Índice de El federalista de Alexander Hamilton, Santiago Madison y John JayEscrito setenta y dosEscrito setenta y cuatroBiblioteca Virtual Antorcha

EL FEDERALISTA

Número 73



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El tercer elemento de que depende el vigor de la autoridad ejecutiva, estriba en proveer en forma adecuada a su sostenimiento. Es claro que si no se atiende este aspecto debidamente, la separación del departamento ejecutivo y del legislativo será puramente nominal y engañosa. Si la legislatura dispone de facultades discrecionales por lo que hace al sueldo y emolumentos del primer magistrado, podría volverlo tan obsecuente a su voluntad como le placiera hacerlo. En la mayoría de los casos, estaría en sus manos dominado por hambre, o tentarlo con sus dádivas, a fin de que renunciara sin restricciones a su criterio propio, cediendo ante las inclinaciones del legislativo. Si estas expresiones se toman al pie de la letra, no es dudoso que denotarían más de lo que es mi intención. Existen hombres a quienes no es posible hacer abandonar sus obligaciones, ni creándoles dificultades, ni ganándoselos con halagos; pero virtud tan austera únicamente es producto de muy pocos suelos, y como regla general se encontrará que el derecho sobre el sustento de un hombre equivale a un poder sobre su voluntad. Si fuera necesario confirmar por medio de hechos una verdad tan manifiesta, no escasearían ejemplos, inclusive en este país, de la intimidación o seducción del Ejecutivo a través del temor que inspiraban las providencias pecuniarias del cuerpo legislativo o de los atractivos que ofrecían.

Por consiguiente, no es fácil alabar demasiado la cuidadosa atención que ha consagrado a esta materia la Constitución propuesta. En ella se dispone que el Presidente de los Estados Unidos recibirá por sus servicios, en fechas determinadas, una remuneración que no podrá ser aumentada ni disminuida durante el período para el cual haya sido electo; y no recibirá durante ese período ningún otro emolumento de los Estados Unidos, ni de ninguno de éstos. Es imposible concebir disposición alguna que fuera más de desear que ésta. Al ser nombrado un Presidente, la legislatura debe declarar de una vez por todas cuál será la compensación por sus servicios durante el tiempo para el cual haya sido elegido. Una vez hecho esto, carecerá de la facultad de alterarla, aumentándola o disminuyéndola, hasta que se inicie un nuevo período de servicio como consecuencia de otra elección. No puede disminuir su entereza, aprovechando sus necesidades, ni corromper su integridad, poniendo en juego su codicia. Ni la Unión, ni ninguno de sus miembros estarán en libertad de conceder ningún otro emolumento, ni él en libertad de aceptarlo, como no sea el que se haya fijado por el acto original. E indudablemente que no tendrá motivos de índole pecuniaria para renunciar a la independencia que la Constitución ha querido crearle, ni para abandonarla.

La última de las condiciones que hemos mencionado como indispensables para que el Ejecutivo posea energía, consiste en estar dotado de las facultades adecuadas. Dediquémonos a analizar las que se nos propone que se confieran al Presidente de los Estados Unidos.

El primer punto que solicita nuestra atención es el veto limitado del Presidente respecto de las leyes o resoluciones de las dos cámaras legislativas; o, en otras palabras, el derecho que le asiste de devolver todos los proyectos, acompañados de sus objeciones, con la consecuencia de que en esa forma impedirá que se conviertan en leyes, a menos de que sean confirmados posteriormente por las dos terceras partes de cada una de las ramas que integran el cuerpo legislativo.

Con anterioridad se ha señalado y subrayado la tendencia del departamento legislativo a inmiscuirse en los derechos y a absorber los poderes de los otros departamentos; también se ha comentado la insuficiencia de una simple demarcación sobre el papel de los límites de cada cual, y se ha sacado la consecuencia de que es necesario dotados de armas constitucionales para que se defiendan, necesidad que se ha demostrado debidamente. De estos claros e innegables principios deriva la conveniencia del veto del Ejecutivo, ya sea absoluto o limitado, frente a los actos de los sectores legislativos. Careciendo dicho poder de uno u otro, estará absolutamente incapacitado para defenderse de las agresiones de las cámaras. Podría ser despojado gradualmente de sus facultades mediante resoluciones sucesivas, o aniquilado como resultado de una sola votación. Y de un modo o de otro, los poderes legislativo y ejecutivó en poco tiempo se encontrarían reunidos en las mismas manos. Aun suponiendo que nunca se hubiera advertido en el cuerpo legislativo la tendencia a invadir los derechos del Ejecutivo, las leyes del razonamiento lógico y la conveniencia teórica, nos enseñarían por sí solas a no abandonar a uno a merced del otro, sino a dotado de un poder constitucional eficaz, para que se defienda por sí mismo.

Pero la potestad de que tratamos posee una utilidad suplementaria. No únicamente sirve de escudo al Ejecutivo, sino que proporciona una garantía más contra la expedición de leyes indebidas. Con ella se establece un saludable freno al cuerpo legislativo, destinado a proteger a la comunidad contra los efectos del espíritu de partido, de la precipitación o de cualquier impulso perjudicial al bien público, que ocasionalmente domine a la mayoría de esa entidad.

La conveniencia del veto se ha combatido algunas veces con la observación de que no existe razón para suponer que un solo hombre sea más virtuoso y sabio que un conjunto de ellos, y que a menos de ser válida dicha suposición, resultaría infundado atribuir al magistrado ejecutivo cualquier clase de freno sobre la corporación legislativa.

Sin embargo, al analizar esta proposición se pone en claro que posee más apariencia que verdad. La utilidad de la cosa no depende de la presunción de que el Ejecutivo sea superior en sabiduría o virtud, sino que descansa en la suposición de que la legislatura no será infalible; de que el amor al poder la arrastrará en ocasiones a la inclinación de invadir los derechos de los otros miembros del gobierno; de que el espíritu de partido falseará sus deliberaciones a veces; de que bajo el imperio de impresiones pasajeras puede precipitarse a aprobar medidas que ella misma reprobaría al reflexionar más detenidamente. El motivo fundamental que existe en favor de atribuir al Ejecutivo la facultad de que tratamos, estriba en capacitado para que se defienda; en segundo lugar, se persigue aumentar la probabilidad de que la comunidad no tenga que sufrir la aprobación de leyes inconvenientes, debidas a festinación, falta de cuidado o propósitos culpables. Mientras más veces sea objeto de deliberación una medida y mayor la diversidad de situaciones de las personas encargadas de estudiarla, menor será el peligro de los errores que resultan de la falta de reflexión o de esos pasos falsos a que impulsa el contagio de alguna pasión o interés común. Es mucho menos probable que todas las partes del gobierno se hallen contaminadas por miras criminales, de cualquier clase que sean, al mismo tiempo y relativamente a idéntico objeto, que el que esa clase de designios dominen y descaminen sucesivamente a cada una de ellas.

Posiblemente se alegue que el poder de impedir las leyes inconvenientes comprende el de impedir las que son útiles y que puede emplearse lo mismo para una finalidad que para la otra. Pero esta objeción pesará poco en el ánimo de quienes son capaces de estimar correctamente los perjuicios que produce esa inconstancia y variabilidad de nuestras leyes, que constituye la mancha más grande en la naturaleza y el espíritu de nuestros gobiernos. Pensarán que toda institución que tiene por objeto contener la tendencia exagerada a expedir leyes, y a mantener las cosas en el mismo estado en que se encuentran en un momento dado, probablemente producirá más bien que mal, ya que permite que el sistema de legislación posea más estabilidad. El daño que es concebible que resulte de rechazar unas cuantas leyes convenientes, estará ampliamente compensado por la ventaja de impedir un gran número de leyes malas.

Aún hay más que decir. La superioridad en importancia e influencia del cuerpo legislativo en el caso de un gobierno libre, y el riesgo que representa para el Ejecutivo el hecho de medir sus fuerzas con esa entidad, garantizan ampliamente que el veto se utilizaría ordinariamente con una gran cautela; y habrá motivo mucho más a menudo para críticar que se aprovecha con timidez que con temeridad. A pesar de todo su aparato de atributos soberanos y de toda la influencia que deriva de una multitud de causas, el rey de la Gran Bretaña vacilaría en la época presente en vetar las resoluciones conjuntas de ambas cámaras del Parlamento. Seguramente que pondría en juego hasta el máximo de los recursos que le proporciona esa influencia, con el objeto de ahogar, antes de que llegue al trono, una medida con la que se halla en desacuerdo, evitando así el verse colocado en el dilema de permitir que entre en vigor o de exponerse a provocar el disgusto de la nación al oponerse a la voluntad del cuerpo legislativo. No es probable que finalmente se aventure a ejercer sus prerrogativas, como no sea en un caso de evidente utilidad o de necesidad extrema. Todas las personas familiarizadas con ese reino convendrán en que esta observación es exacta. A la fecha ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez en que la Corona hizo uso de su derecho de veto.

Si un magistrado tan poderoso y con una situación tan firme como el monarca británico sentiría dudas antes de ejercitar el poder que examinamos, ¿cuánto más cuidado es de esperarse fundadamente de parte de un Presidente de los Estados Unidos, que durante el breve espacio de cuatro años estará revestido de la autoridad ejecutiva de un gobierno completa y puramente republicano?

Es evidente que el peligro que verdaderamente se corre es el de que no aproveche su facultad cuando sea necesario, más bien que el de que la ejercite con demasiada frecuencia o en casos que no lo justifican. De hecho, de este orden de ideas se ha obtenido un argumento en contra de su procedencia. Se pretende, por el motivo que indicamos, que será un poder de apariencia temible, pero inútil en la práctica. Sin embargo, no es lógica la conclusión de que, porque es posible que se utilice raras veces, nunca ha de utilizarse. En el caso que principalmente está destinado a resolver, o sea el de un ataque directo a los derechos constitucionales del Ejecutivo, o bien en circunstancias en que el bien público fuera sacrificado evidente y palpablemente, un hombre de mediana entereza acudiría a los medios de defensa que le proporciona la Constitución y escucharía las advertencias del deber y la responsabilidad. En el primer caso, su interés en el poderío de su puesto serviría de estímulo a su energía; en el segundo, la avivaría la probabilidad de la sanción de sus electores, que si bien se inclinarían naturalmente de parte del cuerpo legislativo en un caso dudoso, es difícil que permitan que su parcialidad los engañe en un asunto de veras sencillo. Me refiero en este momento a un magistrado dotado de un grado ordinario de firmeza. Hay hombres que, cualesquiera que sean las circunstancias por que atraviesen, poseerán el valor necesario para cumplir con su deber a costa de cualquier peligro.

La convención, sin embargo, ha seguido en esta materia un camino intermedio, que simultáneamente facilitará el que el magistrado ejecutivo ejercite la facultad que se le confiere al respecto y hará que su eficacia dependa del sentir de una parte importante del cuerpo legislativo. En lugar de un veto absoluto, se propone que el Ejecutivo goce del veto limitado que ya describimos. Se trata de una facultad a la que se acudirá con mucha mayor facilidad que a la otra. El hombre que posiblemente sienta temor de echar abajo una ley mediante su solo veto, probablemente no tendrá escrúpulos en devolverla para que se reconsidere; con lo cual únicamente estará expuesta a un rechazamiento definitivo en el caso de que más de una tercera parte de cada cámara acepte que sus objecioncs son fundadas. Lo alentaría la reflexión de que si su oposición prevaleciere, arrastraría consigo una proporción respetable del cuerpo legislativo, cuya influencia se uniría a la suya para apoyar ante la opinión pública la corrección de su conducta. Un veto directo y categórico tiene un aspecto más áspero y más propenso a causar irritación, que el simple acto de sugerir que se discutan ciertas objeciones, las cuales deberán ser aprobadas o reprobadas por las personas a quienes se someten. Así como es menos probable que ofenda, en cambio, hay más probabilidades de que se ejercite; y por esta propia razón, es de creerse que en la práctica resultará más efectivo. Hay motivos para esperar que no será muy frecuente el que una proporcion tan grande como es la de las dos terceras partes de ambas ramas de la legislatura, se vea dominada simultáneamente por propósitos indebidos, tanto más cuanto que tendrá en contra la influencia del Ejecutivo. De todos modos, resulta mucho menos probable que se dé este caso que el que dichos propósitos corrompan las resoluciones y los procedimientos de una simple mayoría. La posesión de un poder de esta índole por parte del Ejecutivo actuará muchas veces de una manera silenciosa y oculta, pero no menos enérgica. Cuando los individuos que participan en actividades indebidas, tienen conocimiento de que pueden tropezar con obstáculos que les opondrá un sector sobre el cual carecen de dominio, muchas veces retrocederán ante el simple temor de la oposición, en tanto que se precipitarían con ansia si no fueran de recelarse impedimentos externos.

Como he observado en otro lugar, en este Estado el veto limitado de que tratamos se encuentra atribuido a un consejo que se integra por el gobernador y el presidente y los jueces de la Suprema Corte, o por dos cualesquiera de estos funcionarios. Se ha utilizado frecuentemente y en una variedad de ocasiones, así como muchas veces con éxito. Y su utilidad se ha hecho tan manifiesta, que las personas que cuando se redactó la Constitución se oponían violentamente a él, se han convertido en sus admiradores declarados como resultado de la práctica (1).

He hecho notar en otra parte que, al dar forma a esta parte de su proyecto, la convención se había apartado del modelo de la constitución de ese Estado, en favor de la de Massachusetts. Hay dos poderosas razones a que es posible atribuir esta preferencia. Una consiste en que los jueces, que serán los intérpretes de la ley, podrían adquirir un prejuicio indebido como resultado de haber externado su opinión con anterioridad en calidad de revisores; otra razón es que si se les asocia con el Ejecutivo, se les impulsará a participar exageradamente en las opiniones políticas de ese magistrado, con lo cual podría cimentarse gradualmente una combinación peligrosa entre los departamentos ejecutivo y judicial. Todo lo que se haga para mantener a los jueces apartados de cualquiera otra ocupación que no sea la de explicar las leyes, será poco. Es particularmente peligroso colocarlos en situación de que el Ejecutivo los corrompa o someta a su influencia.

PUBLIO

(Alexander Hamilton parece ser el autor de este escrito)




Notas

(1) El señor Abraham Yates, ardiente opositor del plan de la convención, forma parte de este grupo.- PUBLIO.

Índice de El federalista de Alexander Hamilton, Santiago Madison y John JayEscrito setenta y dosEscrito setenta y cuatroBiblioteca Virtual Antorcha