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EL FEDERALISTA

Número 83



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La objeción contraria al plan de la convención que ha tenido más éxito en este Estado, y tal vez en varios de los restantes, es la relacionada con la falta de una disposición constitucional que ordene el juicio por jurados en los asuntos civiles. Repetidas veces se ha llamado la atención sobre la forma poco sincera en que esta objeción se presenta habitualmente, a pesar de lo cual sigue siendo tema principal en los escritos y los discursos de los opositores del proyecto. El simple silencio de la Constitución respecto a las clausas civiles, es interpretado como la abolición del juicio por jurados, y las declamaciones a que ha servido de pretexto están cuidadosamente amañadas para infundir la persuasión de que la pretendida abolición es completa y universal, extendiéndose no sólo a toda clase de causas civiles, sino inclusive a las criminales. Discutir respecto a las últimas, sin embargo, sería tan vano y estéril como el intentar probar en serio, la existencia de la materia, o como demostrar cualquiera de esas proposiciones que obligan a la convicción por virtud de su evidencia interna, cuando se expresan en lenguaje adecuado para comunicar su sentido.

Respecto a las causas civiles se han empleado sutilezas demasiado desdeñables para que merezcan ser refutadas, con la finalidad de apoyar la suposición de que cuando no se establece una cosa, queda enteramente abolida. Todo hombre de juicio percibirá desde luego la diferencia entre d silencio y la abolición. Pero como los inventores de esta falacia han pretendido apoyarla en ciertas máximas legales en materia de interpretación, a las que han desviado de su significación auténtica, no será quizás del todo inútil explorar el terreno en que se asientan.

Las máximas que invocan son del tenor siguiente: La especificación de circunstancias particulares implica la exclusión de las generales -o bien-, la expresión de una cosa, equivale a la exclusión de otra. Por lo tanto, dicen, como la Constitución ha establecido el juicio por jurados en los casos criminales y guarda silencio respecto a los civiles, este silencio importa la prohibición implícita del juicio por jurados tratándose de estos últimos.

Las reglas de interpretación jurídica son normas de sentido común, adoptadas por los tribunales para la inteligencia de las leyes. Por consiguiente, la prueba genuina de que se apliquen correctamente reside en su conformidad con la fuente de donde proceden. Sentado lo anterior, permitidme que pregunte si está de acuerdo con el sentido común el suponer que una disposición que obliga al poder legislativo a confiar al jurado los juicios criminales, lo priva de su derecho a autorizar o permitir ese sistema procesal en otros casos. ¿Es natural imaginar que el mandato de hacer una cosa valga como prohibición de hacer otra, para la que se estaba facultado previamente y que no es incompatible con la que se ordena hacer? Si semejante suposición no es natural ni razonable, tampoco puede ser conforme a la razón mantener que el precepto que impone el juicio por jurado en ciertos casos, implica su prohibición en otros.

El poder de constituIr tribunales es el de prescribir el sistema del procedimiento, y, en consecuencia, si nada se dijera en la Constitución respecto a los jurados, la legislatura se hallaría en libertad de adoptar esa institución o de prescindir de ella. Esta facultad discrecional se halla restringida por lo que hace a las causas criminales por el mandato expreso del juicio por jurados para estos asuntos, pero por supuesto subsiste íntegra con relación a las causas civiles, puesto que sobre ellas hay un silencio absoluto. La especificación de la obligación de juzgar todas las causas criminales de un modo especial, excluye ciertamente la necesidad o la obligación de emplear el mismo sistema en las causas civiles, pero no suprime el poder de la legislatura para utilizarlo si le pareciese oportuno. Por lo tanto, el pretender que la legislatura nacional no gozaría de plena libertad para someter todas las causas civiles de competencia federal a la resolución de jurados está desprovisto de todo fundamento honrado.

De estas observaciones se saca la siguiente conclusión: que no se aboliría el juicio por jurados en los casos civiles, y que el uso que se ha intentado hacer de las máximas citadas, es contrario a la razón y al sentido común y, por lo tanto, inadmisible. Inclusive si esas máximas tuvieran un sentido técnico preciso, que correspondiera en esta ocasión a la idea de quienes se sirven de ellas, lo cual no es el caso, seguirían siendo inaplicables a la constitución de un gobierno. En relación con esta materia, el sentido natural y obvio de sus preceptos constituye el verdadero criterio interpretativo, independientemente de cualesquiera reglas técnicas.

Habiendo demostrado que las máximas citadas no apoyan el uso que se hace de ellas, procuremos ahora desentrañar su verdadero significado y el efecto que propiamente les corresponde. La mejor manera de logrado es con algunos ejemplos. El plan de la convención declara que el poder del Congreso o, en otras palabras, de la legislatura nacional, abarcará ciertos casos que se enumeran. Esta especificación de circunstancias particulares excluye evidentemente toda pretensión de establecer una autoridad legislativa general, porque la concesión afirmativa de poderes especiales sería absurda, tanto como inútil, si se tratase de conceder una autoridad general.

De igual modo la autoridad judicial de las judicaturas federales ha de comprender, según enuncia la Constitución, ciertos casos que se especifican con particularidad. La expresión de estos casos marca los límites precisos, más allá de los cuales los tribunales federales no pueden extender su jurisdicción, porque estando enumerados los objetos de su competencia, la especificación sería nugatoria si no excluyese toda pretensión de una potestad más amplia.

Estos ejemplos bastan para dilucidar el significado de las palabras que se han mencionado y para indicar de qué modo deben utilizarse. (Pero para que no haya equívocos en este punto añadiré aún otro caso con el objeto de demostrar el uso correcto de ellas y el abuso de que han sido objeto.) Supongamos que conforme a las leyes de este Estado una mujer casada fuera incapaz de disponer de sus bienes y que la legislatura, considerando esto como un mal, resolviera que dispusiese de sus bienes por medio de una escritura firmada en presencia de un magistrado. En este caso no hay duda de que la especificación equivaldría a la exclusión de cualquier otro modo de trasmitir el dominio, pues no teniendo la mujer el derecho previo de enajenar sus propiedades, la especificación determina el modo preciso de que puede valerse para ese objeto. Pero supongamos además que en otra parte de la ley que imaginamos, se declarase que ninguna mujer ha de disponer de bienes que alcancen determinado valor sin el consentimiento de tres de sus parientes más próximos, demostrado con el hecho de firmar la escritura; ¿podría inferirse de esta regla que una mujer casada no podría obtener el consentimiento de sus parientes respecto de una escritura en que cediera bienes de un valor inferior? Semejante proposición es demasiado absurda para merecer una refutación y, sin embargo, ésta es precisamente la que han sentado los que sostienen que el juicio por jurados en los negocios civiles ha sido abolido, porque se establece expresamente en los casos criminales.

De estas observaciones debe resaltar incontrovertiblemente la verdad de que el juicio por jurados no se suprime en ningún caso en la Constitución propuesta, y de que en esas controversias entre individuos en las que es probable que se interese la gran masa del pueblo, esa institución continuará precisamente en la misma situación que ocupa por virtud de las constituciones de los Estados (y no será alterada ni modificada en lo más mínimo por la adopción del plan que examinamos). Esta aserción se funda en que la judicatura nacional no tendrá competencia sobre dichas controversias, las cuales evidentemente seguirán resolviéndose exclusivamente por los tribunales locales como hasta ahora, con arreglo al procedimiento que prescriban las constituciones y leyes de los Estados. Todos los litigios concernientes a tierras, excepto cuando se trate de pretensiones que se funden en concesiones provenientes de distintos Estados, así como todas las demás controversias entre los ciudadanos del mismo Estado, a no ser que estén ligadas con violaciones positivas de los artículos de unión, realizadas por actos de las legislaturas de los Estados, caerán bajo la jurisdicción exclusiva de los tribunales locales. Añádase a esto que las causas de almirantazgo y casi todas las que pertenecen a la jurisdicción de equidad, pueden resolverse, conforme a nuestro sistema de gobierno, sin intervención de un jurado; la conclusión general será que esta institución, tal como existe hoy día, no puede resultar dañada por la reforma que se proyecta en la organización política.

Aunque los amigos y los adversarios del plan de la convención no lograron ponerse de acuerdo sobre ninguna otra cosa, al menos convienen en el valor que atribuyen al juicio por jurados; o si es que alguna diferencia existe entre ellos, consiste en esto: los primeros lo consideran como una preciosa salvaguardia de la libertad, en tanto que para los segundos representa el paladión mismo de un gobierno libre. Por mi parte, cuanto más cuidadosamente he observado los efectos de esta institución, mayores razones he encontrado para estimarla en sumo grado; y sería superflúo examinar hasta qué punto merece que se la considere útil o esencial en una República representativa o cuánto más necesaria es como defensa contra las opresiones de un monarca hereditario, que como barrera contra la tiranía de los magistrados populares en un gobierno del mismo género. Las discusiones de esta índole serían más interesantes que beneficiosas, ya que todos estamos convencidos de la utilidad de la institución y de lo mucho que favorece a la libertad. Pero debo reconocer que no discierno claramente una relación tan estrecha entre la existencia de la libertad y el juicio por jurados en los casos civiles. Las acusaciones arbitrarias, los métodos arbitranos en los procesos por supuestas ofensas, los castigos arbitrarios sobre la base de sentencias condenatorias igualmente injustas, me han parecido siempre los grandes instrumentos del despotismo judicial, y todos ellos se relacionan con el procedimiento penal. El juicio por jurados en los procesos criminales, con ayuda de la ley de habeas corpus, parece que es el único que tiene que ver con estas cuestiones. A ambos provee el plan de la convención de la manera más amplia.

Se ha observado que los juicios ante un jurado constituyen una protección contra el ejercicio opresivo del poder tributario. Esta observación merece ser investigada.

Es evidente que no puede influir sobre la legislatura por lo que hace al monto de los impuestos por establecer, a los objetos que gravarán o a la regla que normara su repartición. Si ha de ejercer alguna influencia, será sobre la manera de efectuar la recaudación y sobre la conducta de los funcionarios encargados de la aplicación de las leyes tributarias.

Respecto al sistema de recaudación en este Estado, y conforme a nuestra Constitución, el juicio por jurados ha caído en desuso como regla general. Los impuestos se suelen recaudar por el procedimiento sumario consistente en embargar y rematar, de manera parecida a la empleada para el cobro de rentas. Y todo el mundo reconoce que esto es esencial para la eficacia de las leyes tributarias. Las dilaciones del procedimiento en un litigio ante los tribunales, con el fin de hacer efectivos los impuestos asignados a los diversos individuos, no llenarían las exigencias del público ni resultarían favorables a los ciudadanos. Ocasionarían a menudo una acumulación de costas más onerosa que el importe primitivo de la contribución por recaudar.

En cuanto a la conducta de los funcionarios fiscales, la disposición a favor del juicio por jurados en los asuntos criminales aportará la garantía que se busca. Todo abuso intencional de parte de una autoridad pública, que redunda en la opresión de los súbditos, y toda clase de conclusiones, son delitos contra el gobierno, que exigen el encausamiento y castigo de las personas que los cometen, en los términos que procedan según las circunstancias de cada caso.

La bondad del juicio por jurados en los casos civiles, parece depender de circunstancias ajenas a la conservación de la libertad. El argumento más fuerte en su favor consiste en que protege contra la corrupción. Como siempre hay más tiempo y mejores oportunidades para interesar a un cuerpo permanente de magistrados que a un jurado que se reúne especialmente en cada ocasión, se supone con fundamento que las malas iófluencias se abrirán paso más fácilmente en el caso del primero que del último. Sin embargo, hay otras consideraciones que disminuyen la fuerza de ésta. El alguacil mayor, que es el encargado de convocar los jurados ordinarios, y los secretarios de los juzgados, que nombran a los jurados especiales, son funcionarios permanentes que actúan aisladamente, y tal vez más accesibles a la corrupción que los jueces, los cuales forman un cuerpo colectivo. No es difícil comprender que estos funcionarios podrían elegir jurados que secundasen los propósitos de una de las partes tan eficazmente como una magistratura venal. En segundo lugar, es lógico suponer que sería más sencillo sobornar a los miembros del jurado, a quienes se toma indistintamente de la masa pública, que a hombres escogidos por el gobierno por su probidad y buena reputación. Pero pese a estas posibilidades, el juicio por jurados sigue siendo un valioso freno contra la corrupción. Multiplica considerablemente los obstáculos que impiden que tenga éxito. Tal como están ahora las cosas, sería necesario corromper al tribunal junto con el jurado; porque donde el jurado se equivoca patentemente, el tribunal, por regla general, permite un segundo juicio, y en la mayoría de los casos resultaría de poca utilidad negociar secretamente con el jurado si no se cuenta asimismo con el tribunal. Con esto se tiene una doble garantía, y desde luego se percibirá que este complicado sistema tiende a conservar la pureza de ambas instituciones. La acumulación de obstáculos disuade de intentar corromper la integridad de cualquiera de ellas. Las tentaciones de venalidad a que habrán de resistir los jueces serán menores sin duda cuando se requiere la cooperación del jurado, que si ellos solos hubieran de decidir todas las controvesias.

Por eso, a pesar de las dudas que he manifestado respecto a que el jurado en las causas civiles sea esencial a la libertad, admito que en casi todos los casos, cuando se halla debidamente reglamentado, constituye un método excelente para resolver las cuestiones sobre propiedad; y que sólo por este motivo merecería una disposición constitucional en su favor, si fuera posible fijar los límites a los que debería ceñirse. Sin embargo, hay una gran dificultad para lograrlo en todos los casos, y los hombres a quienes no ciegue el entusiasmo tendrán que hacerse cargo de que en el gobierno federal, que es una mezcla de sociedades cuyas ideas e instituciones en relación con este asunto varían notablemente, esa dificultad adquiere grandes proporciones. Por mi parte, cada vez que vuelvo sobre el tema me convenzo más de la realidad de los obstáculos que, según sabemos de fuentes autorizadas, impidieron insertar en el plan de la convención una cláusula a este respecto.

Generalmente no se comprende la gran diferencia que existe entre los distintos Estados en lo tocante a los límites del juicio por jurados en asuntos civiles, y como ha de ejercer una influencia considerable sobre la sentencia que debemos pronunciar sobre la omisión que suscita reproches, se hace necesario explicarIa. En este Estado, nuestras instituciones judiciales se asemejan, más que en ningún otro, a las de la Gran Bretaña. Tenemos tribunales de Common Law, tribunales para asuntos de sucesiones (análogos en ciertos asuntos a los tribunales espirituales de Inglaterra), un tribunal de almirantazgo y un tribunal de equidad. Únicamente en los tribunales de Common Law prevalece el juicio por jurados, y esto con algunas excepciones. En todos los demás preside un solo juez y los procedimientos se ajustan en general al derecho civil o al derecho canónico, sin intervención de un jurado (1). En Nueva Jersey existe un tribunal de equidad que procede como el nuestro, pero no tribunales de almirantazgo ni para sucesiones, en el sentido con que nosotros los hemos establecido. En ese Estado, los tribunales de Common Law tienen competencia sobre las controversias que entre nosotros deben resolverse por los tribunales de almirantazgo y de herencias y, naturalmente, el juicio por jurado posee más amplitud en Nueva Jersey que en Nueva York. En Pensilvania se acentúa esta situación, ya que no hay tribunal de equidad en ese Estado y sus tribunales de Common Law, tienen jurisdicción de equidad. Posee un tribunal de almirantazgo, pero no el de sucesiones, al menos del modelo de los nuestros. Delaware ha imitado a Pensilvania al respecto. Maryland se parece más a Nueva York, como también Virginia, con la diferencia de que este último posee varios jueces de equidad. Carolina del Norte presenta más afinidades con Pensilvania, y Carolina del Sur con Virginia. Creo, sin embargo, que en algunos de los Estados que poseen tribunales separados de almirantazgo, un jurado juzga las causas de que les toca conocer. En Georgia sólo hay tribunales de Common Law, y huelga decir que se puede apelar del veredicto de un jurado ante otro, llamado jurado especial, para el nombramiento del cual se ha señalado un procedimiento especial. En Connecticut no hay tribunales distintos de almirantazgo ni de equidad y los de sucesiones no tienen jurisdicción contenciosa. Sus tribunales de Common Law poseen jurisdicción sobre las causas de almirantazgo y, hasta cierto punto, jurisdicción de equidad. En los casos importantes su asamblea general constituye el único tribunal de equidad. En Connecticut, por lo tanto, el juicio por jurados se extiende en la práctica más que en cualquiera de los Estados mencionados anteriormente. Creo que en este aspecto Rhode Island está poco más o menos en la misma situación que Connecticut. Massachusetts y Nuevo Hampshire se hallan en una condición parecida, en lo que se refiere a la reunión de las jurisdicciones de derecho, de equidad y de almirantazgo. En los cuatro Estados del Este, el juicio por jurados no sólo se asienta en una base más amplia que los demás, sino que ostenta una peculiaridad desconocida, en toda su amplitud, en ellos. Existe una apelación de oficio de un jurado a otro hasta que de tres veredictos coincidan dos en el mismo sentido.

De este bosquejo se desprende que existe una diversidad de importancia, tanto en la modificación como en la amplitud de la institución del juicio por jurados en los casos civiles, en los diferentes Estados; y de este hecho surgen las siguientes obvias reflexiones:

Primera, que la convención no habría podido adoptar una regla general que correspondiese a las circunstancias de todos los Estados, y;

Segunda, que, más o menos, lo mismo se habría arriesgado si se hubiese tomado por norma el sistema de un Estado que, omitiendo toda disposición sobre la materia y dejándola, como se ha hecho, a la reglamentación del legislativo.

Las proposiciones que se han hecho con el objeto de suplir la omisión han servido más bien para poner de relieve las dificultades que presenta que para apartarlas. La minoría de Pensilvania ha propuesto al efecto este modo de expresión: El juicio por jurados continuará como hasta ahora, y sostengo que esto resultaría sin sentido y nugatorio. Los Estados Unidos, en su carácter individual o colectivo, son el objeto al que debe entenderse necesariamente que se refieren todas las prevenciones generales contenidas en la Constitución. Ahora bien, es evidente que aunque el juicio por jurados es conocido en cada Estado, si bien con diversas limitaciones, en los Estados Unidos, como tales, es totalmente desconocido en este momento, ya que el gobierno federal actual no posee poder judicial alguno y, por lo tanto, no hay precedentes adecuados ni una organización anterior a los que pudiera aplicarse el término hasta ahora. Estaría, consiguientemente, desprovisto de toda significación precisa y su misma vaguedad lo haría ineficaz.

Así como, por una parte, la redacción de la cláusula no respondería a la intención de quienes la proponen, por la otra, si es que comprendo exactamente dicha intención, sería intrínsecamente inconveniente. Supongo que estriba en que las controversias ante los tribunales federales se juzguen por jurado, si en el Estado donde reside el tribunal es esa forma de juicio la usada en los tribunales locales, es decir, las causas de almirantazgo se verían en Connecticut por un jurado y en Nueva York sin él. El caprichoso efecto de un sistema procesal tan desigual en los mismos casos y bajo el mismo gobierno sería por sí solo suficiente para indisponer contra él a toda persona de buen juicio. El que la controversia se ventilara ante un jurado o sin éste dependería en numerosísimos casos de la situación accidental del tribunal y de las partes.

No es ésta, sin embargo, a mi modo de ver, la objeción más grave. Tengo el profundo y firme convencimiento de que existen muchos casos en que el juicio por jurados resulta poco deseable. Estimo que ocurre así sobre todo en los casos que interesan a la paz del país con las naciones extranjeras, esto es, en casi todos los casos en que las cuestiones dependen del derecho internacional. De esta índole son, entre otras, las controversias referentes a las presas. Los jurados no pueden reputarse competentes para investigaciones que requieren un conocimiento completo de las leyes y costumbres de otros países, y con frecuencia cederán a ciertas impresiones que les impedirían tener en cuenta las consideraciones de política general que debieran orientar sus indagaciones. Existiría siempre el peligro de que sus decisiones infringieran los derechos de otras naciones, dando con esto ocasión a represalias y a la guerra. Aunque a los jurados sólo les corresponde resolver las cuestiones de hecho, casi siempre las consecuencias jurídicas se hallan ligadas tan de cerca con los hechos que se hace imposible separarlas.

La observación relativa a las controversias sobre presas adquiere mayor importancia si se recuerda que el método de resolverlas ha merecido ser reglamentado especialmente por varios tratados celebrados entre distintas potencias de Europa y que, con arreglo a esos tratados, dichas controversias se resuelven en última instancia, en la Gran Bretaña, por el rey en persona en su consejo privado, el cual vuelve a estudiar tanto los hechos cuanto el derecho. Basta esta circunstancia para demostrar lo impolítico de incluir en la Constitución un precepto que obligaría al gobierno nacional a tomar a los de los Estados como modelos en el punto que examinamos, y el peligro de estorbar su funcionamiento con prescripciones constitucionales cuya conveniencia no es indisputable.

Estoy firmemente convencido asimismo de las notorias ventajas que resultan de separar la jurisdicción de equidad y la de derecho y de que sería impropio confiar al jurado las controversias que corresponden a la primera. El objeto principal y primario de un tribunal de equidad es conceder un remedio en casos extraordinarios, que constituyen excepciones (2) a las reglas generales. El unir la jurisdicción sobre esos casos a la jurisdicción ordinaria tendería por fuerza a trastornar las reglas generales y a hacer que cada caso que surgiera fuera objeto de una determinación especial, mientras que la separación produce el efecto de que una de ellas vigile a la otra y la contenga en los límites convenientes. Además, las circunstancias que concurren en los casos de que conocen los tribunales de equidad son con frecuencia tan delicadas e Intrincadas que resultan incompatibles con la índole de los juicios por jurados. Requieren a menudo tan largas y cuidadosas investigaciones y reflexiones que no podrían llevarlas a cabo hombres arrancados a su trabajo y obligados a llegar a una decisión antes de que se les permita reanudarlo. La sencillez y rapidez que caracterizan ese sistema de enjuiciamiento exigen que la cuestión para resolver se reduzca a puntos concretos y claros; en tanto que los litigios que abundan en los tribunales de equidad comprenden frecuentemente una larga serie de detalles nimios y desligados entre sí.

Es cierto que la separación de las jurisdicciones de equidad y de derecho es peculiar del sistema jurídico inglés, que ha sido el modelo seguido en varios Estados. Pero es igualmente cierto que dondequiera que se han reunido ambas jurisdicciones el juicio por jurados ha desaparecido, y la separación es esencial para que esa institución no pierda su prístina pureza. La índole de un tribunal de equidad permite fácilmente que su jurisdicción se extienda a las cuestiones de derecno, pero puede sospecharse que el intento de extender la jurisdicción de los tribunales de derecho estricto a los tribunales de equidad no sólo produciría los beneficios que se derivan de los tribunales especiales de este ramo, tal como se hallan establecidos en este Estado, sino que tenderá a transformar gradualmente la naturaleza de dichos tribunales de derecho, minando el juicio por jurados, al introducir cuestiones demasiado complicadas para que sean resueltas conforme a ese sistema.

Estas razones parecieron concluyentes para no admitir la incorporación de los sistemas de todos los Estados al formar la judicatura nacional, como puede conjeturarse que era la intención de la minoría de Pensilvania. Examinemos ahora hasta qué punto la proposición de Massachusetts podría remediar el supuesto defecto.

Dice así: En las controversias civiles entre ciudadanos de distintos Estados, toda cuestión de hecho que se suscite con motivo de acciones de Common Law puede juzgarse por jurados si ambas partes, o una de ellas, lo solicitan.

En el mejor de los casos, esta proposición está limitada a una categoría de controversias y se justifica deducir que la convención de Massachusetts la consideró como la única clase de causas federales a las que convenía el juicio por jurados, o bien que si desearon una cláusula más amplia, no encontraron el modo de redactar alguna que respondiera mejor a sus fines. Si ocurrió lo primero, la omisión de una regla respecto a un objeto tan particular no puede considerarse nunca como una imperfección importante del sistema. Si fue lo segundo, viene a corroborar marcadamente la extrema dificultad del problema.

Pero no es esto todo. Si atendemos a las observaciones que ya hicimos respecto a los tribunales existentes en los distintos Estados de la Unión y a los diferentes poderes que ejercitan, se pondrá en claro que no hay expresiones más vagas e imprecisas que las que se han utilizado para caracterizar esa especie de controversias que se desea autorizar que sean llevadas ante un jurado. En este Estado, los límites entre las acciones del Common Law y las acciones de la jurisdicción de equidad se hallan establecidos de acuerdo con las reglas que prevalecen en Inglaterra en esta materia. En muchos de los otros Estados, los límites son menos precisos. En algunos, cada causa ha de verse en un tribunal de Common Law y por ese motivo toda acción puede considerarse como acción de Common Law, que ha de ser resuelta por un jurado si ambas partes, o cualquiera de ellas, lo prefieren. De aquí que aceptar esta proposición produciría la misma irregularidad y confusión que ya he señalado serían el resultado de la regla propuesta por la minoría de Pensilvania. En un Estado una controversia sería fallada por el jurado, si ambas partes, o una de ellas, lo pidiesen; pero en otro, una causa exactamente similar tendrá que ser resuelta sin intervención de un jurado, porque las judicaturas locales varían en el punto relativo a la jurisdicción de Common Law.

Es evidente, por lo tanto, que la proposición de Massachusetts en este punto no puede servir de regla general, mientras los Estados no adopten un plan uniforme por lo que respecta a los límites entre las jurisdicciones de Common Law y de equidad. Es ardua la tarea de confeccionar un plan semejante, para madurar el cual serían necesarios mucho tiempo y reflexión. Sería dificilísimo, si no ya imposible, sugerir una regla general aceptable para todos los Estados de la Unión, o que se ajuste perfectamente a las distintas instituciones regionales.

Puede preguntarse: ¿por qué no haberse referido a la constitución de este Estado, cuyos méritos he reconocido, adoptándola como norma para los Estados Unidos? Contesto que no es muy probable que los demás Estados sustentaran acerca de nuestras instituciones la misma opinión que nosotros. Es lógico suponer que se hallan más de acuerdo con las suyas y que cada uno lucharía para que fueran preferidas. Si la convención hubiera pensado en que un Estado sirviera de modelo al conjunto, su adopción por ese cuerpo se habría dificultado por la predilección de cada representación para su propio gobierno; y constituye una incógnita saber a cuál de los Estados se habría tomado por modelo. Ha quedado demostrado que muchos no servirían para el caso. Y debe ser objeto de conjeturas si, tomando en cuenta todas las circunstancias, se habría preferido la de Nueva York, o bien la de otro Estado. Pero admitiendo que la convención hubiese podido elegir con acierto, quedaba, no obstante, un serio peligro de que los demás Estados se manifestasen celosos o disgustados ante la preferencia mostrada hacia las instituciones de uno de ellos. Los enemigos del plan se hallarían ante un magnífico pretexto para excitar una multitud de prejuicios locales en su contra, que es verosímil que habrían puesto en grave riesgo su adopción final.

Para evitar las dificultades de una definición de los casos que deben ser materia del juicio por jurados, algunas personas de carácter entusiasta han sugerido que se pudo haber insertado una disposición en que se estableciera para todos los casos susceptibles de presentarse. No creo que puedan encontrarse precedentes para esta medida en ningún miembro de la Unión; y las consideraciones expuestas al discutir la proposición de la minoría de Pensilvania deben persuadir a todo espíritu sensato de que la institución del juicio por jurados en todos los casos habría constituido un error imperdonable.

En resumen, cuanto más se estudia, más ardua tiene que parecer la tarea de formular un precepto de manera que no diga tan poco que no llene el propósito perseguido, ni tanto que resulte inconveniente; o que no hiciera nacer nuevos motivos de oposición al grandioso y esencial objetivo de edificar un gobierno nacional fuerte y firme.

No puedo menos de abrigar la idea, por otra parte, de que los diferentes aspectos en que hemos situado la cuestión en el curso de estas observaciones deben contribuir eficazmente a desvanecer los temores que pueden haber abrigado las personas de buena fe. He tratado de demostrar mediante ellas que para la protección de la libertad sólo importa realmente el jurado en las causas criminales, establecido con la amplitud necesaria en el plan de la convención; que inclusive en la gran mayona de las controversias civiles, precisamente en aquellas que interesan a la gran masa de la comunidad, ese sistema procesal continuará en toda su fuerza tal como lo disponen las constituciones de los Estados, sin que el plan de la convención lo modifique o influya sobre él; que en ningún caso lo suprime (3) dicho plan y que existen grandes dificultades, si no ya insuperables, para dar a este problema una solución precisa y apropiada en una Constitución destinada a regir a los Estados Unidos.

En esta materia, los mejores jueces serán los que menos se preocupen de que la Constitución prevenga el juicio por jurados en los casos civiles y los más dispuestos a admitir que los cambios a que está continuamente sujeta la sociedad humana pueden aconsejar más adelante otro sistema para resolver las cuestiones relativas a la propiedad en muchos casos en que actualmente se emplea aquel sistema de enjuiciamiento. Por mi parte, reconozco estar convencido de que aun en este Estado podría extenderse con ventaja en algunos casos a los que no es aplicable ahora, y suprimirse en otros con el mismo provecho. Unánimemente se acepta por los hombres razonables que no es conveniente que prive sin excepcion alguna. Los ejemplos de innovaciones que reducen sus límites tradicionales, tanto en estos Estados como en la Gran Bretaña, fundan la suposición de que la amplitud que poseía anteriormente ha resultado perjudicial en la práctica y dan lugar a pensar que la experiencia puede revelar la utilidad y conveniencia de hacer otras excepciones en el futuro. Pienso que resulta imposible, por la naturaleza misma del asunto, fijar el punto en que es conveniente que se detengan los efectos de esta institución, y para mí esto es una razón convincente para dejar el asunto a la resolución de la legislatura.

Así se comprende claramente en la Gran Bretaña en la actualidad y lo propio ocurre en el Estado de Connecticut; a pesar de lo cual podemos afirmar que en este Estado el campo del juicio por jurados se ha reducido más, desde la Revolución, que en Connecticut o en Inglaterra, no obstante lo que establece un artículo categórico de nuestra constitución. Puede añadirse que las invasiones en dicho campo han procedido generalmente de hombres que se empeñan en convencer al pueblo de que son los más ardientes defensores de la libertad popular, pero que rara vez han permitido que los obstáculos de carácter constitucional los detengan en el curso de los propósitos que persiguen. La verdad es que el espíritu general de un gobierno es lo único que se puede confiar fundadamente que producirá efectos permanentes. Las disposiciones especiales, aunque no son totalmente inútiles, tienen bastante menos virtud y eficacia de lo que se supone comúnmente; la falta de ellas no constituirá nunca para la gente de sano criterio una objeción decisiva en contra de un plan que muestra las características principales de un buen gobierno.

No hay duda de que resulta disonante y excesivo el afirmar que no se halla segura la libertad en una Constitución que establece el juicio por jurados en los casos criminales porque no hace lo propio en los civiles, cuando es notorio que en Connectlcut, que ha sido siempre considerado como el Estado más popular de la Unión, no existe ninguna disposición constitucional que provea a su establecimiento en ninguno de los dos casos.

PUBLIO

(Alexander Hamilton parece ser el autor de este escrito)




Notas

(1) Se ha insinuado erróneamente, con relación al tribunal de equidad, que generalmente conoce de los hechos controvenidos por medio de un jurado. La verdad es que raramente se someten las cuestiones a un jurado en dicho tribunal y que esto no es necesario en ningún caso, salvo en aquellos en que está a discusión la validez del legado de un bien raíz.- PUBLIO.

(2) Es cierto que las normas que rigen esa protecci6n integran actualmente un sistema regular; pero no lo es menos que, como regla general, son aplicables en circunstancias especiales, que tienen el carácter de excepciones a las reglas generales.- PUBLIO.

(3) Ver el núm. 81, en que se examina y refuta la posibilidad de que se atribuya a la Suprema Corte jurisdicción en grado de apelación sobre cuestiones de hechO.- PUBLI0.

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