Índice de El federalista de Alexander Hamilton, Santiago Madison y John JayEscrito ochenta y cuatroBiblioteca Virtual Antorcha

EL FEDERALISTA

Número 85



Al pueblo del Estado de Nueva York:

De acuerdo con la división metódica del tema de estos artículos, tal como la anuncié en el primero, aún nos quedarían dos puntos por discutir: la analogía del gobierno propuesto con la Constitución de vuestro Estado y la seguridad suplementaria que su adopción dará al gobierno republicano, a la libertad y a la propiedad. Pero estos puntos han sido ya anticipados y agotados en el transcurso de mi labor en forma tan amplia que casi no podríamos hacer otra cosa que repetir más prolijamente lo que se ha dicho con anterioridad, si el avanzado estado en que se encuentra la cuestión y el tiempo que ya le hemos dedicado no se unieran para impedírnoslo.

Es notable que la semejanza que existe entre el plan de la convención y el ordenamiento que organiza el gobierno de este Estado no se refiera únicamente a muchos de los supuestos defectos, sino también a las positivas cualidades del primero. Entre los pretendidos defectos está la reelegibilidad del Ejecutivo, la ausencia de un consejo, la omisión de una declaración solemne de derechos, la de una disposición referente a la libertad de prensa. Estas faltas y muchas otras de que hemos tomado nota en el curso de nuestras investigaciones, se pueden reprochar de igual modo a la Constitución vigente de este Estado y a la que se propone para la Unión, y no puede pretender que procede con mucha consistencia el hombre que habla mal de ésta por dichas imperfecciones, pero no tiene inconveniente en excusarlas cuando se trata de aquélla. No puede haber mejor prueba de la insinceridad y artificio de algunos de los más apasionados enemigos del plan de la convención en esta región, los cuales se manifiestan devotos admiradores del gobierno que los rige, que la furia con que han atacado a aquél, a causa de cuestiones en que nuestra propia Constitución es tan vulnerable o posiblemente más que dicho plan.

Las seguridades suplementarias a favor del gobierno republicano, de la libertad y la propiedad, que procederán de la adopción del plan propuesto, consisten sobre todo en las restricciones que la conservacion de la Unión impondrá a las facciones y levantamientos locales y a la ambición de los poderosos de determinados Estados, que cuenten con reputación e influencia bastantes para convertirse de cabecillas o favoritos en tiranos del pueblo; en las menores oportunidades a la intriga extranjera, que, en cambio, incitaría y facilitaría la disolución de la Confederación; en las medidas para evitar grandes organizaciones militares, que no tardarían en brotar por obra de las guerras entre los Estados si se hallan éstos desunidos; en la garantía expresa que se les extiende de mantener en ellos gobiernos republicanos; en la absoluta y universal exclusión de los títulos nobiliarios y en las precauciones establecidas en contra de las prácticas de los gobiernos locales que han minado los cimientos del crédito y de la propiedad, engendrando un sentimiento de desconfianza en los pechos de los ciudadanos de todas las clases y ocasionando un abatimiento casi universal del nivel moral.

De esta suerte he desempeñado, conciudadanos, la tarea que me asigné; vuestra conducta dirá si ha sido con éxito. Confío al menos en que admitiréis que no he quebrantado la promesa que os hice por lo que respecta al espíritu con que llevaría a cabo mi proyecto. Me he dirigido exclusivamente a vuestro discernimiento, evitando cuidadosamente esas asperezas que deshonran con demasiada frecuencia a los contendientes políticos de todos los partidos y que han sido provocadas en no pequeña parte por el lenguaje y los procedimientos de los enemigos de la Constitución. La acusación de conspirar contra las libertades del pueblo, que ha sido lanzada sin distinción contra los defensores de este plan, es demasiado extravagante y perversa para no excitar la indignación de todo hombre que encuentra en sus propios sentimientos la refutación de la calumnia. Los continuos ataques que han resonado en contra de los ricos, los biennacidos y los que ocupan una posición eminente han sido de tal naturaleza que han provocado la repugnancia de todos los hombres sensatos. Y las inexcusables reticencias y tergiversaciones a que se ha recurrido con el objeto de ocultar la verdad al público han sido tales que reclaman la censura de todas las personas honradas. No es imposible que estas circunstancias me hayan arrastrado ocasionalmente a expresiones intemperantes que no eran mi intención; es cierto que frecuentemente he sido objeto de una lucha entre mis sentimientos y el afán de moderación, y si los primeros han prevalecido en algunos casos, me excuso haciendo notar que no ha sido demasiado ni muy frecuentemente.

Detengámonos ahora y preguntémonos si en el curso de estos artículos no se ha logrado vindicar satisfactoriamente a la Constitución propuesta de los cargos que se le han lanzado y si no se ha demostrado que es digna de la aprobación general y necesaria a la seguridad y prosperidad públicas. Cada hombre está obligado a contestarse estas preguntas a sí mismo, de acuerdo con su recta conciencia y su mejor comprensión, y a actuar conforme a los dictados auténticos y serenos de su buen juicio. Nadie puede dispensarle de este deber. Todas las obligaciones que forman los vínculos sociales lo exhortan, más aún, lo estrechan, a cumplirlo con sinceridad y honradez. Ningún motivo especial, ningún interés particular, ni el orgullo de defender una opinión, ni un prejuicio ni pasión temporales, justificarían ante sí mismo, ante su país y ante la posteridad el que eligiera incorrectamente el papel que debe desempeñar. Que se precava de una adhesión obstinada hacia un partido, que reflexione que la cuestión que tiene que decidir no es algún interés particular de la comunidad, sino la existencia misma de la nación, y que recuerde que la mayoría de América ha dado ya su sanción al plan que él ha de aprobar o rechazar.

No disimularé que tengo completa confianza en los argumentos que os recomiendan la adopción del sistema proyectado y que encuentro imposible descubrir valor real en los que se le han opuesto. Estoy convencido de que es el mejor que permiten nuestra situación política, nuestras costumbres y nuestras opiniones y superior a cualquiera de los producidos por la revolución.

Algunos partidarios del plan han concedido que éste no pretende ser absolutamente perfecto, dando así ocasión a sus enemigos para regocijarse. ¿Por qué -han dicho- hemos de adoptar algo imperfecto? ¿Por qué no enmendarlo y perfeccionarlo antes de que se establezca irrevocablemente? Esto es muy plausible, pero no pasa de ahí. En primer lugar observo que se ha exagerado grandemente el alcance de esas concesiones. Se ha hecho aparecer que equivalen a la confesión de que el plan es radicalmente defectuoso y que sin alteraciones importantes no es posible confiarle sin peligro los derechos e intereses de la comunidad. Si he entendido bien la intención de quienes han hecho las repetidas concesiones, esto representa torcer completamente el sentido que les atribuyen. No hay un solo defensor de esa medida que no exprese que, en su sentir, el sistema, aunque no sea perfecto en todas sus partes, es bueno en conjunto; más aún, el mejor que permiten la opinión y las circunstancias actuales del país y de tal índole que promete todas las seguridades que un pueblo razonable puede desear.

Contesto en segundo lugar que me parecería el colmo de la imprudencia prolongar el precario estado de nuestros asuntos nacionales y exponer a la Unión al riesgo de experimentos sucesivos en la busca quimérica de un proyecto sin tachas. La imperfección humana no puede producir obras perfectas. El resultado de las deliberaciones de todo cuerpo colectivo debe participar forzosamente de todos los errores y prejuicios, así como del buen sentido y la sabiduría de los individuos que lo integran. Los pactos destinados a abrazar a trece Estados distintos en un solo lazo de alianza y amistad tienen que ser a la fuerza una transacción entre otros tantos intereses e inclinaciones diferentes. ¿Cómo esperar de estos componentes un resultado perfecto?

Un excelente folleto publicado últimamente en esta ciudad (1) expone razones incontestables para demostrar la absoluta imposibilidad de reunir otra convención en circunstancias tan favorables al buen éxito como las que concurrieron cuando la última se congregó, deliberó y dio cima a sus trabajos. No repetiré los argumentos que allí se hacen valer, pues creo que la obrita ha circulado ampliamente. Lo cierto es que vale la pena de que la lean todos los que aman a su país. Sin embargo, queda un punto de vista desde el cual considerar el problema de las enmiendas, que no ha llegado a presentarse al público. No me decido a concluir sin examinarlo rápidamente bajo el aspecto a que me refiero.

Encuentro que es posible demostrar en forma concluyente que será mucho más fácil obtener que la Constitución sea enmendada despues de su adopción que previamente a ésta. Desde el momento en que se altere el plan actual, éste se convierte en uno nuevo para los efectos de su aprobacion y debe someterse otra vez a la decisión de cada Estado. Para que la reforma rija en toda la Unión se requeriría, por tanto, el consentimiento de trece Estados. Por el contrario, una vez que la Constitución propuesta fuese ratificada por todos los Estados en su forma presente, bastarían nueve Estados para que fuera modificada en cualquier tiempo. Luego hay trece probabilidades contra nueve (2) a favor de las enmiendas posteriores y en contra de que desde un principio se adopte un sistema completo.

Con esto no se ha dicho todo. Cualquier Constitución de los Estados Unidos tiene que descender inevitablemente a una diversidad de pormenores, en los cuales será necesario efectuar un acomodo de los intereses de trece Estados independientes o de lo que creen que es en su interés. Es natural prever que cualquier cuerpo de hombres al que se encargue de la preparación inicial de dicha Constitución se dividirá en grupos diversos frente a las diferentes cuestiones que se susciten. Muchos de los que formen la mayoría tratándose de un asunto pueden convertirse en minoría en otro, en tanto que frente a un tercer punto sea una alianza diversa de cualquiera de aquéllos la que alcance la mayoría. De ahí la necesidad de configurar y disponer los elementos parciales que han de formar el todo, de manera que todas las partes contratantes queden satisfechas, y de ahí también la inmensa multiplicación de dificultades e impedimentos para obtener una conformidad unánime con el documento definitivo. Hasta qué grado crecerán esas dificultades dependerá, evidentemente, de la relación entre el número de problemas particulares y el de partes contratantes.

Pero toda enmienda de la Constitución, una vez establecida ésta, formará una sola propuesta y podrá proponerse aisladamente. No habrá entonces ninguna necesidad de manipulaciones ni componendas, nada de tomas y dacas con relación a cualqwer otro punto. La voluntad del número requerido decidiría inmediatamente el problema. Y, por consiguiente, siempre que nueve o más bien diez Estados se unieran a favor de una enmienda, esa enmienda tendría que aceptarse indefectiblemente. Por lo tanto, no existe comparación entre la facilidad de efectuar una enmienda y la de establecer desde un principio una Constitución completa.

En contra de la probabilidad de enmiendas posteriores, se ha argumentado que las personas comisionadas en la administración del gobierno nacional estarán siempre poco dispuestas a ceder la menor porción de la autoridad de que se llegue a investirlas. Por mi parte, reconozco estar absolutamente convencido de que cualesquiera reformas que se consideren útiles, después de madura reflexión, se referirán a la organización del gobierno en conjunto y no a la suma de sus poderes, y me basta esta razón para pensar que carece de valor la objeción que acabo de exponer. La dificultad intrínseca de gobernar trece Estados cuando menos, aun prescindiendo de tomar en cuenta un grado ordinario de espíritu público e integridad, impondrá constantemente a los gobernantes nacionales la necesidad de conformarse a las esperanzas razonables de sus electores. Pero hay una consideración suplementaria que prueba sin asomo de duda la futileza de la repetida observación. Radica en que siempre que estén de acuerdo nueve Estados, los gobernantes nacionales no tendrán opción alguna sobre el particular. Con arreglo al artículo quinto del plan, el Congreso estará obligado, al solicitarlo las legislaturas de dos tercios de los Estados (lo que equivale a nueve en la actualidad), a convocar una convención que proponga enmiendas, las cuales serán válidas para todos los efectos legales, como si fueran parte de la Constitución, una vez ratificadas por las legislaturas de las tres cuartas partes de los Estados o por convenciones efectuadas en las mismas tres cuartas partes. Los términos de este artículo son perentorios. El Congreso convocará una convención. Nada se deja a ese respecto a la solución discrecional de ese cuerpo. Y por vía de consecuencia, toda la oratoria acerca de su oposición a los cambios se desvanece como el humo. Por muy difícil que se considere el poner a dos tercios o tres cuartos de las legislaturas de los Estados de acuerdo con respecto a enmiendas que interesen a los asuntos locales, no es de temerse semejante dificultad para conseguir que se unan cuando se trate de puntos que se relacionen simplemente con la libertad general o la seguridad del pueblo. Podemos descansar confiadamente en la disposición de las legislaturas locales para erigir barreras contra las usurpaciones de la autoridad nacional.

Si el argumento que antecede es falso, no hay duda de que yo también estoy sugestionado por él, dado que a mi modo de ver constituye uno de los raros ejemplos de una verdad política que puede someterse al ensayo de una demostración matemática. Los que ven el asunto bajo el mismo aspecto que yo, por ardientemente que deseen las enmiendas, estarán conformes con que el camino más corto para llegar al objeto que anhelan consiste en empezar por adoptar la Constitución.

El empeño de introducir enmiendas a la Constitución antes de que sea instituida ésta, disminuirá seguramente en todo hombre dispuesto a reconocer la verdad de las siguientes observaciones, formuladas por un escritor tan sólido como talentoso: Lograr el equilibrio de un gran Estado o de una sociedad importante -nos dice-, ya sean monárquicos o republicanos, mediante leyes generales, es una tarea de tan extraordinaria dificultad que ningún genio humano, por comprensivo que sea, es capaz de llevarla a cabo con la sola ayuda de la razón y la reflexión. Es necesario que en esta labor participen las facultades críticas de muchos hombres, que los guíe la experiencia y que se dé oportunidad al tiempo de perfeccionarla, así como que se deje que los inconvenientes que se hagan sentir sirvan para corregir los errores en que se incurrirá inevitablemente en los primeros ensayos y experimentos (3). Estas juiciosas reflexiones contienen una lección de moderación para todos los partidarios sinceros de la Unión y deberían ponerlos en guardia contra el riesgo de suscitar la anarquía, la guerra civil, una enemistad perpetua entre los Estados y tal vez el despotismo militar de algún demagogo victorioso, al correr detrás de algo que sólo es dable conseguir por obra del tiempo y la experiencia. Quizás me falte entereza en materia política, pero confieso que no puedo sentir la tranquilidad de quienes afectan considerar como imaginarios los peligros que nos amenazan si continuamos más tiempo en la situación que nos aflige. Una nación que carece de un gobierno nacional ofrece, a mi modo de ver, un espectáculo temible. El establecimiento de una Constitución en medio de una paz completa, mediante el consentimiento de todo el pueblo, es un prodigio cuya consumación aguardo temblando y con ansia. No me parece conciliable con la más elemental prudencia el abandonar el apoyo que tenemos actualmente de parte de siete de los trece Estados, para una empresa tan ardua, y que después de haber andado parte tan considerable del camino lo desandemos para empezar de nuevo. Tengo tanto más miedo de las consecuencias de nuevos intentos, cuanto que sé que hay individuos poderosos, tanto en éste como en otros Estados, que son enemigos de un gobierno nacional general, sea cual fuere su forma.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es el autor de este escrito)




Notas

(1) Intitulado Arenga al Pueblo del Estado de Nueva York.- PUBLIO.

(2) Más bien debe decirse que diez, pues aunque dos tercios puedan dar curso a la medida, deben ratificarla las tres cuartas partes.- PUBLIO.

(3) Ensayos de Hume, vol. I, p. 128: El Progreso de las Artes y las Ciencias.- PUBLIO.

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