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Ciencia y religión (1)

Al saludar, antes de partir para Londres, a donde me llama ahora, en estos momentos, el Congreso Socialista Obrero Internacional, a vuestra Paterson industriosa y rebelde donde manos trabajadoras, indigenas o venidas de cien diversos paises, fabrican las mórbidas sederías para las mujeres y las concubinas de los archimillonarios y para sí mucha miseria, saludo al propio tiempo a todo este nuevo e inmenso mundo a través del cual he peregrinado como un modesto propagador de ideas y en el que fui acogido con tanta afectuosa hospitalidad por parte de los viejos amigos, no vistos desde hacía muchos años, así como por parte de los nuevos e innumerables amigos, arrojados a esta tierra por la marea de los acontecimientos y la ira de los hombres.

Desde Nueva York a San Francisco, en todas partes donde un llamamiento de compañero y de amigo ha determinado un alto en el presente vagabundaje de propaganda -forzoso, ya que desde mi tierra natal vine mejor obligado por la ajena que por la propia voluntad, pero contento por las satisfacciones morales que he experimentado-, en todas partes, repito, he sentido que aquí había un pedazo de mi patria, en la que solamente faltó la sonrisa materna, aun cuando el saludo que me acogía fuese expresado en inglés, en francés, en español o en alemán.

Una profunda compasión sentía entonces para todos cuantos desconocen nuestro humano ideal y pretenden ultrajar el humanitarismo en nombre de la patria y nos ladran, detrás de la ridícula acusación de Sin patria, una acusación que se trueca en título de gloria cuando se piensa en Sócrates y en Cristo. De igual modo nos hacen reír aquellos que, únicamente porque queremos esté asegurado como derecho elemental e imborrable el diario pan a los vacíos estómagos, califican de vulgar nuestro deseo de reforma, nos llaman materialistas, cual si nos tacharan de negadores de toda bella cosa y nos miran desde lo alto de su fenomenal inconsciencia porque no tenemos una religión.

¿Es, pues, verdad, que no somos religiosos? Muy cierto. Sacrílegos, nosotros no aceptamos ningún credo, ni moral, ni político, ni social; en cambio, proclamamos la soberanía de la razón y nuestro espíritu crítico ama discutirlo todo, hasta nuestras más caras convicciones, hasta aquellas convertidas en sangre de nuestra carne a través de luchas y sufrimientos de toda clase.

Pero ya que dicen que queremos destruir la religión, razonemos un poco y veamos si nuestra negación es irracional o está apoyada en la lógica, en la experiencia, en la ciencia y en la razón de la vida.

Antes que nada, bueno será pedir de qué religión se trata. ¡Hay tantas en este mundo! ¿Se trata die la que promete el paraíso cristiano e infantilmente amenaza con las llamas del infierno, de igual modo que a los niños buenos o malos se les promete el terrón de azúcar o el coscorrón, y que hace consistir todo el estímulo a las buenas obras en la esperanza usuraria o en el infantil miedo de gozar o sufrir ... en la otra vida? ¿O es que se nos habla de la religión de Mahoma, que a sus fieles promete el goce pagano de las huris jóvenes y bellas entrevistas detrás del humo del opio? ¿Tal vez de la religión de Confucio o de Budha, o de cualquiera otra que haya entenebrecido o anuble aún las humanas mentes? ¿De cuál se pretende hablar, ya que sus respectivos sacerdotes sostienen que la religión verdadera es la suya?

Naturalmente que, según estuviéramos en Turquía, en la India o en la China, cada una de estas religiones, por boca de sus curas, nos dirigiría la dura acusación de incrédulos. Y nosotros podríamos, en todas partes, rebatir la acusación y confundir a los acusadores con una cantidad de argumentos especiales que es inútil enumerar aquí.

Pero ya que nacimos y vivimos en países donde predomina la religión cristiana y los que más vociferan contra nosotros son los fanáticos y los mercaderes del cristianismo, y sobre todo, del catolicismo, podemos dispensarnos de buscar sendos argumentos, ya que los mejores nos los suministran los mismos sacerdotes de la religión cristiana. Ellos son los que más tremendos golpes asestaron para destrucción de su propia fe. Desde eI momento que el descendiente de Pedro, el pescador, olvidó la humildad originaria del Cristianismo -religión de los pobres y para los pobres-; desde el momento que los príncipes de la Iglesia en lugar del cilicio, de las espinas y del tosco vestido se cubren con sedas, púrpura y pedrería, como todos los demás potentados de la Tierra; desde el momento que las indulgencias, los pasaportes para el paraiso, las amnistías totaIes o parciales del purgatorio pudieron comprarse como una mercancía cualquiera o como un favor de ministros corrompidos; desde el momento, en suma, que la religión de Cristo cesó de ser apostolado y se convirtió en charlatanería de sacamuelas de plazuela y la iglesia se transformó, fin natural de todas las igIesias, en botica de almas y de conciencias, la ilusión del misticismo cristiano comenzó a revelarse como un embuste, como vil metal dorado que con el uso pierde su apariencia y no engaña ya el ojo del villano que hasta entonces creyólo oro deI más puro.

Una vez el dogma católico se puso abiertamente de parte de los grandes contra los humildes y miserables, tan caros a Jesús, se reveló, tal como por su propia esencia debía convertirse, enemigo de la ciencia y de la libertad. Y esta tendencia invencible de toda religión hacia el fanatismo y beateria ciegos de un lado y el servilismo hacia los poderosos y dueños contra los súbditos y siervos del otro, tendencia que constituyó y constituye aún el germen de disolución del cristianismo, esta fe dejó de ser joven.

Es una fe que arrastramos como un grillete que nos impide caminar libremente hacia nuestra meta de liberación integral. Llegó la hora de que esta cosa muerta y que grava con su peso todo el de la cadena de esclavitud que arrastramos, nos la arranquemos de los pies arrojándola bien lejos de nosotros.

Desde los tiempos más remotos hubo siempre hombres que dijeron a las murtitudes: Creed ciegamente lo que os digamos; obedeced sin razonar, sin protestar, todo lo que os mandemos; vendaos los ojos y arrodillaos. En cambio os prometemos la felicidad ... después de vuestra muerte. Los que así han hablado siempre, prometedores de placeres de ultratumba, son los sacerdotes de todas las religiones.

Pero a medída que progresaba la civilización, otros hombres surgieron que en nombre de algunas verdades, vislumbres de la verdad única, principiaron a combatir y a eliminar de la mente de los hombres el obscurantismo y la ignorancia por las religiones fomentadas. Envejecidos en los libros, absortos en el estudio de las leyes naturales, adoradores de la vida y de la verdad, esos hombres -llámense Demócrito o Lucrecío, Diderot o Mario Pagano, Darwin o Molescott- dijeron a las murtitudes: No creáis en nada ciegamente; pero observad atentamente en torno vuestro; escrutad, indagad los fenómenos que se presenten a vuestros ojos; remontaos desde los efectos a las causas y os explicaréis, sin necesidad de recurrir a lo sobrenatural, la razón de muchos hechos. Y con toda esta complicación de observaciones individuales se acrecentará la sabiduría colectiva y se elevará siempre más el nivel intelectual de la humanidad. Quienes hablaron de este modo, en todos los tiempos y en todas las naciones, fueron y son los hombres de la ciencia, por ella muy a menudo héroes y mártires.

Entre el dogma y la ciencia y entre los secuaces del uno y los cultivadores de la otra, fue eterna la enemiga. Los de la ciencia tuvieron que conquistar palmo a palmo el terreno a la beatuchería y a la religión; y el camino del pensamiento humano y de la ciencia blanqueado está por los huesos de estos verdaderos mártires de la civilización que fueron enemigos del obscurantismo clerical, quemados vivos en las católicas hogueras de la Inquisición, víctimas del fanatismo popular, fruto de la ignorancia, del prejuicio y de la indigencia sembrados por los negros sojuzgadores de almas y conciencias.

Un antiguo filósofo materialista dijo que Dios fue creado por los hombres y no éstos por Dios y que fue el miedo quien inventó este enorme espantajo, tirano que habita detrás de las nubes y más allá del sol. De hecho, la ignorancia de los fenómenos físicos más naturales, pero también más espantosos para los ignorantes, fueron interpretados en los primeros tiempos como efectos de una acción misteriosa de seres sobrenaturales. Los antiguos creían, por ejemplo, que el rayo era un gracioso juguete que Júpiter tonante se divertia en arrojar de tanto en tanto al cogote de los hombres que no obedecían ... las órdenes de sus ministros. Y estos ministros, aquellos augures que según decía Cicerón no podían aguantar la risa al ver la estupidez de aquellos que en ellos creían, naturalmente interpretaban la voluntad de Júpiter siempre a beneficio suyo, del que les pagaba espléndidamente, y de sus protectores y protegidos, cómplices o víctimas, los poderosos y ricos de aquel tiempo.

No de otro modo hablaban los sacerdotes católicos, cuando enseñaban que el rayo, así como las demás calamidades naturales y hasta no naturales, enviábalo Dios en castigo de los pecados de los hombres, vendiendo de este modo las gracias divinas y las indulgencias a más subido precio. Aun hoy la mayoría creería en la mayor eficacia de una misa pagada espléndidamente para preservarse del rayo, si un hombre de ciencia, Galvani, no hubiese descubierto la electricidad, y Volta no hubiese inventado la pila y Franklin el pararrayos; el primero descorriendo el velo del tremendo misterio, el segundo sirviéndose de la revelación para producir las descargas eléctricas, antes a Dios reservadas, y el tercero arrancando directamente de manos de Júpiter o de Jehová el rayo mortífero. Los hombres cogen hoy el rayo y lo ocultan bajo tierra como si fuese una herrumbre inservible; la electricidad no sorprende ya a nadie y viendo la luz eléctrica y los coches empujados por aquella fuerza portentosa, principia a pensarse en que este descubrimiento, como todos, es una extirpación que la ciencia hace a la fe.

Demasiado lo supieron Galvani y Volta, que por haber cometido el delito de levantar el velo de la verdad científica ante las mentiras del dogma, tuvieron que sufrir no pocas molestias, burlas y calumnias por parte de los estultos teólogos de su tiempo.

Afirmase que la tortura fue infligida a Galileo Galilei -la Iglesia lo niega, pero poco importa la exactitud del hecho específico siendo cierto que Galileo fue procesado, perseguido y obligado a desmentir su convicción- porque osó, antes que Newton, sostener que la Tierra es un cuerpo esférico que rueda en el espacio con todos los demás cuerpos siderales, entre los que no es más que un punto imperceptible. Como esta demostración, confirmada por el telescopio y pruebas matemáticas, desmentia la sedicente verdad revelada por la Biblia y derribaba, cual pudiera un castillo de naipes, las charlas de Ptolomeo sobre la Tierra plana y la tontuna bíblica de Josué, deteniendo la marcha del sol, debía levantar, y efectivamente levantó, la iracundia de los buhos de sacristía. De todas partes llovieron sobre Galileo los improperios y las maldiciones. Suya fue la victoria, porque esta es la virtud insuperable de la ciencia contra la superstición: la luz, más pronto o más tarde, triunfa de las tinieblas.

Juan Bovío, en un admirable discurso que me complazco en recordar, confrontó magistralmente los dos gigantes de fa fe y de la ciencia: Cristo y Galileo. De las enseñanzas del rubio Rabbi de Nazareth surgió el Evangelio, el cual contiene, en verdad, algo de imperecedero y de sublime en sí; verdad santa que Cristo agregó a la moral eterna, que no es patrímonio excrusivo de ninguna religión; pero a la cual todas las religiones han acudido para burlarla y hacer aceptar a los hombres la mentira, fuese ésta dicha exprofeso con propósitos de explotación y de dominio o creída como una verdad por el mismo que la proponía.

Cristo afirmó altamente ante sus tiempos de tiranía, de egoísmo desenfrenado y de crueldad, especialmente entre el pueblo en medio del cual vivía y que había perdido la esperanza de salvación, el principio que jamás se invocará en vano en este mundo: el principio del amor, que ha suscitado en todo tiempo los mejores y más extraordinarios heroísmos, pero también bajo su manto los tiranos y los opresores han deslizado su averiada mercancía y consolidado la tiranía y la esclavitud. De igual modo que hoy vemos a los gobiernos ultrajar vergonzosamente a la líbertad, invocando su nombre, hasta so pretexto de defenderla, los curas justificaron siempre la religión con la moral del amor que le sirve de barniz, reservándose a renglón seguido hacer la peor de las obras de odio que imaginarse pueda.

Así, cuando los ministros del cristianismo, degenerados de los primeros catecúmenos, comenzaron, como los curas de las demás religiones, a convertir el templo en un comercio; cuando de portavoces del sufrimiento de los míseros se convirtieron en protegidos y aliados de los emperadores, de los poderosos de la Tierra, y fueron ellos mismos poderosos y señores, los oropeles humanitarios sufrieron un revolcón y el vidente reconoció en seguida el feísimo semblante de la mentira y del engaño. La desilusión de algunos permitió a otros el estudio desapasionado de ros hechos y de las ideas, y la ciencia, esta gran sacrílega, comenzó a sacudir las mentes del sopor de la creencia ciega, y el gusano roedor del libre pensamiento hincó el diente de la crítica y de la investigación en las más recónditas fuentes del sentimiento religioso. Entonces la Biblia, este libro de los libros, presentó a los ojos de aquellos que deliberadamente no los habían cerrado, grietas irremediables y vacíos espantosos.

He nombrado antes a Galileo Galilei. Hombre de ciencia, simboliza magníficamente el libre pensamiento que critica enfrente de la fe que cree sin razonar. Después de la caliginosa noche medioeval, durante la cual iluminaron el espacio las llamas sanguinolentas de las hogueras y contra las crueldades sacerdotales se elevaron los desesperados gritos de los torturados y tostados, después de esta larga noche de infamia y de dolor, este hombre se irguió gigante a desmentir la tradición, a dar un mentís a la Biblia, escudriñando en los cielos, no !o invisible y lo incomprensible, sino la razón y la causa del movimiento armonioso de los mundos en el infinito espacio. E! fue -dice Bovio- quien escribió en el firmamento una palabra con letras de estrellas que nadie la borrará.

Entre la cristalización y el transformismo, entre el credo y la crítica, entre !a autoridad y la libertad, entre la religión y la ciencia, nosotros, y no por un motivo de convicción teórica, sino también de amor por la humanidad y por nosotros mismos, de egoísmo y de altruísmo juntos, somos partidiarios de la ciencia, o sea de la libertad, de la crítica y del transformismo.

Claro está que al decir esto no pretendemos a nuestra vez imponer un dogma de ateismo o de lo que fuere a los creyentes, a los religiosos. La convicción no se impone; se propaga únicamente con la fuerza de la lógica y del raciocinio. Si al combatir por la libertad integral quisiéramos triunfar de las convicciones de los demás con la violencia y la autoridad, resultaríamos otros tiranos. Unicamente debemos impedir por todos los medios una cosa: que los demás hagan aquello que nosotros nos negamos enérgícamente a hacer; impedir a los curas, lleven o no sotana, sean negros o rojos, que violenten las conciencias, que impongan con la sugestión cuando se trate de la infancia, o con la violencia o la amenaza de daños morales, materiales o económicos si se tratase de adultos, la propia fe política o religiosa. Debemos traer nuestros enemigos a nuestro propio terreno, en er terreno de la lógica y del raciocinio en los cuales nosotros esperamos.

Precisamente porque, a menos de confesar abiertamente la propia mala fe, ningún adversario osará contradecirnos en este terreno -y si su oposición fuese a base de brutalidad y de violencia, ya sabríamos lo que nos toca hacer precisamente por esto, repito, nos sentimos arrastrados con mayor fe a afirmar que en una sociedad redimida de toda explotación, de toda tiranía y violencia del hombre sobre el hombre, de toda indigencia material e intelectual, la ciencia será la llamada a substituir totalmente, o poquísimo menos, la religión, y de todos modos y sin el casi, todas las religiones reveladas y sobrecargadas de fanatismo y de peligros para la civilización que hoy tienen atado el mundo fuertemente a la esclavitud.

Cuanto más se ensanche el campo de los conocimientos positivos del hombre, tanto más se reducirá el de fa fe en lo invisible, en lo sobrenatural y en lo inverosímil. Y al lado del avance de la ciencia junto con el retroceso de la superstición religiosa, se elevará conjuntamente el nivel moral y material de la humanidad, ya más emancipada política y económicamente. Vemos ya en efecto, que los pueblos más religiosos son los pueblos más esclavos, más sometidos a la tiranía política, más pasivamente explotados económicamente.

Ni podría ser de otro modo. Fundando la religión, la moral en la existencia de una vida espiritual ultraterrena, y dando mayor importancia a esta hipotética existencia de ultratumba, debe enseñar el desprecio de la vida material, vida real cuya afirmación no tiene necesidad de ser demostrada, mientras nada, absolutamente nada nos prueba sea verdad todo lo que los curas nos dicen del más allá. El desprecio de la vida material significa la indiferencia o casi la indiferencia ante los problemas más urgentes de la humanidad, significa no ocuparse de aumentar el propio bienestar y la propia libertad, significa esperar pacientemente la muerte, resignándose a sufrir porque los curas han dicho que sufriendo se gana el paraíso. En una palabra, es la religión de la renunciación, la religión de la muerte.

Por fin llegó el momento de llamar a los hombres a la religión de la vida, a la verdadera misión de la existencia individual y social. Demasiado esperaron en el más allá, mientras la inmensa mayoría, absorta en la contemplación de la vida futura, quedaba desvalijada. Ingenuos que por la esperanza de lo incierto han perdido lo que de cierto y positivo podian haber obtenido: un poco de felicidad, ya que no toda, sobre la Tierra.

A los que predican a los trabajadores que en el paraíso se verán compensados de las miserías y de los dolores de este mundo, deberían responder sin más preámbulos los trabajadores:

Ya volveremos a hablar de! otro mundo cuando veamos ... como está hecho. Entretanto señores curas, ya que tanto empeño ponéis en no renunciar a vuestra parte de paraíso ... terrestre, que nosotros os hemos creado, comenzamos por reclamaros un sitio para nosotros en este festín social en que tan cómodamente estáis sentados, devorándolo todo y dejándonos los huesos demasiadamente bien condimentados con prédicas ... espirituales, y lo reclamamos porque también nos urge saber, si es verdad que este paraíso existe, como es que vosotros lo predicáis a los demás y les aconsejáis que para merecerlo precisan maceraciones y sufrimientos, mientras preferis gozar, de este modo renunciando, según vuestra teoría, a! eterno paraiso. Vuestra conducta nos da a creer que sois como los charlatanes que venden a buen precio los números que aseguran saldrán premiados de la lotería, pero que nunca los juegan. Jugad también vosotros, charlatanes de la religión, si queréis que os creamos, en este juego de la vida futura. Cansados estamos nosotros de jugar sin que nunca sepamos de cierto haber sido premiados. La vida querémosla vivir ahora, entera y completa.

En nombre de vuestro Dios, si creéis realmente en él, y si es, según decís, padre amoroso de todas las criaturas, pedimos para todos el bienestar y la felicidad a que todo el mundo tiene derecho. Cesad de hablar de penitencias y de maceraciones ... para los otros. Que sí vosotros renegando la palabra genuina de Jesucristo, francamente comunista, continuáis interpretándola a vuestro modo y nos disputáis con fraude y violencia lo que nos pertenece, nosotros los trabajadores, que tenemos el número y el buen derecho, ya sabremos hallar el modo de que finalmente triunfe la justicia.

Porque inútil es hacerse ilusiones y jugar con palabras: también actualmente la religión, a semejanza de lo que ha sido siempre en el pasado, es sobre todo un instrumento de defensa del privilegio capitalista, y con las exhortaciones a la mansedumbre y a la resignación mantiene al pueblo paciente y sometido a la prepotencia patronal tanto como a lo gubernamental. ¡Ay si el pueblo perdiese la certidumbre del paraíso para consolarse de cuanto ha sufrido en esta tierra! -decía una vez el fiscal de un proceso por delito de imprenta a que asistí-, el pueblo se rebelaría contra los patronos y el orden se habría acabado ... Claro que el orden, para aquel señor, consiste en todo el sistema actual, basado en la violencia, que un puñado de hombres ejerce sobre la inmensa mayoría.

¿Os acordáis de Francisco Crispi? Blasfemó un tiempo de todas las religiones, pero también más tarde de todos los idealismos cuando, en un momento de loco pánico de la burguesia europea ante el terrorismo anarquista y las sublevaciones proletarias, arrancó a la mayoría de sus alocados burgueses las leyes malvadas Ilamadas excepcionales contra el nuevo pensamiento social, y creyendo altamente necesario dar alas a los curas para reformar con la beatucheria la moderna barraca de injusticia y de vileza, puso en la. cabeza del Dios ... del cardenal Sanfelice, en la bella. ciudad de Nápoles, el Kepi de policía. ¡Magnífica demostración de que los hombres dominantes de la burguesía ven en la fe ciega de las masas el más valioso puntal de sus privilegios politicos y económicos! De ahí la necesidad de combatir esta tiranía que los sacerdotes ejercen sobre las almas y las conciencias.

La guerra a la religión, al clericansmo, interesa, por consiguiente, grandemente a la clase obrera, que todo puede y debe esperarlo del progresar de la ciencia y del libre pensamiento, en daño del secular antagonismo de la luz y de la verdad.

Tiene la palabra religión, para los hombres del libre pensamiento, un cierto sabor antipático; religión y libertad son términos contradictorios si nos atenemos al significado literal de la palabra. Religión deriva del verbo latino religo, que quiere decir yo ato, ciño, encadeno algo, en suma, que significa negación de la libertad, cepo puesto a la razón, persecución del pensamiento. La palabra religión trae en seguida a la mente al feroz Abraham que por mandato de Dios estuvo a punto de asesinar a su propio hijo, a Agamenon que para aplacar a su Dios inmola a su hija ante el altar, a Torquemada que siglos después sacrifica tantas victimas humanas en las inquisitoriales hogueras, a Domingo de Guzmán ordenando el asolamiento de enteros paises para salvarlos, según él, de la herejia ... Esta palabra religión nos hace pensar, además, en los augures y sacerdotes de la Roma pagana que se reian, cuando se encontraban, de su embustera profesión, y en el pontífice de la Roma cristiana que inter pocula riese también al pensar en los .tesoros que le permite amasar la fabulita del Cristo. Sí fuese posible con un acto de la voluntad humana destruir la relígión entendida en este sentido, ciertamente nosotros quisiéramos destruirla.

Pero, ¿se destruyen, acaso, así las religiones, de igual modo que se abate una tiranía poliaíca? No; o por lo menos no es destrucción en el sentido material e inmediato de la palabra. A la religión, que no es razón sino sentimiento, no basta una peroración, por científica que sea, para vencerla y destruirla; no basta con quemar una iglesia, una biblia y una imagen para hacerla desaparecer. Tiene su raíz en una secular educación del alma humana, en todas sus debilidades, en todas sus vilezas, en sus errores, y, sobre todo, en su ignorancia. Iluminemos, ante todo, las mentes instruyéndolas sobre los orígenes y las razones de la vida, ahuyentemos los fantasmas imaginados por los farsantes religiosos y habremos dado el primer paso ... que no es, ciertamente, el último.

No basta conquistar la razón, la mente, si al mismo tiempo no se conquista el sentimiento, el corazón. Más aún. Si no se persuade y se vence el sentimiento, la fría convicción enseñada al cerebro se olvida poco a poco, queda envuelta en nieblas, se entibia, desaparece para dar lugar a que renazca la fe ciega que tiene sus raíces profundas, como dejo dicho, en la educación y en la debilidad humana.

Por consiguiente, conquistemos, disputemos y arranquemos de manos de los sacerdotes de lo inverosímil, el corazón del hombre, este corazón inmenso que sabe sangrar por todos los sufrimientos, palpitar por todas las miserias y amar mucho más que odiar. Mientras demolamos el dogma, procuremos asimismo vencer fa debilidad del sentimiento y fortifiquemos el corazón substituyendo con la fe en la razón de la vida, la del misterio de la muerte. De igual modo que una buena esposa sabe atraer con mil atenciones delicadas al hombre que ama, por un momento extraviado por una insana pasión, al amor más profundo hacia la familia y la madre de los propios hijos, así nosotros, después de haber destruído en el alma de los hombres la creencIa irracional en la felicidad de ultratumba, guardémonos bien de dejar el desconfortante vacío alli donde pasó la piqueta de nuestra crítica, y para los corazones sedientos de esperanza, sepamos construir con el material que nos suministra la ciencia y nos aporta la filosofía de la historia, la promesa del bienestar y de la libertad, no para después de nuestra muerte, sino antes -y si no toda para nosotros, ciertamente para nuestros hijos, en los cuales continuará nuestra vida-, aquí sobre esta Tierra, que no debe ser por más tiempo el valle de lágrimas, según la blasfemia biblica, regado como hoy con sudores y sangre, sino la fértil alma parens diva tellus, la madre tierra que da ciento por uno al que en sus negros surcos sabe arrojar, con un gesto amplio y paciente, a manos llenas, la semilla del pan y de la justicia.

He aquí la verdadera fe, la religión verdadera, la nuestra: la redención del hombre, la redención vital sobre la Tierra, por la cuar nosotros, modesta pero tenazmente luchamos, acercando el día del juicio universal por cuanto será el de toda la humanidad, pero cuya alba apuntará, no sobre los sepulcros de los que hayan vivido sobre nuestro planeta, sino pronto, entre las casas de los hombres, entre las ciudades y las naciones de todo el mundo, que al fin habran comprendido que ha llegado la hora de convertirse en hermanos y de albergar la paz, el bienestar, la igualdad y la libertad.

Esta es la religión de la vida substituyendo a la religión de la muerte; la esperanza de un porvenir mejor sobre la Tierra substituyendo a la de un paraíso hiperbólico después de la tumba. Qua iI seme, qua la spiga, qua iI diritto! Di lá c'é frode. Chi tra iI diritto e il destino dell' uomo pone in mezzo la morte e un santo che ci inganna (¡Aquí está la semilla, aquí está la espiga, aquí está el derecho! Más allá hay fraude. Quien entre el derecho y el destino del hombre pone en medio la muerte, es un santo que nos engaña.). Son palabras de Juan Bovio.

Para emancipar económicamente y politicamente al pueblo, precisa libertarlo de las cadenas del prejuicio y de la superstición. Porque precisamente por la redención del hombre, por su verdadera redención sobre la Tierra, es que nosotros modestamente, pero tenazmente, combatimos.

Aquí, en la vida real, el hombre puede tener su infierno y su paraíso. El infierno es para él la humanidad lacerada, pisoteada, miserable; la humanidad de hoy en que el pobre sufre la indigencia y el rico sufre también, si no de remordimiento por la miseria de los demás, por tantos y tantos otros dolores y miserias morales que son la consecuencla del desorden homicida en que se debate la sociedad contemporánea. El paraíso, verdaderamente tal, comparado con las presentes alforjas sociales, estará en el futuro orden de armonías económicas, intelectuales y morales y en el que el hombre no se sentirá ya, como hoy, esclavo de otro o robado por otra clase; trabajando para otros mientras los otros trabajen para él, podrá vivir sano e inteligente, seguro del mañana para él y los suyos, asistiendo sereno al desarrollo de la civilización, que entonces será satisfacción y gloria de todos.

Sí, nosotros creemos en la inmortalidad de todo lo que es verdadero, que es justo, que es bello; en esta filosofia eterna del ideal humano que debe apoyarse, no en las nubes, sino en la realidad de la vida. Creemos, sí, en la inmortalidad del hombre -no como Individuo, sino como ente colectivo-; porque es un hecho real que la humanidad, renovándose a través de las generaciones, de nosotros conserva todo lo que de verdaderamente útil y grande hemos sabido hacer por ella.

Sentimos intestificada la vida de nuestro organismo y de nuestro individual pensamiento cuando sentimos que formamos parte de este gran todo, cuando sufriendo con el dolor de todos queremos luchar por la felicidad de todos, en la cual únicamente podremos sentirnos felices. ¡He aquí la religión ideal!

¡Y dicen que tenemos solamente la codicia de ros placeres materiales, que únicamente tenemos necesidades brutales! ... No; sabemos también nosotros que no sólo de pan vive el hombre, y mientras combatimos porque el pan, necesidad elemental indiscutible, esté asegurado a todos, nuestra mente, la mirada del alma, se vuelVe hacia algo sublime. Nosotros tenemos también una ideal madonna consoladora que llama con toda la sugestión posible a sus creyentes a la lucha: es la libertad. La libertad, coronamiento moral y político juntamente del bienestar material y económico, asegurado a la inmensa familia de los hombres entre los cuales hayan totalmente desaparecido las barreras de odio entre nación y nación, entre clase y clase.

Es la diosa luminosa que el Carducci de otros tiempos, desde los collados peruginos, vió sobre ocasos de oro y cantó como una profecía:

EII'e un'altra madonna, ell'e un'ídea

fulgente di gíustizía e di píeta;

ío benedíssí chi per leí cadea,

oí benedíco chí per leí vivra.

(Es otra Nuestra Señora, es una idea -refuljente de justicia y de piedad- yo bendije al que por ella caía - yo bendigo al que por ella vivirá.).



Notas

(1) Conferencia pronunciada en la ciudad norteamericana de Patterson, el 14 de julio de 1896.


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