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EL FEDERALISTA

Número 63



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El quinto desiderátum, que muestra la utilidad de un senado, consiste en la necesidad de un verdadero sentimiento de carácter nacional. Sin un miembro selecto y estable en el gobierno, la estimación de los poderes extranjeros no sólo se perderá por culpa de una política ininteligente e inestable, debida a las causas ya mencionadas, sino que los consejos nacionales no poseerán esa sensibilidad ante la opinión del mundo que es tan indispensable para merecer como para obtener su respeto y confianza.

El tener en cuenta la opinión de otras naciones resulta de importancia para todo gobierno por dos razones: primera, porque, independientemente de los méritos que presente cualquier plan o medida, hay varios motivos para que sea de desear que a los ojos ajenos aparezca como el fruto de una política sensata y honrada; segunda, porque en casos dudosos, especialmente cuando las asambleas nacionales están cegadas por una fuerte pasión o algún interés transitorio, la opinión presunta o conocida del mundo imparcial puede ser la mejor guía que deba seguirse. ¿Cuántas pérdidas ha sufrido América por su falta de energía ante las naciones extranjeras, y cuántos errores y locuras no habría evitado, si la justicia y la oportunidad de sus decisiones hubiese sido examinada previamente en cada caso, a la luz en que probablemente aparecerían a la porción imparcial del género humano?

Sin embargo, por muy necesario que sea el sentimiento de la reputación nacional, es evidente que nunca lo poseerá en grado suficiente un cuerpo numeroso y variable. Sólo se hallara entre un número tan reducido, que a cada individuo le corresponda recibir una parte perceptible de la censura o el elogio producido por las decisiones públicas; o en una asamblea. tan permanentemente investida de un mandato público, que el amor propio y la importancia de sus miembros estén ligados de modo sensible á la reputación y la dicha de la comunidad. Los representantes semianuales de Rhode Island no se hubieran sentido muy afectados en sus deliberaciones sobre las inicuas medidas adoptadas por ese Estado, por argumentos basados en la opinión que suscitanan aquellas medidas en los países extranjeros e inclusive en los Estados vecinos; en tanto que no puede dudarse de que, si hubiera sido necesaria la cooperación de un cuerpo estable y selecto, habría bastado por sí sola la preocupación por el caracter nacional para prevenir las calamidades que sufre ese pueblo descarriado en la actualidad.

Añado, como sexto defecto, la ausencia, en ciertos casos importantes, de la responsabilidad necesaria en el gobierno frente al pueblo, ausencia que procede de esa frecuencia de eleccioes que en otras circunstancias origina esa responsabilidad. Esta observación tal vez se encuentre no solo novedosa, sino también paradójica. Pero, una vez explicada, habrá que reconocer que es tan irrefutable como importante.

Si la responsabilidad ha de ser razonable tiene que limitarse a los objetos a los que se extiende el poder de la parte responsable, y si ha de ser eficaz debe referirse a aquellas actuaciones de ese poder sobre las cuales los electores puedan formarse un juicio pronto y fundado. Los objetos del gobierno pueden dividirse en dos clases generales: la primera depende de medidas que tienen exclusivamente un efecto inmediato y visible; la segunda depende de una sucesión de medidas bien seleccionadas y bien relacionadas, cuyo efecto es gradual y tal vez imperceptible. La importancia de la última categoría para el bienestar permanente y colectivo de todo el país no necesita aclaración. Y, sin embargo, es evidente que a una asamblea elegida para un período tan corto que durante él sólo pueda añadir uno o dos eslabones a esta cadena de medidas, a la que es posible que esté subordinado el bienestar general, no se le puede hacer responsable del resultado final, de la misma manera que no se puede exigir en justicia a un mayordomo o inquilino, cuyo contrato se concierta por un año, que responda de mejoras que no podrían realizarse en un plazo menor de seis años. Ni es posible tampoco que el pueblo estime la parte de influencia que sus asambleas anuales puedan tener sobre asuntos que son consecuencia combinada de transacciones que se hicieron en varios años. Ya es bastante difícil mantener viva la responsabilidad personal entre los miembros de un cuerpo numeroso, tratándose de los actos de ese cuerpo que producen un efecto inmediato, distinto y palpable sobre sus electores.

El remedio adecuado para este defecto consiste en un cuerpo suplementario dentro del departamento legislativo que, poseyendo suficiente estabilidad para ocuparse de los objetos que requieren una atención continuada y una serie de medidas, sea capaz de responder justa y eficazmente de la consecución de ellos.

Hasta aquí he considerado las circunstancias que señalan la necesidad de un Senado bien constituido únicamente en cuanto se relacionan con los representantes del pueblo. Tratándose de un pueblo que no está cegado por prejuicios y tan poco corrompido por los halagos como aquel a que me dirijo, no vacilo en añadir que una institución de esta clase puede ser necesaria en ocasiones para defender al pueblo contra sus propios errores e ilusiones transitorias. Así como la opinión fría y sensata de la comunidad debe prevalecer en todos los gobiernos y de hecho prevalecerá a la postre en todos los gobiernos libres sobre las opiniones de sus gobernantes, así también hay momentos especiales en los asuntos públicos en que, estimulado el pueblo por alguna pasión desordenada o por alguna ganancia ilícita, o extraviado por las artes y exageraciones de hombres interesados, reclama medidas que él mismo será el primero en lamentar y condenar más tarde. En estos momentos críticos ¡qué saludable será la intervención de un cuerpo tranquilo y respetable de ciudadanos, con el objeto de contener esa equivocada carrera y para evitar el golpe que el pueblo trama contra sí mismo, hasta que la razón, la justicia y la verdad tengan la oportunidad de recobrar su influencia sobre el espíritu público! ¿De cuán amargas angustias no se hubiera librado el pueblo ateniense, si su gobierno hubiese dispuesto de una salvaguardia tan prudente contra la tiranía de sus propias pasiones? Tal vez la libertad popular no habría merecido el reproche indeleble de dar un día la cicuta y al siguiente elevar una estatua a los mismos ciudadanos.

Es posible que se sugiera que un pueblo diseminado sobre una vasta región no estará sujeto al contagio de las pasiones violentas o al peligro de concertarse con fines injustos, como lo están los habitantes aglomerados de un distrito pequeño. Disto mucho de negar que esta distinción es de gran importancia. Por el contrario, en un artículo anterior intenté demostrar que ésta es una de las principales ventajas que ofrece una República federal. Al mismo tiempo, no debe considerarse esta ventaja suficiente hasta el punto de que haga innecesario el uso de otras precauciones auxiliares. Inclusive puede señalarse que la misma extensión que librará al pueblo americano de ciertos peligros inherentes a las Repúblicas más reducidas, lo expondrá, en cambio, al inconveniente de permanecer más tiempo bajo la influencia de las falsedades que una labor interesada logre propalar entre él.

Las consideraciones anteriores cobran mayor peso cuando se recuerda que la historia no nos informa de ninguna República que haya logrado persistir careciendo de senado. En realidad, Esparta, Roma y Cartago son los únicos Estados republicanos de los que puede decirse que han durado largo tiempo. En los dos primeros existía un senado vitalicio. En el tercero la constitución de este cuerpo es menos conocida, pero existen indicios que nos hacen creer que no debía diferenciarse mucho en este punto de los otros dos. Cuando menos hay la certeza de que poseía algunas cualidades que lo capacitaban para actuar de áncora contra las fluctuaciones populares, y que una asamblea más reducida, procedente del senado, no sólo era designada con carácter vitalicio, sino que llenaba ella misma sus vacantes. Aunque estos ejemplos son tan poco merecedores de imitación como incompatibles con el carácter americano, nos brindan instructivas pruebas de la necesidad de alguna institución que combine la estabilidad con la libertad, cuando los comparamos con la existencia fugitiva y turbulenta de otras Repúblicas antiguas. Me doy cuenta de las circunstancias que distinguen al gobierno americano de todos los demás gobiernos populares, tanto antiguos como modernos, y que exigen una gran circunspeccion al comparar un caso con los otros. Pero despues de conceder a esta consideración la influencia que le corresponde, puede aún sostenerse que existen muchos puntos de semejanza, que hacen que estos ejemplos sean merecedores de nuestra atención. Como ya hemos visto, muchos de los defectos que sólo pueden suplirse con la institución senatorial son comunes a las asambleas numerosas, elegidas frecuentemente por el pueblo, e inclusive al pueblo mismo. Hay otros, privativos de las primeras, que requieren el control de una institución parecida. El pueblo jamás traiciona sus propios intereses voluntariamente, pero éstos pueden ser traicionados por sus representantes; y el peligro será mayor evidentemente cuando la plenitud de la función legislativa se deposite en manos de un solo cuerpo, que cuando se requiera para todo acto público el acuerdo de cuerpos distintos y diferentes.

La diferencia en que se hace más hincapié, entre América y las otras Repúblicas, reside en el principio de la representación, que es el eje sobre el cual se mueve aquélla, y que, según se supone, fue desconocido en las segundas o al menos en sus modelos más antiguos. El uso hecho de esta diferencia en los razonamientos contenidos en anteriores artículos debe haber demostrado que no abrigo inclinación a negar su existencia ni a menospreciar su importancia. Por esto siento menos escrúpulos al observar que la afirmación referente a la ignorancia de los antiguos gobiernos, en el caso de la representación, dista de ser precisamente cierta en la amplitud que comúnmente se le atribuye. Sin meterme en una disquisición que aquí sería inoportuna, me referiré a unos cuantos hechos conocidos que apoyan mis aserciones.

En las más puras democracias griegas muchas de las funciones ejecutivas eran ejercidas, no por el pueblo mismo, sino por funcionarios elegidos por éste, que representabtm a pueblo en su capacidad ejecutiva.

Antes de la reforma de Solón, Atenas fue gobernada por nueve Arcontes, anualmente elegidos por la masa del pueblo. El grado de poder que se les confería está rodeado de una oscuridad muy grande. Tras ese período nos encontramos con una asamblea, de cuatrocientos miembros en un principio, de seiscientos después, anualmente elegida por el pueblo, y que lo representa parcialmente en su capacidad legislativa, ya que no sólo se halla asociada con él en la función de hacer las leyes, sino que poseía el derecho exclusivo de hacerle proposiciones legislativas. También el senado de Cartago, cualquiera que haya sido su poder o la duración de su mandato, parece haber sido elegido por los sufragios del pueblo. Casos similares pueden encontrarse en casi todos, si no en todos los gobiernos populares de la Antigüedad.

Finalmente, en Esparta nos encontramos con los Éforos y en Roma con los Tribunos; dos cuerpos reducidos ciertamente en número, pero anualmente elegidos por todo el pueblo y considerados como representantes de éste, casi en su capacidad plenipotenciaria. Los Cosmos de Creta eran también elegidos por el pueblo anualmente, siendo considerada esta institución por algunos autores como análoga a las de Esparta y Roma, con la sola diferencia de que en la elección de este cuerpo representativo únicamente se hacía partícipe del derecho de sufragio a una parte del pueblo.

De estos hechos, a los que podríamos añadir muchos otros, resalta claramente que el principio de la representación no era desconocido de los antiguos ni totalmente ajeno a sus constituciones políticas. La verdadera diferencia entre estos gobiernos y el americano reside en la exclusión total del pueblo, en su carácter colectivo, de toda participación en éste, no en la exclusión total de los representantes del pueblo de la administración de aquéllos. Condicionada así la diferencia, arroja una ventajosísima superioridad a favor de los Estados Unidos. Pero para que este beneficio surta su plenitud de efecto, debemos cuidar de no separarlo del otro de que disponemos, o sea de un territorio extenso. Pues es increíble que cualquier forma de gobierno representativo hubiera podido tener éxito en los estrechos límites que ocupaban las democracias griegas.

Para responder a estos argumentos, sugeridos por la razón, ilustrados con ejemplos y confirmados por nuestra propia experiencia, el obstinado adversario de la Constitución verosímilmente se contentará con repetir que un senado que no es elegido directamente por el pueblo y que goza de un período de seis años, tiene que adquirir gradualmente una peligrosa preeminencia dentro del gobierno, hasta transformarse en una aristocracia tiránica.

A esta contestación en términos generales, debería ser suficiente replicar que la libertad puede verse amenazada por sus propios abusos tanto como por los abusos del poder; que abundan los ejemplos de lo primero tanto como de lo último, y que en los Estados Unidos es más de temer el primer peligro que el segundo. Pero es factible dar una respuesta más precisa.

Antes de que semejante revolución se lleve a cabo, es necesario que el Senado mismo se corrompa; que corrompa luego a las legislaturas de los Estados; en seguida a la Cámara de Representantes, y por último a la gran masa popular. Es evidente que el Senado debe corromperse antes de poder intentar el establecimiento de una tiranía. Sin corromper a las legislaturas de los Estados no podrá seguir adelante en su intento, porque de lo contrario el cambio periódico de los miembros regeneraría a toda la entidad. Sin ejercer con igual éxito los medios de corrupción sobre la Cámara de Representantes, la oposición de este sector gubernamental coigual haría fracasar la tentativa; y sin la corrupción del pueblo mismo, una serie de nuevos representantes volvería rápidamente las cosas al orden primitivo. ¿Existe algún hombre seriamente convencido de que el Senado que se propone podría, por cualesquiera medios concebibles al alcance de la destreza humana, realizar los fines de su ilegítima ambición, pasando por encima de todas esas obstrucciones?

Si la razón condena esta sospecha, la experiencia pronuncia idéntica sentencia. La Constitución de Maryland suministra el ejemplo más a proposito. El senado de ese Estado es elegido indirectamente por el pueblo, como lo será el Senado federal, y por un período menor en un año que el de éste. Se distingue también por la notable prerrogativa de llenar las vacantes que ocurran durante el tiempo para el cual es designado, a la vez que no es objeto de una rotación como la prescrita para el Senado federal. Existen todavía otras diferencias menores que justificarían diversas objeciones plausibles contra el primero y que no son oponibles al segundo. Si el Senado federal, por tanto, ofreciera realmente el peligro tan cacareado, a estas fechas el senado de Maryland debería haber mostrado siquiera algunos de los síntomas de un mal semejante, pero hasta hoy no ha aparecido ninguno. Por el contrario, las suspicacias que abrigaron en un principio hombres del mismo tipo que los que ven con terror la parte análoga de la Constitución federal se han extinguido gradualmente a medida que se adelanta en este ensayo; y la Constitución de Maryland se gana a diario, por la saludable actuación de esta parte de ella, una fama que probablemente no tiene rival entre los Estados de la Unión.

Pero si algo debería acallar toda la desconfianza a este respecto, ha de ser el ejemplo británico. Allí el Senado, en vez de elegirse por un período de seis años y de no limitarse a determinadas familias o fortunas, es una asamblea hereditaria de nobles opulentos. La Cámara de Representantes, en vez de elegirse cada dos años, y por todo el pueblo, se elige por siete y en gran proporción por una parte muy pequeña del pueblo. Aquí, sin genero de duda, deberían manifestarse en todo su apogeo las usurpaciones aristocráticas y la tiranía de que en un futuro período se hallarán ejemplos en los Estados Unidos. Desgraciadamente para los argumentos antifederales, la historia británica nos enseña que esta asamblea hereditaria no ha sabido defenderse contra las continuas invasiones de la Cámara de Representantes, y que en cuanto perdió el apoyo del monarca, se vio aplastada por el peso de la rama popular.

Hasta donde la Antigüedad puede instruirnos acerca de este asunto, sus ejemplos confirman el razonamiento que acabamos de utilizar. En Esparta, los Éforos, representantes anuales del pueblo, resultaron superiores al senado vitalicio, continuamente ampliaron su autoridad a costa de él y finalmente concentraron todo el poder en sus propias manos. Los Tribunos en Roma, que eran los representantes del pueblo, prevalecieron, como es bien sabido, en casi todas las contiendas que sostuvieron con el senado vitalicio, y al final triunfaron completamente sobre él. Este hecho es tanto más notable cuanto que se exigía la unanimidad en todos los actos de los Tribunos, inclusive después de que su número se amplió a diez, y demuestra la fuerza irresistible que posee la rama de un gobierno libre que cuenta con el apoyo del pueblo. A estos ejemplos podemos añadir el de Cartago, cuyo senado, según testimonio de Polibio, en vez de apropiarse todo el poder, había perdido al comenzar la segunda guerra púnica la mayor parte del que le correspondió originalmente.

Además de la prueba concluyente que es consecuencia de este conjunto de datos, en el sentido de que el Senado federal no se transformará nunca por medio de usurpaciones graduales en una entidad aristocrática e independiente, estamos autorizados a creer que si alguna vez se llevara a cabo semejante revolución por obra de causas contra las que es imposible a la previsión humana precaverse, la Cámara de Representantes, apoyada por el pueblo, conseguirá siempre restituir la Constitución a su forma y principios primitivos. Contra la fuerza de los representantes directos del pueblo, ni la autoridad constitucional del Senado será capaz de sustentar otra actitud que aquella que dé muestras de una política inteligente y de un cuidado por el bien público, con lo cual compartirá con la otra rama de la legislatura el afecto y el apoyo de toda la masa del pueblo.

PUBLIO

(No se sabe con certidumbre si fue Alexander Hamilton o Santiago Madison el autor de este escrito)

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