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EL FEDERALISTA

Número 84



Al pueblo del Estado de Nueva York:

En el curso del anterior examen de la Constitución me he ocupado de casi todas las objeciones que se han presentado en su contra y me ne esforzado por refutarlas. A pesar de ello, quedan algunas que no era posible clasificar correctamente dentro de los temas especiales discutidos o que olvidé en el lugar que les correspondía. Las discutiré ahora; pero como la obra se ha alargado mucho, tendré muy en cuenta la necesidad de ser breve y expondré en un solo artículo todas mis observaciones sobre estos diversos puntos.

La más importante de las objeciones que me falta contestar es que el plan de la convención no contiene una declaración de derechos. Entre las explicaciones que se han dado de esta circunstancia se ha observado en varias ocasiones que en el mismo caso se encuentran las constituciones de diversos Estados, y añado que entre ellos se halla Nueva York. No obstante esto, los enemigos que tiene el nuevo sistema en este Estado y que declaran sentir una admiración ilimitada hacia su Constitución, militan entre los partidarios más intemperantes de la declaración de derechos. Para justificar su celo en este asunto alegan dos cosas: primera, que aunque la Constitución de Nueva York no está precedida de una enumeración de los derechos del hombre contiene, sin embargo, más adelante, varias cláusulas a favor de determinados privilegios y derechos, que equivalen sustancialmente a lo mismo; segunda, que la Constitución adopta íntegramente el Common Law y el derecho escrito de la Gran Bretaña, los cuales garantizan muchos otros derechos que no se expresan en ella.

A la primera, contesto que la Constitución propuesta por la convención contiene, como la Constitución de este Estado, varias disposiciones de la índole descrita.

Independientemente de las que se relacionan con la estructura del gobierno, encontramos las siguientes:

Artículo 1° sección 3, cláusula 7: La sentencia en los casos de acusación por delitos oficiales no tendrá otro efecto que la destitución del cargo y la inhabilitación para ocupar y disfrutar cualquier puesto honorífico, de confianza o remunerado que dependa de los Estados Unidos; pero la persona declarada culpable podra ser acusada, enjuiciada, juzgada y castigada de acuerdo con la ley. Sección 9 del mismo artículo, cláusula 2: El privilegio del recurso de habeas corpus no se suspenderá, excepto cuando la seguridad pública lo requiera, en los casos de rebelión o invasión. Cláusula 3: No se expedirá ningún decreto que imponga penas y prive de derechos sin previo juicio ante los tribunales, ni ninguna ley ex post tacto. Cláusula 7: Los Estados Unidos no expedirán títulos de nobleza y ninguna persona que ocupe un puesto remunerado o de confianza podrá aceptar sin consentimiento del Congreso ningún regalo, emolumento, puesto o título de cualquier clase que sea, procedente de reyes, príncipes o Estados extranjeros.

Artículo 3° sección 2, cláusula 3: Todos los cnmenes, excepto en los casos de responsabilidades oficiales, serán juzgados ante un jurado y el proceso tendrá lugar en el Estado donde los referidos crímenes se hayan cometido; pero si no se hubieren cometido en ningún Estado, el proceso se celebrará en el lugar o los lugares que el Congreso haya dispuesto por medio de una ley. Sección 3 del mismo artículo: La traición contra los Estados Unidos sólo podrá consistir en hacer la guerra contra ellos, o en adherirse a sus enemigos, prestándoles ayuda y apoyo. No se podrá condenar por traición a persona alguna, sin el testimonio de dos testigos del mismo hecho patente, o basándose en confesión hecha en audiencia pública. Y cláusula 3 de la misma sección: El Congreso estará facultado para establecer el castigo correspondiente a la traición, pero ninguna condena por traición podrá privar del derecho de heredar o de trasmitir bienes por herencia, ni producirá la confiscación, a no ser durante la vida de la persona a que se refiera.

Resulta muy discutible si estas disposiciones no poseen, en conjunto, la misma importancia que las que se encuentran en la Constitución de este Estado. El establecimiento del recurso habeas corpus, la prohibición de las leyes ex post tacto y de los títulos de nobleza, puntos acerca de los cuales no tenemos ninguna disposición correspondiente en nuestra Constitución, acaso proporcionan una mayor garantía para la libertad y el republicanismo que cualquiera de las allí contenidas. El hecho de calificar un acto de criminal después de que ha sido perpetrado o, en otras palabras, sujetar a los hombres a castigo por cosas que no infringían ninguna ley cuando se cometieron, y la práctica de los encarcelamientos arbitrarios, han sido, en todos los tiempos, el instrumento favorito y más formidable de la tiranía. Las observaciones del sensato Blackstone (1) respecto a los últimos, merecen ser recordadas:

Privar a un hombre de la vida -dice- o confiscar sus bienes por la violencia, sin que medien acusación ni proceso, sería un acto tan burdo y notorio de despotismo, que desde luego debe comunicar a toda la nación un sentimiento de alarma; pero encarcelar a una persona, llevándola en secreto a una prisión, donde sus sufrimientos se ignorarán u olvidarán, constituye una forma menos pública, menos notable y, por lo tanto, un instrumento más peligroso del gobierno arbitrario. Y como remedio para este funesto mal, elogia enfáticamente cada vez que se presenta la ocasión al habeas corpus, al que en un pasaje llama el baluarte de la Constitución Británica (2).

No hace falta explayarse en aclarar la importancia de la prohibición de los títulos de nobleza. Con razón puede llamársele la piedra angular del gobierno republicano, pues, mientras se mantenga, no puede existir un peligro serio de que el gobierno caiga en otras manos que las del pueblo.

A la segunda -esto es, a la pretendida adopción del Common Law y del derecho escrito por la Constitución- contesto que se les sujeta expresamente a los cambios y disposiciones que la legislatura elabore de tiempo en tiempo respecto a ellos. Están expuestos, por vía de consecuencia, a ser derogados en cualquier momento por el poder legislativo ordinario y no gozan, evidentemente, de una sanción constitucional. La única utilidad de la declaración consistió en confirmar el derecho antiguo y en desvanecer las dudas que pudo ocasionar la Revolución. Por tanto, esto no puede ser considerado como parte de una declaración de derechos, ya que en nuestras constituciones ésta tiene como finalidad limitar el poder del gobierno mismo.

Se ha observado con razón varias veces que las declaraciones de derechos son originalmente pactos entre los reyes y sus súbditos, disminuciones de la prerrogativa real en favor de fueros, reservas de derechos que no se abandonan al príncipe. De esa índole es la Carta Magna arrancada por los barones, espada en mano, al rey Juan. Y a esa clase pertenecen también las confirmaciones posteriores de esa Carta por los príncipes que siguieron, la Petición de Derechos, aceptada por Carlos I al comenzar su reinado; la Declaración de derechos presentada por los Lores y los Comunes al Príncipe de Orange en 1688, a la que después se dio la forma de una ley del parlamento, llamándola Ley de Derechos. Es evidente, por lo anterior, que, de acuerdo con su significado primitivo, no tienen aplicación en el caso de las constituciones, las cuales se fundan por hipótesis en el poder del pueblo y se cumplen por sus representantes y servidores inmediatos. Estrictamente hablando, el pueblo no abandona nada en este caso, y como lo retiene todo, no necesita reservarse ningún derecho en particular. Nostros, el pueblo de los Estados Unidos, con el objeto de asegurar los beneficios de la libertad a nosotros mismos y a nuestros descendientes, estatuimos y sancionamos esta Constitución para los Estados Unidos de América. Aquí tenemos un reconocimiento de los derechos populares superior a varios volúmenes de esos aforismos que constituyen la distinción principal de las declaraciones de derechos de varios de nuestros Estados, y que sonarían mucho mejor en un tratado de ética que en la constitución de un gobierno.

Pero una minuciosa enumeración de derechos particulares resulta ciertamente mucho menos oportuna en una Constitución como la que estudiamos, que sólo pretende regular los intereses políticos generales de la nación, que en una Constitución que debe regular toda clase de asuntos privados y personales. Por lo tanto, si están bien fundados los clamores que se dejan oír por este motivo contra el plan de la convención, no habrá epítetos demasiado fuertes para reprobar la Constitución de este Estado. Pero lo cierto es que ambas contienen, en relación con sus fines, todo lo que es razonable desear.

Voy más lejos y afirmo que las declaraciones de derechos, en el sentido y con la amplitud que se pretenden, no sólo son innecesarias en la Constitución proyectada, sino que resultarían hasta peligrosas. Contendrían varias excepciones a poderes no concedidos y por ello mismo proporcionarían un pretexto plausible para reclamar más facultades de las que otorgan. ¿Con qué objeto declarar que no se harán cosas que no se está autorizado a efectuar? Por ejemplo: ¿para qué se afirmaría que la libertad de la prensa no sufrirá menoscabo, si no se confiere el poder de imponerle restricciones? No es que sostenga que una disposición de esa clase atribuiría facultades de reglamentación; pero es evidente que suministraría a los hombres con tendencias usurpadoras, una excusa atendible para reclamar ese poder. Podrían argumentar con cierta apariencia de razón que no se debe imputar a la Constitución el absurdo de precaverse contra el abuso de una potestad que no existe y que la disposición que prohibe limitar la libertad de la prensa autoriza claramente a inferir la intención de dotar al gobierno nacional de la facultad de prescribir normas apropiadas en el caso de dicha libertad. Esto puede servir de ejemplo de los numerosos asideros que se ofrecerían a la doctrina de los poderes de interpretación si se transige con este imprudente celo en favor de las declaraciones de derechos.

A pesar de lo mucho que se ha escrito a propósito de la libertad de prensa, no puedo resistir la tentación de añadir una o dos observaciones: en primer lugar, observo que en la Constitución de este Estado no existe una sola sílaba que se refiera a ella; en segundo, sostengo que lo que se ha dicho en los otros Estados carece de todo valor. ¿Qué significa la declaración de que la libertad de la prensa gozará de una protección inviolable? ¿Qué es la libertad de prensa? ¿Quién puede dar de ella una definición que no deje un ancho campo a los subterfugios? Afirmo que resulta impracticable y deduzco de esto que la garantía de la referida lIberad, a pesar de las elocuentes declaraciones que se inserten en su favor en cualquier Constitución, depende en absoluto de la opinión pública y del espíritu general del pueblo y del gobierno (3). Y aquí, al fin de cuentas, es donde hemos de buscar la única base sólida de nuestros derechos, según ya se ha insinuado en otra ocasión.

Para terminar con este punto sólo falta estudiar otro aspecto que presenta. Lo cierto es, después de todas las peroraciones que hemos oido, que la Constitución forma por sí misma una declaracón de derechos en el sentido verdadero de ésta y para todos los efectos beneficiosos que puede producir. En la Gran Bretaña, las distintas cartas de derechos integran su Constitución y, recíprocamente, la Constitución de cada Estado constituye su declaración de derechos. Y la Constitución propuesta, en el caso de ser adoptada, sería la carta de derechos de la Unión. ¿No es uno de los fines de las declaraciones de derechos el declarar y especificar los privilegios políticos de los ciudadanos con relación a la estructura y administración del gobierno? Pues esto lo hace del modo más amplio y preciso el plan de la convención, el cual incluye algunas precauciones a favor de la seguridad pública que no figuran en ninguna de las constituciones locales. ¿Otro de los fines de la enumeración de derechos consiste en definir ciertas inmunidades y ciertos modos de proceder, relacionados con asuntos personales y privados? Como ya hemos visto, el propio plan provee también a esta necesidad en una variedad de casos. Si damos, pues, a la declaración de derechos su sentido esencial, resulta absurdo afirmar que no existe en el trabajo de la convención. Puede decirse que no va bastante lejos, aunque no será fácil demostrarlo; pero no es posible sostener rectamente que no la hay. Seguramente la forma empleada para declarar los derechos de los ciudadanos debe importar muy poco, con tal de que se le encuentre en alguna parte del instrumento que instituye el gobierno. Así se pone de manifiesto que mucho de lo que se ha dicho sobre este tema descansa en distinciones puramente verbales y nominales, por completo extrañas al fondo del problema.

Otra objeción que se ha hecho y a la cual se atribuye gran importancia, si hemos de juzgar por la frecuencia con que se la repite, es de esta naturaleza: Es impropio -dicen los autores de la observación- revestir al gobierno nacional de poderes tan amplios como los que se propone, porque la sede de dicho gobierno ha de estar forzosamente demasiado alejada de muchos Estados para permitir que la masa de los electores tenga el debido conocimiento de la conducta de su cuerpo representativo. Si este argumento prueba algo, será que no debería existir un gobierno nacional de cualquier clase que sea. Porque los poderes que todo el mundo conviene que deben atribuirse a la Unión no pueden confiarse de modo seguro a un cuerpo que esté sustraído a la inspección requerida. Pero sobran razones para demostrar que la objeción realmente no está bien fundada. En la mayoría de los argumentos que giran alrededor de la distancia, existe una patente ilusión. ¿Cuáles son las fuentes de información en las que el pueblo del Condado de Montgomery ha de basarse para juzgar la conducta de sus representantes en la legislatura del Estado? No posee los beneficios de una observación personal, de la cual sólo disfrutan los ciudadanos que residen en el punto donde se reúne. Depende, por lo tanto, de la información que le suministren algunos hombres inteligentes en quienes se confía. ¿Cómo obtienen estos hombres su información? Evidentemente del aspecto que ofrecen las medidas públicas, de las publicaciones oficiales, de la correspondencia que sostienen con sus representantes y con otras personas que residen en el lugar de las deliberaciones. Esto no se aplica solo al Condado de Montgomery, sino a todos los distritos que se hallan a una distancia considerable de la residencia del gobierno.

Es igualmente evidente que el pueblo dispondría de las mismas fuentes de información en relación con la conducta de sus representantes en el gobierno general, y los obstáculos para una rápida comunicación, creados por la distancia, estarían más que compensados por los gobiernos de los Estados. Los departamentos legislativos y ejecutivos de cada Estado serían otros tantos centinelas para vigilar a las personas empleadas en los distintos sectores de la administración nacional, y como se hallarán capacitados para adoptar y seguir un sistema eficaz para comunicarse entre sí, nunca les será difícil conocer el comportamiento de quienes representan a sus electores en las asambleas nacionales, y podrán trasmitir rápidamente dicho conocimiento al pueblo. Puede contarse con que estarán dispuestos a enterar a la comunidad de todo lo que pueda causar perjuicio a sus intereses por culpa de otro sector, aunque sólo sea como consecuencia de la rivalidad del poder. Y podemos concluir rotundamente que el pueblo, a través de ese conducto, estará mejor informado del proceder de sus representantes nacionales de lo que puede estado sobre el de sus representantes locales, con los medios de información con que cuenta actualmente.

Debe recordarse también que los ciudadanos que habiten en la sede misma del gobierno o en la región circunvecina tendrán el mismo interés que los que viven a distancia en todos los problemas relativos a la libertad y a la prosperidad general, y estarán prestos a dar la alarma cuando sea necesario, así como a señalar a los autores de cualquier proyecto pernicioso. Los periódicos serán también los veloces mensajeros que tendrán al corriente a los habitantes de los lugares más remotos de la Unión.

Entre las muchas curiosas objeciones que se han manifestado contra la Constitución propuesta, la más extraordinaria y menos fundada es la que se deduce de la ausencia de alguna disposición respecto a las deudas con los Estados Unidos. Esta circunstancia se ha interpretado como una remisión tácita de dichas deudas y como una maniobra perversa con el fin de tapar a quienes no cubren lo que deben al gobierno. Los periódicos han estado llenos de invectivas incendiarias sobre el particular, a pesar de lo cual es muy claro que esta insinuación se halla desprovista de todo fundamento y que la engendraron una extrema ignorancia o una picardía extrema. A las observaciones que ya hice en otro lugar sólo añadiré ahora que hay un sencillo axioma de sentido común, acogido también como doctrina en el derecho político, según el cual los Estados no pierden ninguno de sus derechos ni quedan relevados de ninguna de sus obligaciones por el hecho de cambiar la forma de su gobierno civil (4).

La última objeción de cierta importancia que recuerdo de momento estriba en el problema del costo. Aunque fuera cierto que la adopción del gobierno propuesto ocasionaría un aumento considerable en los gastos, la objeción carecería de valor en contra del plan.

La gran mayoría de los ciudadanos americanos está convencida, con razón, de que la Unión forma la base de su felicidad política. Los hombres sensatos de todos los partidos, con pocas excepciones, están de acuerdo al presente en que dicha Unión no podría conservarse bajo el sistema actual, ni en ausencia de alteraciones radicales; en que es preciso conferir nuevos y amplios poderes al centro federal, los que hacen necesario que sea organizado en forma diferente, ya que un solo cuerpo es un depositario peligroso para facultades tan amplias. Si se conviene en todo esto, habrá que prescindir del problema económico, pues es imposible reducir la base sobre la cual debe edificarse este sistema y a pesar de ello sentirse seguros. Al principio, las dos ramas de la legislatura comprenderán sólo sesenta y cinco personas, o sea el mismo número de que puede componerse el Congreso conforme a la Confederación existente. Es verdad que este número está llamado a aumentar; pero esto será en proporción al progreso de la población y al aumento de los recursos del país. Es evidente que un numero menor, aun al principio, habría sido peligroso y que persistir en el número primitivo daría por resultado que el pueblo estaría representado en forma inadecuada, cuando la población alcanzara un mayor grado de desarrollo.

¿De dónde ha de surgir el temido aumento en los gastos? Uno de los motivos que se indican es el de la multiplicación de empleos públicos que dependerán del nuevo gobierno. Penetremos un poco en esta cuestión.

Es evidente que los principales departamentos administrativos que integran el gobierno actual no difieren de los que necesitará el nuevo gobierno. Hay ahora una Secretaría de Guerra, una Secretaría de Negocios Extranjeros, una Secretaría de Asuntos Internos, una Junta del Tesoro, compuesta de tres personas, un tesorero, ayudantes, escribientes, etc. Estos funcionarios son indispensables en cualquier sistema y bastarán en el nuevo como en el viejo. En cuanto a los embajadores, ministros y demás enviados en los países extranjeros, la Constitucion propuesta no puede introducir más innovación que la de hacer más respetable su representación y más útiles sus servicios. Respecto a las personas empleadas en la recaudación de impuestos, es indudable que aumentarán considerablemente el número de los funcionarios federales; pero de ello no se deduce que implique un aumento en los gastos públicos. En la mayoría de los casos, lo unico que habrá será la sustitución de los funcionarios de los Estados por los nacionales. El cobro de los derechos de importación y exportación, por ejemplo, estará exclusivamente encomendado a estos últimos. Los Estados, considerados individualmente, no necesitarán empleados para esta finalidad. ¿Qué diferencia puede representar en el terreno económico el que los funcionarios aduanaIes sean nombrados por los Estados o por la Unión? No existe un motivo fundado para suponer que serán más numerosos en el segundo caso o sus salarios serán más elevados que si los designaran los Estados.

¿Dónde hemos de hallar entonces esos gastos suplementarios que harán ascender su monto a la enorme cifra de que se nos habla? La partida más importante que se me ocurre se refiere a los sueldos de los jueces de los Estados Unidos. No añado al Presidente porque hay ahora un presidente del Congreso, cuyos gastos no son mucho menores de los que ocasionaría el Presidente de los Estados Unidos. El sostenimiento de los jueces será sin duda un gasto adicional, pero su importancia dependerá del sistema concreto que se adopte respecto a este asunto. Lo cierto es que siendo razonable dicho plan, el gasto no puede exceder de una suma carente de trascendencia.

Veamos ahora lo que puede contrarrestar cualquier gasto extraordinario que sea consecuencia del establecimiento del gobierno proyectado. Lo primero que se observa es que una gran parte de los asuntos que obligan al Congreso a permanecer reunido todo el año se despacharán por el Presidente. Inclusive las negociaciones con el extranjero pasarán a ser de su incumbencia, con arreglo a los principios generales que convenga con el Senado y quedando sujetas a la aprobación final de éste. De aquí que sea evidente que bastará una parte del año para el período de sesiones tanto del Senado como de la Cámara de Representantes; que podemos suponer será de una cuarta parte para esta última y de una tercera, tal vez medio año, para el primero. El trabajo adicional que significarán los tratados y los nombramientos puede ser la causa de que el Senado tenga quehacer mas tiempo. De estas circunstancias se deduce que mientras la Cámara de Representantes no aumente considerablemente su número actual, habrá un ahorro importante en el costo, como resultado de la diferencia entre la sesión permanente que tenemos actualmente y la reunión temporal del futuro Congreso.

Pero hay otra consideración de gran importancia desde el punto de vista de la economía. Los asuntos de los Estados Unidos han ocupado hasta ahora tanto a las legislaturas de los Estados como al Congreso. Este último ha hecho requisiciones que las primeras han tenido que satisfacer. De aquí que las sesiones de las legislaturas locales se hayan prolongado mucho más de lo que era necesario para despachar los asuntos puramente internos de los Estados. Más de la mitad de su tiempo se ha ocupado frecuentemente en problemas relacionados con la Unión. Actualmente los miembros que integran las legislaturas de los Estados pasan de dos mil, y este número ha desempeñado hasta ahora lo que dentro del nuevo sistema se encomendará en un principio a sesenta y cinco personas y en lo futuro probablemente a no más de ese número, aumentado en una cuarta o una quinta parte. Bajo el gobierno propuesto, el Congreso se encargará de todos los asuntos que correspondan a los Estados Unidos por sí solo, sin intervención de las legislaturas de los Estados, que en lo sucesivo sólo atenderán los asuntos de sus respectivos Estados y no tendrán de ninguna manera que celebrar sesiones de la duración de antes. La diferencia en el término de las sesiones de las legislaturas locales representa claramente una ganancia y constituirá ella sola un capítulo de ahorros, que puede estimarse como equivalente de cualesquiera aumentos en los gastos que ocasione la adopción del nuevo sistema.

Resulta de estas observaciones que los motivos de gastos suplementarios como consecuencia del establecimiento de la Constitución propuesta son mucho menores de lo que se suponía; que se hallan compensados por un ahorro considerable y que, si bien es discutible de qué lado se inclinará la balanza, se puede estar seguro de que un gobierno menos costoso sería inepto para realizar los propósitos que se persiguen con la Unión.

PUBLIO

(Todo indica que la autoría de este escrito pertenece a Alexander Hamilton)




Notas

(1) Ver los Comentarios de Blackstone, vol. I, p. 136.- PUBLIO.

(2) Ob. cit., vol. IV, p. 438.- PUBLIO.

(3) Con el objeto de probar que existe en la Constitución el poder de influir sobre la libertad de imprenta, se ha recurrido al poder de imponer contribuciones, Se afirma que las publicaciones se gravarán con derechos tan elevados que equivaldrán a una prohibición. Ignoro con qué razonamiento lógico podría sostenerse que las declaraciones de las constituciones locales a favor de la libertad de prensa constituirían un impedimento de orden constitucional al establecimiento de derechos sobre las publicaciones por parte de las legislaturas de los Estados. Indudablemente que no puede pretenderse que cualquier derecho, por reducido que sea su importe, representaría una restricción de la libenad de imprenta. Estamos enterados de que los periódicos pagan impuestos en la Gran Bretaña, a pesar de lo cual es notorio que en ningún otro país goza la prensa de mayor libertad. Y si es posible imponer alguna clase de derechos sin violar esa libertad, resulta evidente que su monto ha de dejarse a la prudencia del legislativo, templada por la opinión publica; de lo cual se desprende en último término que las declaraciones generales referentes a la libertad de prensa no pueden proporcionarIe una seguridad mayor de la que disfrutaría sin ellas. De las mismas agresiones puede ser objeto por medio de los impuestos con arreglo a las constituciones de los Estados, que incluyen esas declaraciones, que bajo la vigencia de la Constitución en proyecto, que no las contiene. Tendría la misma significación exactamente declarar que el gobierno debe ser libre, que los impuestos no han de ser exagerados, etc., que declarar que la libertad de prensa no debe ser objeto de limitaciones.- PUBLIO.

(4) Ver las Institutas de Rutherford, vol. II, libro II, cap. X, secs. XIV y XV. Ver también Grocio, libro II, cap. IX, secs. VIII y IX.- PUBLIO.

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