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Guerra a la guerra (1)

Mientras bajo el beso paterno del sol, de este sol excelso y radiante galopa la caballeria con sus relucientes armas y la infantería arrogante y marcial desfila bajo el cielo de París, que presenció un 16 de Julio y un 18 Brumario; mientras en la obrera Génova se reúnen, procedentes de todos los puntos de Italia, los cooperativistas para celebrar un Congreso donde sonríe la poderosa poesía de un porvenir social más justo y más fúlgido, se tuvo a bien invitar a este cansado militante perdido, a este humilde centinela de una gente que enarbola una bandera urtrajada para que os hablara de paz, cuando en el aire se siente aún el olor de la pólvora y el eco de la metralla de una guerra que es palingénesis y resurrección, de una guerra que es justa y de cada día en pro de los humildes y de los explotados contra las fuerzas archipoderosas del opresor capitalismo.

Sí; nosotros somos contrarios de todas las guerras injustas, ya que las hay también justas; nosotros, los militantes de un ejército que no es el de las armas y de los galones, no llevamos recuerdos paternos, a pesar de que este pobre orador que intenta sacudir vuestros ánimos con el knut del sentimiento y del resentimiento para. hacer surgir el grito de la protesta y la maldición fecunda; a pesar de que este humilde, si, pero franco orador, haya sido mecido en una cuna al lado de la cual oía la voz del abuelo que evocaba los personales recuerdos de la epopeya napoleónica con su fragor de armas y su retumbar de cañones ... Mi padre fue artillero.

Intentemos estudiar la génesis de la guerra. En el fondo, la guerra no es más que el espíritu de la gente pequeña que siente la necesidad de dar gusto a los puños. ¿Quién no recuerda, de la obra Trabajo, de Zola, la escena de los chiquillos que se apedrean, los cuales representan a la humanidad infantil reproduciendo fielmente el proceso de la psicología militarista?

Aquella infantil tendencia tendria ya que haber realizado en nuestra sociedad una evolución a través de la experiencia humana, y como aquellos chiquillos que después de haberse apedreado se reconcilian y emprenden entonces una batalla a pedrada limpia contra los faroles del alumbrado, del propio modo la tendencia a la guerra por la guerra tendrá que asumir en la sociedad moderna la forma de la fuerza que quebranta, derriba y subvierte hoy para construir mañana, la gran fuerza revolucionaria que Víctor Hugo llamó guerras justas por la igualdad y por la libertad.

Vivieron en la Historia dos tipos de héroes. El Caballero Bagardo, sin mancha y sin miedo, que efectuaba sus proezas en los tiempos en que los caballeros sabían por lo menos montar a caballo. Bagardo y el Lohengrin, de Wagner, del gran revolucionario del arte, representan una fuerza simpática de un valor apreciable.

Y aquí es donde se afirma la definición entre las dos formas de valor. La gloria y el valor deben cotejarse con la utilidad social, y cuando esta comparación se hace, el militarismo profesional que en el valor por el valor hace residir toda gloria y toda noble manifestación de la actividad humana, queda inexorablemente condenado.

La misma naturareza, como observa Liell, ha dado garras y colmillos a los animales que de la ferocidad viven, pero el hombre moderno, que posee la razón, esa formidable fuerza prometeana, como la cantó Shelleg, que conquista el rayo en beneficio de la humanidad progresiva, este hombre debe sustituir con esa fuerza que es la razón, por embrionaria que aun sea, las garras y los colmillos de la fiera.

Este orden de ideas lo ilustró nítidamente Guillermo Ferrero en su libro sobre el Militarismo, y más recientemente en el que lleva por título Grandeza y Decadencia de Roma, que es el desarrollo y la aplicación al caso específico de las teorías vertidas en el primero.

Aquel pueblo romano que más uso hizo de garras y colmillos que de humano cerebro, debía de correr fatalmente hacia su disolución. Y todo lo que Roma tuvo de más esplendoroso en arte y en pensamiento, importado fue de Grecia, de tal modo que sin escrúpulo alguno pudo el poeta cantar el Grecia capta ferum victorem coepit et artis intulit agres ti Satio.

Sin embargo, lo muy arraigado que está en nosotros el sentimiento militarista, nos lo dice la necesidad de .admiración expansiva que sentimos cada vez que desfila ante nuestros ojos un batallón de soldados con toda la pose marcial de los comparsas en el desfile de Radamés en Aida, cuando la tropa se renueva entre bastidores y una y otra vez las mismas cosas pasan y vuelven a pasar ante ros ojos del espectador ingenuo.

Pero respondamos un poco, y por favor, a esta pregunta tan simple y, sin embargo, tan importante.

En la normalidad de su vida diaria, ¿tiene la humanidad necesidad del valor civil o del valor militar?

La respuesta no es dudosa. El valor moderno es el varor civil convertido en una necesidad nueva de la humanidad, que llama a la puerta florida de los principios, que teniendo detrás de sí un pasado de glorias militares éstas sirven para que sea más espléndida aun la luz, más fúlgida, del nuevo varor en pro de la ciencia y de la humanidad.

De hecho, ¿quién osaria hoy parangonar al duque de los Abruzzos con el conde Verde o el conde Rojo de antaño, sin conceder al primero la palma de la victoria?

Deciamos, pues, guerra a la guerra, sea cualquiera fa forma en que se manifieste. Guerra a la guerra económica, moral, intelectual; guerra a toda forma de opresión, y paz a la civilización nueva basada en el gran principio de la solidaridad: solidaridad de las patrias, de las clases, de las castas, contribuyendo al libre desarrollo de las energías de cada uno en pro del beneficio de todos.

¡Un sueño! ¡Un bello sueño, si con la mágica varita de un hada se pudiera transformar esta sociedad, en la que es ley el homo hominis lupus de Hobbes, en otra sociedad basada, no ya en el privilegio, en la injusticia y en el delito colectivo, sino sobre los grandes principios de solidaridad, de justicia y de paz!

Por desgracia, existe, en cambio, en nuestra sociedad, un rebaño que se contenta con pacer, descortezando los raros hilos de yerba del prado infecundo, sin conocer más caminos que los que conducen al corral y al matadero. Y frente a ese rebaño que descorteza las tísicas yerbas del prado, los dueños de la tierra lo contemplan con ojos satisfechos desde las ventanas de la ciudad, mientras, para completar el cuadro, los soldaditos futuros la emprenden a pedradas contra los frutos del jardín y, a falta de éstos, acaso contra los negros cipreses cantados por Carducci, allá en el fondo del camino, destacándose sobre el plomizo cielo cubierto de nubes preñadas de tempestad.

¿Se ha preguntado alguno de vosotros cómo justifican los mrntaristas la sobrevivencia en nuestra sociedad de esas costumbres de otros tiempos menos civilizados que los nuestros?

Yo recuerdo ciertos viejos mapas amarillentos y recuerdo la temblorosa voz del abuelo que justificaba al militarismo -entonces se decía la armada- casi con los mismos silogismos con que Torquemada justificaba la Santa Inquisición.

En el concepto torpemente católico de los inquisidores, las víctimas sometidas a los suplicios conquistaban más pronto en la otra vida las glorias del Paraíso, y si quitáis al mundo la milicia -decíame el abuelo-, con ello desaparecería la mayor parte de nobleza del espíritu humano.

Y no obstante, esta justificación, que tenía sus orígenes en el espírítu esforzado de los caballeros antiguos, era menos odiosa que la de los guerreros de mostrador de nuestros días, maldecidos por Víctor Hugo, y que, no obstante, han sobrevivido en el siglo XIX, que fue el siglo de la experiencia, el Siglo de la atención, como lo Ilamó Kropotkin. Y, sin embargo, en este alambique de experímentos Ilamado siglo XIX, cínicamente continuó llamándose gloria a lo que no era sino delito.

El crimen de la guerra, precioso libro de Alberti, poco conocido de los italianos, que en su analfabetismo renuncian voluntariamente a conocer lo que más de cerca les interesa, ilustra este concepto de la gloria puesta al lado del delito en cuanto éste es explicación de una criminalidad colectiva.

El que de vosotros haya tenido la desgracia de leer alguna de aquellas ofensas a la lógica y a la gramática que suelen llamarse notas diplomáticas, habrá observado que la suerte de la justicia y de la paz entre los hombres se encierra aún en estas pocas expresiones:

-Tengo yo razón. -No, yo la tengo. -Pues toma este sablazo. -Y tú esta estocada. -Y ahí tenéis a la humanidad que en pleno siglo XX hace la prueba del agua amarga, del borceguí de pez hirviente: el juicio de dios, de medieval herencia.

¡Oh! Aquel código, aquel código penal que envía a presidio a los autores del homicidio individual y ante los 35.000 asesinados en Polonia deja que el alma popular lance por boca de Froquet su maldición fecunda: ¡Viva la Polonia, monsieur!

¡Ah! Si el biblico qui gladio ferit gladio perit tuviese que ser verdad, ¡cuántas veces debería matarse a los autores responsables de las fabulosas matanzas como la de Polonia!

Pero consolémonos, que hoy la guerra ha perdido ya algo de su carácter primitivo; que hoy no es ya salvaje la guerra como antiguamente; que se ha convertido en cientifica y cínica.

¡Profanación de una palabra sagrada! La guerra científica, o sea, las precIaras dotes del ingenio, las noches de insomnio del hombre de estudio dedicadas al feroz problema de la destrucción ...

En este caso, ciencia es sinónimo de maldición ... Servíos de ella, ¡oh hombres! , como de una diosa benéfica, para arrancar sus secretos a la naturaleza, para dar vida a las máquinas, la fuerza al carbón; utilizadla para convertir el rayo en productor de riqueza, para aligerar las fatigas del hombre, para atenuarle sus dolores, para restaurar los relajados tendones de la humana abeja en sus fatigas del trabajo cotidiano; utilizadla para horadar montañas, para regar los valles, para sanear el aire, para enlazar pueblos con pueblos en fraternal abrazo de solidaridad y de colaboración, a fin de que juntos procedan a la conquista del progreso y de la felicidad.

Haced de la ciencia un instrumento de civilización y no de destrucción y de muerte ...

Hemos dicho que la guerra moderna es cínica, y, de hecho, la guerra científica, con la cual se matan a millares de metros de distancia los hombres, que no se conocen, que no se han visto jamás, ha perdido también la forma del culto primitivo de la fuerza y de la destreza en ras armas, de que fue un ejemplo la antigua Grecia.

Los Agamenon y los Aquiles ya no son posibles con los fusiles de repetición, con las balas dum dum y con la dinamita, la melinita y con todas .aquellas sustancias explosivas tan similares en sus efectos a aquellos otros estragos de la humanidad como la bronquitis, la pulmonía, la pleuresía, etc. Hoy triunfa Moltke disponiendo serenamente sobre el mapa topográfico las banderitas rojas que indican los movimientos del enemigo y los ataques afortunados del combatiente.

Pero si mañana, sobre la azulada bóveda, una mirada pensativa pudiese contemplar la humana tragedia, con tantas vidas juveniles segadas en flor, como una hoz inexorable, y a las armas de fuego vomitando inconscientemente la muerte, tan inconscientemente como los que las cargan; si esta mirada pudiese abarcar el amontonamiento de los cadáveres mutilados y la sangre que baña la tierra, sin una lágrima de pena, sin un remordimiento, se preguntaría si toda aquella carnicería es acaso obra de un destino ciego, inexorable, que condena a los hombres desde su orígen a un común matadero, o una gran locura que sojuzga al género humano, pervierte la historia y triunfa sobre el hombre arrogantemente.

Quemando el último cartucho, empuñando el último puñal, los partidarios de las guerras hablan jesuiticamente, recitando el clásico licet vim repellere vi, de defensa del territorio, del suelo natal, de la patria ...

Pero, ¿de qué patría? Decídmelo por favor. ¿De la patría de los comendatori o de la patría común de todos los italianos?

Cuando nos cubríais de fango, nos atabais las manos y nos arrojabais al destierro, porque considerabais que éramos destructores de la familia, de la religión y de la patria, nosotros también llorábamos al despedirnos de nuestro mar y de nuestro azulado cielo itálico, y en la patria adoptiva imploramos el culto, la veneración preñada de deseos del nativo suelo lejano; nosotros también, y mucho más sinceramente que otros, dirigíamos nuestros pensamientos a esta patria de la que nos habíais arrojado, pero no por eso sentíamos la necesidad de matar a aquellos que no tuvieron la suerte de nacer bajo un cielo azul como el nuestro, en las costas de un mar tan risueño y oliente como e! mar Sigúrico.

Y de este modo, al lado del amor a la patria, aprendimos el amor a los hombres y aprendimos a repetir, día tras día, la fórmula del augusto Tolstoi, que invita a los soldados de todo el mundo a no disparar contra sus hermanos, aun cuando así se les ordene.

Y esto es lo que conviene repetir siempre, y, como la esposa de Moliére, yo os repito siempre las mismas cosas, ya que vosotros hacéis siempre las mismas cosas, y mientras hagáis siempre las mismas cosas, las mismas cosas os repetiré siempre.

El mismo Napoleón -ya veis de quien tomo la verdad-, el mismo Napoleón dijo que el argumento más eficaz es la repetición.

Y repitiendo todo lo que hemos dicho hasta este momento, no podemos hacer más que resumir nuestras palabras en un grito; grito que sea a un mismo tiempo maldición, promesa y augurio de una nueva era que no destierre la lucha fecunda, la benéfica lid en el campo del arte, de la ciencia y de la aplicación murtiforme de la vida diaria, pero era que destierre para siempre la lucha sangrienta y fratricida perpetrada por los poderosos en su afán de dominio, por su sed de monopolio del poder sobre la grey humana que no conoce otro camino que el que conduce al corral y al matadero: ¡Guerra a la guerra! ¡Suprimamos el militarismo!



Notas

(1) Conferencia pronunciada el 18 de octubre de 1903 en Génova, organizada por el grupo redactor del periódico La Paz.


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