profesan.
Pero los hechos, por los cuales los declaráis culpables, los hechos por los cuales los retenéis asocíados para delinquir como dice el art. 248 del Código Penal, contra la administración de la justicia, o la fe pública, o la incolumidad pública, o las buenas costumbres y el orden de las familias, o contra la persona o la propiedad, los hechos, los hechos, ¡oh, acusador público! ¿cuáles, cuántos, dónde están? ...
¿Cuándo, dónde, y cómo Luis Galleani y sus compañeros atentaron a la llamada justicia, cuándo sustrajeron documentos a favor de potentados (como impunemente otros hicieron), cuándo vendieron o compraron, o coartaron sentencias de jueces?
¿Cuándo atentaron a la fe pública? ... ¿Acaso hicieron moneda falsa, o duplicaron cheques de banco, o vaciaron las arcas, o corrompieron diputados y ministros, o se dejaron corromper mediante alguna cruz de comendador o con un título de senador?
¿Dónde, cuándo atentaron ala incolumidad pública? ¿Dónde están las bombas, los explosivos, las máquinas infernales por ellos fabricadas?
El señor Fiscal se ha quebrado la cabeza fabricando una bomba en el inocentísimo tubo secuestrado a uno de los acusados. Ha hecho esfuerzos sobrehumanos para cargarlo con palabras ... explosivas. Pero el tubo ha continuado siendo inofensivo, elocuente prueba de la inocencia de estos individuos; y ha permanecido vacío, vacio como este proceso, hinchado únicamente con la fantasía morbosa de una policia romántica. ¿En qué otra forma pusieron estos individuos en peligro la pública incolumidad?
¿Acaso son comerciantes que falsifican el vino, o industriales avaros que para ahorrarse precauciones pondrán mañana en peligro en las minas o en las fábricas la vida de millares de obreros productores? ¿Son por ventura algunos Mouravieff de fin de siglo, que restablece el orden entre las plebes hambrientas a fuerza de plomo en los estómagos atrasados?
¿Cómo y cuándo atentaron a las buenas costumbres y al orden de las familias? ... No son éstos, señores, los que compran con el hambre el amor de las jóvenes desesperadas, no estupraron las virgenes del pueblo valiéndose del dinero o de la autoridad patronal, no son éstos los brillantes Don Juanes que pervierten las esposas pobres. Soñaron, es verdad, una familia que fuese el resultado espontáneo del amor, y no el producto artificioso de un nudo legal, muchisimas veces a base de interés. Sobre el cepo antiguo de la familia del código soñaron injertar vírgulos jóvenes de un sentimíento que no tiene hipocresía de bajos cálculos, ni convencionalismos de leyes: el amor libre. El amor que acepta el vínculo de la única ley, que en sí mismo encierra el premio y la sanción: la ley de la naturaleza. Estos individuos no quieren destruir la familia. Quieren regenerarla, purificarla, he aqui todo.
Preguntadlo a los viejos, preguntádselo a sus esposas, preguntádlo a sus madres, a aquellas pobres hijas del pueblo que habréis visto a las puertas de este edificio con los ojos enrojecidos por el llanto, mudos interrogadores de vuestros semblantes, ¡oh, jueces! para leer en ellos la suerte de sus amados seres, preguntadlo a estos viejos y estas mujeres.
De seguro que os responderán que los treinta y cinco hombres que la pública acusación califica de malhechores, son hijos, maridos y padres amorosísimos. Os responderán que su condena equivale al derrumbamiento económico u moral de estas angustiadas familias. Y la cruel petición de la pública acusación ha inferido ya terrible puñalada en los corazones de estas gentes que, llorosas, esperan, y la pena que para estos hombres se pide, esto si que es un verdadero atentado a la paz, a la tranquilidad de estas laboriosas familias inocentes.
¿Dónde, cuándo, por fin atentaron a las personas o a la propiedad? Ellos quieren la desaparición de la burguesía, como clase privilegiada, pero no la muerte de los burgueses. Como los anarquistas consideran que quien nace hijo de millonario no tiene mérito alguno, ni siquiera derecho a gozar a aquellas riquezas, porque no las produjo, del mismo modo no pueden atribuir al rico la culpa de ser tal rico. Verdad es que a la excesiva riqueza de los unos deriva la excesiva miseria de los otros, ya que es obvio decir que, si hay quien tenga demasiado, habrá por consiguiente, quien tenga poco. Pero no es para matar a todos los burgueses que los socilaistas anarquistas declaran la guerra a la burguesía, sino para suprimir las causas de la explotación y de la miseria de los trabajadores. Es una guerra al sistema económico y político, pero guerra de principios y de argumentos. Y esta lucha no nació en virtud de las predicaciones de los socialistas o de los anarquistas, sino por fatalidad histórica. Es el antagonismo de clases quien la crea, Será la desaparición de las clases en la gran familia socialista de los trabajadores hermanados, solidarios y libres, la que la hará cesar. Esta lucha, inevitable será tanto más áspera y feroz cuanto más despiadada sea la reacción. La violencia de los de arriba determina inevitablemente la violencia de los de abajo. La libertad verdadera, grande, completa: he aquí la más eficaz medida preventiva contra el llamado delito político. Ya que el delito político o social no es, al fin y al cabo, para el que bien lo observa, sino la protesta sangrienta del pensamiento conculcado.
Hablando de delito político ante la anarquía ciertamente que vuestra mente, señores, recurre a los estallidos terribles que la venganza de almas exageradas escogita contra la cínica sociedad de los potentados y de los hombres de gobierno que confían a la politica la cura de las enfermedades sociales.
Y os preguntaréis: ¿no se confesaron anarquistas los dinamiteros parisienses? ¿No declararon querer transformar el mundo destruyéndolo con la dinamita? ...
¡Ah, señores! ... Antes de juzgar a estos hombres, que entreven la era feliz de la humanidad rejuvenecida, fuera del negro sueño de una purificación inmensa por medio de los incendios y los explosivos, es necesario descender antes en el infierno de dolores y de miserias, en el cual sus almas convirtiéronse en cenizas.
Es necesario antes comprender por qué lento proceso psicológico estas mentes, estos corazones llegan a su colmo rebosando odios. Ni la propaganda de estos seductores, en cuyas filas me honro al formar parte, ya que fue siempre obra de mentes inquietas y rebeldes el renovamiento de la civilización, ni los violentos artículos del períódico influyeron de modo alguno en las determinaciones impulsivas de estos caballeros de la muerte y del ideal.
No simples vanas palabras pueden sembrar tanto odio, rebeldía tanta. Es la comprobación diaria y perenne de las iniquidades sociales que arrastra a estos voluntarios del patíbulo a efectuar la protesta tremenda y ruidosa. Sólo el vértigo de un profundo espasmo moral es capaz de levantar desde los abismos del océano humano, agotado por tan negras tempestades, estos ignotos átomos, hasta la sensualidad espantosa de hacer temblar el mundo olvidadizo, en medio de sus orgías, de los derechos y hasta de la existencia de los míseros, y sacudir los sueños voluptuosos con fragores gigantescos! ...
Ciertamente las generacíones venideras, redimidas por un gran amor civil, se maravillarán de estas trágicas rabias de un siglo agonizante. Pero entonces la extrañeza será legítima, porque la razón y el espíritu de fraternidad y de solidaridad habrán domado cuanto hay aún de herencia y de atavismo bestial en el organismo de la casta humana.
¿Pero, acaso tienen hoy el derecho de extrañarse de cuanto sucede por obra de los dinamiteros y apuñaladores, las actuales dominaciones, casi todas encastilladas en el militarismo, que es, como escribe León Tolstoi, la escuela de la violencia?
¿Tienen el derecho de maravillarse estos regidores de pueblos que hacen consistir toda la lógica del gobierno en la boca de los fusiles y en la punta de las bayonetas, y que creen poder legalizar la violencia de los poderes constituídos con el eterno pretexto de la razón de Estado?
Yo os dígo, señores, que anárquico fervíente como soy, y me enorgullezco de serIo -y acordaos que el anarquismo militante procede en Italia de dos nombres gloriosos: Mario Pagano y Carlos Pisacane.- Yo os digo, repito, que aborrezco la violencia y la sangre, y la vida de un semejante mío me es sagrada, como es sagrada (y os lo atestiguo ante el banco doloroso de estos 35 hombres honrados) para todos los anarquistas, que son corazones nobles que sangran ante el dolor ajeno mucho más que con el propio dolor.
Pero cuando después de tanta condensación de miserias y de injusticias sobre los débiles, los pobres y los indefensos, veamos alguna de esas almas torturadas levantarse terribles, como la tempestad, contra los satisfechos y los poderosos de la Tierra, no seremos seguramente nosotros los que nos unamos a los que nos juzgan y condenan, porque materialistas en filosofía, y deterministas en sociología, creemos sería ridiculo hacer el proceso al estallido del fulgor, por terror y ruina que pueda haber ocasionado.
Esto digolo para sostener que es locura querer inferir de los actos individuales e impulsivos de algunos individuos una cualquiera corresponsabilidad moral para todos aquellos que profesan las mismas ideas politicas y sociales. Ferozmente absurdo sería pronunciar sobre los actuales acusados un juicio que se dejara en algún modo influir por el miedo a explosiones, en otras partes acaecidas, y contra cuyos autores la sociedad se haya en un modo asaz despiadado, vengado.
No a la persona, no a la propiedad atentan pues los anarquistas, que ante todo quieren formar una sociedad en la cual el robo y el asesinato sean imposibles. La expropiación que ellos quieren, será hecha por el pueblo, a beneficio de todos, o, como llamaríase en lenguaje administrativo, por razones de pública utilidad. ¿Fulano roba un reloj a Zutano para convertirlo en provecho propio? He aquí el robo.
¿Los campesinos de una región ponen en común los campos por ellos cultivados y por otros explotados, y los declaran propiedad social, invitando a sus antiguos dueños a trabajarlos juntos o a largarse, substituyendo, en una palabra, la propiedad de todos a la propiedad de unos pocos? He aquí la expropiación legítima, por razón de pública utilidad; he aquí lo que nosotros los socialistas anárquicos llamamos reinvidicación de las riquezas a la entera sociedad.
Imaginaos que a esta socialización de la tierra se efectúe luego, por obra de otros trabajadores, la socialización de las máquinas, de las minas, y de todas las fuentes de riqueza y de producción, y tendréis una nueva economía pública, que substituirá el interés privado, destruyendo el antagonismo de las clases. Tendréis, en una palabra, el socialismo. Coronadlo con la libertad verdadera, íntegra, y tendréis la anarquía.
¿Qué relación puede tener ese luminoso ideal con el art. 248 del Código Penal italiano?
Decía bien Barabino, no obstante los aspavientos del señor Fiscal. Hacer la apología del robo sería hacer la apología de la sociedad burguesa. De hecho, se puede comprender que en una sociedad en la cual, como demuestra Carlos Marx, los honrados beneficios del capital se sacan de aquella parte del trabajo que no se paga al obrero, y por consiguiente resultan verdaderos y propios robos legales, se puede comprender, decía, tanto la despiadada fatalidad social que arrastra a Carlos Moretti, el protagonista de los Disonesti, de Rovetta, a robar el dinero de la caja, lo mismo que la imperiosa necesidad fisiológica que obliga a Juan Valjeán, en Los Miserables, de Víctor Hugo, a arrebatar con violencia, un pan, de allí donde tantos había, para aplacar el hambre de los suyos, que morían de inercia.
Pero ante símiles hechos, aun cometidos por razones privadas, no hay necesidad de ser socialistas o anárquicos para encontrarles una justificación.
Basta simplemente ser un hombre de buen sentido y de buen corazón para concluir, precisamente de acuerdo con un personaje de la bella y verdadera comedia de Rovetta, que para tener el derecho de juzgar y condenar un hombre, es necesario haber pasado, sin culpa, a través de las mismas circunstancias, en virtud de las cuales, el otro cedió y cayó.
Y hasta la ciencia del Derecho Penal enseña que la necesidad no conoce ley, y Francisco Carrara, como corolario jurídico del derecho a la vida, concluye que el robo cometido por necesidad no es delito, ya que fatalmente en el conflicto entre el supremo e inviolable derecho a la existencia y el menor y transitorío derecho de la propiedad prívada, no hay duda alguna que la superioridad y el triunfo deben de estar del lado del derecho a la vida, que es soberano entre los derechos humanos.
Este, ni más ni menos, es el razonamiento de los anarquistas al juzgar los ataques privados a la privada propiedad. Y es, como todos pueden ver, el razonamiento del buen sentido y del buen corazón que asocia la alta fantasía del poeta francés a la conclusión jurídica del criminalista italiano.
De todo cuanto a corre prisa y buenamente os he expuesto, señores del Tribunal, habréis podido formaros un criterio sintético, exacto y objetivo de las teorías socialistas anárquicas; y querréis concluir (confío en ello) que éstas no constituyen sino un ideal de igualdad y de libertad, tan audaz como queráis, pero muy contrario de ser criminal, y mucho menos en relación con el art. 248 del Código Penal.
Pero estos individuos, añade la acusación, no son sólo anarquistas teóricos como Enrique Ibsen o Elíseo Reclus; se profesan anarquistas revolucionarios, y podrán pasar fácilmente del derecho a la acción.
¡La revolución! ... ¿Es ésta la palabra que tanto miedo os produce? ¿Y no habéis aprendido en la historia que todo gran progreso humano está trazado por un surco sangriento, y que tanto en el campo político como en el científico fueron siempre minorías rebeldes las que alzaron la bandera de la verdad y en tomo de la cual cayeron combatiendo o triunfaron, arrastrando tras ellas las mayorias inconscientes?
¿No os acordáis que a los grandes facciosos del renacimiento italiano hoy se les llama precursores, mártires; que los revolucionarios por la patria hánse convertido actualmente punto menos que en monumentales? ¿No pensáis, por fin, que las mismas leyes, en nombre de las cuales pedís, ¡oh acusador público! la condena de mis amigos, que la misma forma sacramental con la cual vosotros ¡oh jueces! comenzaréis vuestra sentencia nacieron de la sangre de una gran revolución? ... Espartaco, Guillermo Tell, Dantón, Kossuth, Garibaldi: he aquí la revolución. Cristo, Confucio, Lutero, Giordano Bruno, Galileo, Darwin: he aquí aun la revolución.
He aquí aun el presente que se revela al pasado madurando el porvenir. Lacerad la historia si queréis hacer trozos la gloriosa leyenda de la revolución. Arrebatad de las manos de los niños que van a la escuela los libros que hablando de Bruto, apuñalador por amor a la libertad, y de Rienzí, propagandista por amor al pueblo, enseñan que la revolución es un deber sagrado contra la tiranía. Y prohibid las peregrinaciones de vuestro fuerte pueblo marino, que lleva coronas de homenaje a la estatua de Balilla, el pequeño hondero, cuyo nombre es caro a los oprimidos, porque de su mano partió la primera piedra contra los prepotentes opresores.
Ser revolucionario, señores, no quiere decir ser violento. ¡Cuántas veces en la historia la violencia estuvo de parte de las leyes y sus defensores, y el orden, al contrario, de parte de la insurrección y de sus mllltantes! Ser revolucionario por la gran idea de la justicia social, quiere decir poner la fuerza consciente al servicio de los derechos de los trabajadores; es conspirar con el pensamiento y con la acción para restablecer el orden verdadero en el mundo, con la pacificación de los ánimos en la armonía de los intereses y de las libertades individuales. En este sentido son revolucionarios mis imputados amigos. Estos dicen al pueblo: Tú eres la mayoría; tú eres el derecho y la fuerza. Basta que tú quieras, y el día de la redención será realidad para ti. Y a los trabajadores: Vosotros sois los más, vosotros sois los creadores del bienestar de los demás. Basta que lo queráis, y el bienestar estará garantizado para vosotros y a las demás criaturas humanas.
Imaginaos, señores, que este razonamiento se convierta, como inevitablemente se convertirá, en la conciencia motriz del proletariado, y la revolución se habrá hecho.
Ni toda la fuerza del ejército y de la policía serán suficientes para detener este humano entusiasmo, y esta fe y esta juventud. Hay algo más alto y más fuerte que el miedo y el capricho de los gobernantes y de las clases dominadoras: es la irresistible ley de la historia. Y ésta nos pronuncia la inevitable victoria del proletariado.
Figuraos, pues, señores del Tribunal, qué seriedad pueden tener estos procesos, construídos sobre la delación de confidentes comprados, ante la serena fatalidad de la historia.
No quiero, no puedo, no debo entrar en las vísceras, débiles, muy débiles a decir verdad, de este proceso. Los valientes colegas, a los cuales fue encomendada la parte específica, anatematizarán las íntimas obseuridades de este poco envidiable parto de la fantasía poética del señor Sironi.
Pero apresurándome a la conclusión de mi larga defensa, debo manifestaros, aunque no sea nuevo ni ingenuo en estas cosas, la impresión de disgusto que me ha causado todo el sistema acusatorio del señor Sironi.
Con gran aria melodramática de salvador de la sociedad, este egregio comendador os ha hablado de la organización anárquica de Génova y de Sampierdarena, os ha asegurado la existencia de círculos y de grupos de propaganda y de acción. Y a las preguntas del Presidente y nuestras, respecto quien le hubiese informado de ambas cosas, el señor jefe de policía respondía invariablemente: por medio de confidentes cuyos nombres no puedo revelar.
¡Ah! ¿Es pues el sistema de acusación anónima lo que se quiere inaugurar en Italia en los procesos políticos?
Si la voz de la acusación permaneciera en la sombra y encontrara el menor eco en vuestra conciencia, magistrados del Tribunal, sería mil veces mejor que os quitarais la toga y ahorrárais palabras.
Os haría destornillar de risa si os contara alguna treta inicua, una de estas tretas jugadas a estos degradados de la sociedad humana, que el pueblo llama con el más breve y despreciativo de los vocablos, espías, y os persuadiría en seguida de su perfecta imbecilidad intelectual y moral. Permitidme que os de una sola muestra.
En el Círculo de Estudios Sociales de Milán, venían dos años hace, dos siniestras figuras que habíanme despertado a mí y a varios, sospechas de espionaje. Nos imaginamos una comedia. Un amigo empleado en el comercio, y sin color político, tenía una extraña semejanza con el abogado Saverio Merlino. Le encargamos sostuviera el papel de éste, como si hubiese venido a Milán de incógnito, ya que el verdadero Merlino se veía persistentemente buscado por la policía.
Los dos sospechosos sujetos, oyendo hablar de Merlino en Milán, me propusieron invitarle a comer a casa suya. El fingido Merlino aceptó con entusiasmo aquel convite pagado con los fondos secretos de la policía. Pero a una señal convenida de uno de los apreciables sujetos, mientras atravesaba la galería V. E., fue arrestado por una nube de policías que creyeron en serio, vista la formal delación, haber logrado echar el guante al verdadero Merlino. Bastó que la prensa contara el solemne chasco, para que luego pusiéranle en libertad.
Este hecho puede ser termómetro, señores del Tribunal, para graduar, como merecen, las delaciones de los confidentes respetables del señor Sironi.
Y si éste no bastara, permitid que os lea, mucho más elocuente que mi pobre palabra, una página del programa del derecho criminal de mi venerable maestro, el profesor Francisco Carrara a propósito de la fe que los magistrados concienzudos pueden prestar a los confidentes anónimos.
(A este punto el defensor se hace leer, en medio de la mayor atención, algunas contundentes páginas del profesor Carrara contra la acusación secreta y contra el espionaje político, con la exhortación a los jueces de gritar el procul esto, profanis a estos métodos dignos de la antigua inquisición. Luego reanuda su defensa).
Después de estas páginas de noble y justo desprecio del más ilustre campeón de la escuela penal clásica, contra estos sistemas acusadores, dignos de otros tiempos, ¿qué otra cosa podría yo añadir, para derrocar el edificio de la acusación, el cual se derrumba y cae por su propio peso?
A Luis Galleani tócale, es verdad, una grande culpa. Encuéntrase registrada en la orden de no ha lugar de la Cámara del Consejo. ¡Oh, amigo Galleani! Tú habías hablado alguna vez, mientras el tren veloz cruzaba por la estación de Sampierdarena, con el terrible agitador milanés Pedro Gori, ¿sabes? con aquel que la policía sigue sus pasos incesantemente como a ti.
Perdónale, amigo mío. ¿Quién hubiera podido imaginarse que aquellos fraternales abrazos debieran pesar un día, a daño tuyo, en la balanza de la justicia? ¿Quién podrá pensar que después de tanta sangre derramada por la libertad, después de tantos ríos de tinta y tantos torrentes de retórica consagrados a celebrar los fastos de una nueva Italia, una chuleta devorada en común en el buffet de una estación, entre el arribo y la partida del tren, pudiera constituir el elemento de un complot dinamitero, y que un apretón de manos dado sin misterio al amigo que pasa, pudiera suministrar la prueba de una asociación de malhechores?
Fuera de estos tremendos coloquios con el amigo de pasaje, bajo la cubierta de una estación ¿qué otros hechos concretos podéis exponer a cargo de Galleani? ... Y si son estos íntimos coloquios con el espantoso agitador milanés los que mayormente pesan y gravan a Galleani, ¿por qué el odíado coco de la policía fue absuelto, y puede en estos momentos, cubriéndose con la inviolavilidad de la toga, vengarse con este discurso del honor que le han negado no dejándole formar parte de estos temerarios malhechores? ...
Señores del Tribunal:
Mi deber de amigo de los imputados, solidario con las ideas por ellos profesadas, mi piadoso oficio de defensor de estos hombres y de estos principios, lo he cumplido, no ciertamente con habilidad, pero sí con sincera fe.
A vuestra bella y gloriosa Génova llegaba yo esta mañana de mi Milán, fuerte y laboriosa, con la memoria llena de impresiones imborrables que me recordaban aquella Maestra de las Bellas Artes.
Si es verdad que el arte refleja el espíritu del tiempo, allí, en aquella palestra del genio itaiano, palpita hoy, señores, una acentuada nota rebelde, contra la cual todos los Sironi y los grillos de este mundo nada pueden. Es la ola de las humanas miserias que se desbordó con un grito de dolor y de protesta de los pinceles y cinceles de los artistas.
Desde el Último Espartaco, del escultor Ripamonti, a las Reflexiones de un hambriento, de Longoni, todo el problema de nuestra época serpentea gigantesco, y grita y amenaza, entre aquellos yesos y aquellas telas.
¿Por qué el señor Sironi no trama un proceso al arte moderno, como instigador del odio de clases y apología de crímenes? ¿Por qué no denuncia a todos aquellos artistas, fina flor del joven genio italiano, como una asociación de malhechores? ...
Pero tú, Plinio Nomellini, se las pagas por todos. A ti, pintor nato del azul y de la luz, el nombre de anarquía no te hizo miedo. Seguiste con ojos de enamorado las fúlgidas constelaciones del firmamento y comprendiste que un código inédito, pero inviolable, lo regula: la ley de natura. Contemplaste el floreciente anárquico de los prados y en ellos leíste también la misma ley natural, que ningún legislador humano puede encerrar en un libro, a no ser que lo adultere.
Y en la espontánea armonía de los colores, de las formas y de las fuerzas de la vida, adivinaste una espontánea armonía de derechos y de intereses en la redimida humanidad. Adorador de la verdad, desnuda y bella, la acariciaste en tus telas. Y el señor Sironi ve en ellas el símbolo: El odia los símbolos. También los emperadores que torturaban a los primeros cristianos odiaban la cruz. Los subalternos del comendador, más tarde, en tus telas, vieron claramente planos ... de fortificaciones.
Hoy la brutal realidad ha hecho presa en tí, te ha robado el mundo ideal de tus luminosos ensueños, y te ha arrojado sobre este banco del sacrificio, entre Galleani, caballeroso y leal, y Barabine, en cuyas venas de Gavroche marinero, corre ciertamente la hirviente sangre del genovés Balilla. Era necesario que el arte, precursor de los tiempos, tuviera su representante aquí, entre el ingenio y el trabajo.
Pero vosotros ¡oh 35 acusados! alzad la frente ante vuestros jueces, sin miedo ni temblores. El pueblo, este juez soberano, este pueblo audaz y tenaz de esta nobilísima ciudad, os ha ya absuelto. Lo dicen y repiten los mil estremecimientos de afecto y simpatía que os acompañan diariamente hasta la puerta de la cárcel.
Y ahora, señores del Tribunal, juzgadlos ya vosotros.
Decid si es delito reclamar para los desheredados su parte de felicidad, si es criminosa su misión de libertad, de igualdad, de paz, para la cansada raza humana.
Vosotros no querréis, no osaréis condenar a esos serenos combatientes de una idea, por culpas que no han cometido.
A fines de este siglo, nacido de una revolución, la cual escribió con sangre y promulgó con el fuego de sus cañones la declaración de los derechos del hombre: en esta Génova, augusta por la memoria de dos grandes revolucionarios: Cristóbal Colón, soñando ante vuestro golfo encantador con un nuevo mundo para regalarlo a la vieja Europa, y José Mazzini, deseando una Italia maestra de verdades y de justicia entre las gentes; dos grandes solitarios, dos grandes perseguidos y escarnecidos por el vulgo compuesto de almas tontas y necias; en esta Génova, repito, y ante este pueblo fiel a sus tradiciones de libertad, una condena al pensamiento, como seria aceptar en todo o parte las conclusiones del Fiscal, significaría un ultraje a estas solemnes memorias.
Y vosotros, Magistrados, absolveréis. Tengo fe en ello.
Que si creyerais poder detener el camino de las ideas de redención social con los años de reclusión y de vigilancia; si os declaráseis competentes para juzgar las imprescriptibles manifestaciones del humano pensamiento que trabaja para la paz y la felicidad de los hombres; si os determinárais a señalar las frentes serenas de aquellos íntegros trabajadores con el estigma de una creída infamia, que al fin y al cabo no sería para ellos más que el bautismo del sacrificio, ¡oh! entonces, aun cuando yo esté lejos al pronunciar vuestra sentencia, acordáos ¡oh jueces! de estas mis últimas y honradas palabras: Por encima de vuestra sentencia está la sentencia de la Historia; por encima de vuestros tribunales está el tribunal incorruptible del porvenir.
(Ruidosos y prolongados aplausos -en vano reprimidos por el Presidente. La calurosa demostración se renueva en la calle por la multitud entusiasmada al grito de ¡Vivan los malhechores amados!).
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