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EL FEDERALISTA

Número 72



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La administración del gobierno, en su más amplio sentido, abarca toda la actividad del cuerpo político, lo mismo legislativa que ejecutiva y judicial; pero en su significado más usual y posiblemente más preciso, se contrae a la parte ejecutiva y corresponde especialmente al campo del departamento ejecutivo. El desarrollo efectivo de las negociaciones extranjeras, los planes preparatorios en materia hacendaria, la erogación y desembolso de los fondos públicos con arreglo a las autorizaciones generales de la legislatura, la organización del ejército y la marina, la dirección de las operaciones militares, éstos y otros asuntos de naturaleza semejante, forman lo que al parecer se entiende con más propiedad por la administración del gobierno. Por consiguiente, las personas a cuya gestión inmediata se hallan encomendadas estas diversas cuestiones, han de considerarse como ayudantes o delegados del primer magistrado y por esta causa deben ocupar sus empleos en virtud de nombramientos que él expida, o, por lo menos, como consecuencia de que los haya propuesto para el efecto, y estar sujetos a su superintendencia. Este examen del asunto nos revelará desde luego la estrecha conexión que existe entre la duración en funciones del magistrado ejecutivo y la estabilidad del sistema de administración. Con mucha frecuencia, el individuo que sucede a otro considera que la mejor manera de demostrar su competencia y merecimientos consiste en deshacer la obra de su predecesor o en volver al estado anterior a ésta; e independientemente de esta propensión, el sustituto puede suponer fundadamente, en aquellos casos en que el cambio de personas es resultado de la preferencia del público, que la separación de su antecesor tuvo como origen la desaprobación de sus medidas, así como que mientras menos se le asemeje, más se conquistará el favor de sus electores. Estas consideraciones, unidas a la influencia de las relaciones y confianza personales, inducirían verosímilmente a todo nuevo Presidente a efectuar un cambio en los hombres que deben ocupar los puestos inferiores, y la reunión de estas causas no puede menos de producir una mutabilidad deplorable y funesta en la administración del gobierno.

A la duración fija y prolongada agrego la posibilidad de ser reelecto. La primera es necesaria para infundir al funcionario la inclinación y determinación de desempeñar satisfactoriamente su cometido, y para dar a la comunidad tiempo y reposo en que observar la tendencia de sus medidas y, sobre esa base, apreciar experimentalmente sus méritos. La segunda es indispensable a fin de permitir al pueblo que prolongue el mandato del referido funcionario, cuando encuentre motivos para aprobar su proceder, con el objeto de que sus talentos y sus virtudes sigan siendo útiles, y de asegurar al gobierno el beneficio de fijeza que caracteriza a un buen sistema administrativo.

Nada parece más plausible a primera vista, ni resulta más infundado al reconocerlo de cerca, que un proyecto que tiene conexión con el presente punto y se ha conquistado algunos partidarios respetables: hago referencia al que pretende que el primer magistrado continúe en funciones durante un tiempo determinado, para en seguida excluirlo de ellas, bien durante un período limitado o de manera perpetua. Ya sea temporal o perpetua, esta exclusión produciría aproximadamente los mismos efectos y éstos serían en su mayor parte más perniciosos que saludables.

Entre otros perjudiciales resultados, la exclusión disminuiría los alicientes para conducirse correctamente. Son pocos los hombres cuyo celo en el desempeño de su deber no decrecería mucho más en el caso de saber que en un momento dado deberían renunciar a las ventajas provenientes de un puesto público, que si se les permitiera abrigar la esperanza de lograr que continúen mediante el hecho de merecerlas. Si se reconoce que el afán de obtener recompensas constituye uno de los resortes más poderosos de la conducta humana, así como que la mejor garantía de la lealtad de los hombres radica en hacer que su interés coincida con su deber, será imposible que se controvierta esta proposición. El mismo amor a la gloria, esa pasión que domina a los espíritus más selectos, que impulsaría a un hombre a proyectar y acometer vastas y difíciles empresas en beneficio público, que exigirían un tiempo considerable para madurarlas y perfeccionarlas, siempre que pudiera abrigar la esperanza de que le sería posible terminar lo iniciado, lo disuadiría en cambio de todo esfuerzo, en el caso de que previera que debería abandonar el campo antes de completar su labor y encomendar ésta, en unión de su reputación misma, a manos que pueden resultar incapaces para la tarea u hostiles a ella. Lo más que hay derecho a exigir de la generalidad de los hombres, en la situación que suponemos, es el mérito negativo de no causar daño, en vez del positivo de hacer el bien.

Otro inconveniente que acarrearía la exclusion consistiría en la tentación de entregarse a finalidades mercenarias, al peculado y, en ciertos casos, al despojo. El hombre voraz que ocupara un puesto público y se transportara anticipadamente al momento en que habrá de abandonar los emolumentos de que goza, experimentará la propensión, difícil de resistir dada su índole, a aprovechar hasta el máximo y mientras dure la oportunidad que se le brinda, y es de temerse que no sentirá escrúpulos en descender a los procedimientos más sucios con tal de obtener que la cosecha resulte tan abundante como es transitoria; no obstante que el propio hombre, colocado ante diferentes perspectivas, es probable que se contentara con los gajes normales de su puesto y quizás hasta se mostrara renuente a correr el riesgo de abusar de sus oportunidades. Su codicia podría convertirse en protección contra su codicia. Añadamos que dicho hombre tal vez fuera vano o ambicioso, además de rapaz. Y si veía la esperanza de prolongar sus honores mediante su buena conducta, es posible que vacilara en sacrificar su apetito de ellos a su apetito de lucro. En cambio, si lo que le espera de manera inevitable es volver a la nada, su avidez seguramente saldrá victoriosa de su precaución, su vanidad o su ambición.

También el hombre ambicioso, que en cierto momento se contemplase en la cúspide de los honores que dispensa su patria, previera el día en que habría de descender para siempre de tan exaltada distinción y reflexionara que por muchas virtudes que demostrase, nada podría salvarlo de tan desagradable mudanza; ese hombre, en la situación que suponemos, sentiría una tentación incomparablemente más intensa de aprovechar una coyuntura favorable para tratar de prolongar su poder, que si dispusiera de la probabilidad de alcanzar el mismo objeto mediante el cumplimiento de su deber.

¿Es creíble que la paz de la comunidad o la estabilidad del gobierno resultarán favorecidas por el hecho de que media docena de hombres, con influencia bastante para haberse elevado hasta el sitial de la magistratura suprema, ambularan entre el pueblo como fantasmas, suspirando por una posición que estarían condenados a no recuperar jamás? Como tercera desventaja de la exclusión, tenemos que privaría a la comunidad de valerse de la experiencia adquirida por el primer magistrado en el desempeño de sus funciones. Que la experiencia es la madre de la sabiduría, es un adagio cuya verdad reconocen tanto los hombres más sencillos como los más doctos. ¿Qué cualidad puede desearse más en quienes gobiernen a las naciones o ser más esencial que ésta? ¿Dónde sería más de desearse o más esencial que en el primer magistrado de una nación? ¿Puede ser juicioso que la Constitución proscriba esta apetecible e indispensable cualidad y declare que en el mismo momento en que se adquiere, su poseedor estará obligado a abandonar el puesto en que la alcanzó y en el cual resulta útil? Éste es, sin embargo, el alcance preciso de todas esas reglas que excluyen a los hombres del servicio del país, a virtud de la elección de sus conciudadanos, después de que la carrera que han hecho los ha capacitado para prestarla con mayor utilidad.

El cuarto inconveniente de la exclusión sería separar de ciertos puestos a hombres cuya presencia podría ser de la mayor trascendencia para el interés o la seguridad pública en determinadas crisis del Estado. No hay nación que en un momento dado no haya sentido una necesidad absoluta de los servicios de determinados hombres en determinados lugares; tal vez no sea exagerado decir que esa necesidad se relacionaba con la preservación de su existencia política. ¡Qué imprudente, por vía de consecuencia, tiene que ser toda disposición prohibitiva de esa clase, cuyo efecto sea impedirle a una nación que utilice a sus propios ciudadanos de la manera que más convenga a sus exigencias y circunstancias! Aun sin colocarse en el caso de que un hombre resulte indispensable debido a sus características personales, es evidente que el cambio del primer magistrado al estallar una guerra, o en cualquier crisis semejante, reemplazándolo por otro individuo, inclusive de igual capacidad, sería siempre en detrimento de la comunidad, por cuanto sustituiría la inexperiencia a la experiencia, y tendería a aflojar los resortes de la administración y a perturbar su marcha establecida.

Un quinto mal resultado de la exclusión sería que se convertiría en un impedimento constitucional para que la administración fuera estable. Al imponer un cambio de hombres en el puesto más elevado de la nación, obligaría a una variación de medidas. No es posible esperar, como regla general, que los hombres cambien y las medidas sigan siendo las mismas. En el curso natural de las cosas, lo contrario es lo que ocurre. Y no debemos temer que se caiga en una rigidez exagerada, en tanto que haya siquiera la opción de cambiar; ni hay por qué desear que se prohiba al pueblo que continúe otorgando su confianza a aquellos con quienes cree que está segura, ya que esta constancia de su parte permitiría hacer a un lado el pernicioso estorbo de los consejos vacilantes y de una política mudable.

Hasta aquí algunas de las desventajas que produciría el principio de la exclusión. Son aplicables en toda su fuerza al proyecto de exclusión perpetua; pero cuando reflexionamos que aun una exclusión parcial transformaría la nueva designación de una persona en una posibilidad remota es incierta, se verá que las observaciones que hemos formulado se aplican casi con la misma amplitud en un caso que en el otro.

¿Cuáles son las ventajas que se nos promete que equilibrarán estos inconvenientes? Se dice que consistirán:

1° en la mayor independencia del magistrado;

2° en mayor seguridad para el pueblo.

A menos de que la exclusión sea perpetua, no habrá motivo para esperar la primera ventaja. Pero aun admitiéndola, ¿acaso no es posible que el funcionario abrigue otros propósitos que no se relacionen precisamente con el puesto que ocupe, a los cuales sacrifique su independencia? ¿Por qué no ha de tener relaciones o amigos a quienes sacrificarla? ¿No es creíble que estará menos dispuesto a buscarse enemigos personales por virtud de su conducta enérgica, cuando preside sus actos la impresión de que se acerca rápidamente el momento en que no solamente puede estar expuesto a su resentimiento, sino que debe estarlo, en condiciones iguales, si no ya inferiores a las de ellos? No resulta fácil decidir si semejante medida favorecerá o perjudicará su independencia.

Todavía más razones existen para abrigar dudas por lo que se refiere al segundo beneficio que se nos ofrece. Si la exclusión fuere perpetua, un hombre de ambiciones desordenadas, precisamente el único del que habría razón para sentirse temeroso en todo caso, se inclinaría, aunque fuera con la mayor repugnancia, ante la necesidad de despedirse para siempre de un puesto en que su pasión de poder y preeminencia hubiera adquirido la fuerza de la costumbre. Y si había sido tan afortunado o tan hábil que se ganase la buena voluntad del pueblo, podría inculcarle la idea de que la disposición que lo privaba del derecho de demostrar por segunda vez su preferencia por una persona, constituía una restricción tan odiosa como injustificable de sus derechos. Es posible imaginar determinadas circunstancias en que este disgusto del pueblo, al servicio de la ambición contrariada de un favorito como el que describimos, haría correr a la libertad mayores riesgos de los que podrían temerse razonablemente de la posibilidad de que continuara en funciones, mediante los sufragios voluntarios de la comunidad, en ejercicio de un privilegio constitucional.

La idea de hacer imposible que el pueblo conserve en funciones a aquellos hombres que en su opinión se han hecho acreedores a su aprobación y confianza, constituye una exageración, cuyas ventajas son problemáticas y equívocas en el mejor caso y están contrarrestadas por inconvenientes mucho más ciertos y terminantes.

PUBLIO

(Es en Alexander Hamilton en quien recae la autoría de este escrito)

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