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EL FEDERALISTA

Número 64



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Es justo, aunque no nuevo, observar que los enemigos de determinadas personas y los adversarios de ciertas medidas, rara vez limitan sus censuras a aquello de unas u otras que lo merece. Sin este principio, es difícil explicar los motivos de la conducta de quienes condenan en conjunto la Constitución propuesta y tratan con severidad algunos de los artículos más inobjetables que contiene.

La segunda sección faculta al Presidente, por y con el consejo y el consentimiento del Senado, para concluir tratados, siempre que los aprueben dos terceras partes de los senadores presentes.

El poder de concertar tratados es muy importante, especialmente por su relación con la guerra, la paz y el comercio; y sólo puede delegarse en forma tal y con tales precauciones, que proporcionen toda clase de seguridades de que será ejercido por los hombres más capacitados al efecto y de la manera más conducente al bien público. La convención parece haber tenido en cuenta ambos puntos, haciendo que el Presidente sea elegido por un cuerpo selecto de electores, diputados por el pueblo con este propósito expreso, y encomendando el nombramiento de senadores a las legislaturas de los Estados. Este sistema tiene en casos semejantes una ventaja sobre las elecciones hechas por el pueblo en su carácter colectivo, en que la acción del espíritu de partido, aprovechándose de la negligencia, la ignorancia, las esperanzas y los temores de los incautos y los interesados, a menudo coloca en los puestos públicos a hombres que únicamente obtienen el sufragio de una pequeña porción de los electores.

Como tanto las asambleas reunidas para elegir Presidente, como las legislaturas de los Estados que nombran a los Senadores, estarán compuestas como regla general por los ciudadanos más informados y respetables, hay razones para suponer que sus votos y su atención se dirigirán exclusivamente hacia esos hombres que más se hayan distinguido por su capacidad y su virtud y en quienes el pueblo encuentre motivos justificados para depositar su confianza. La Constitución se fija especialmente en este asunto. Excluyendo a los hombres menores de treinta y cinco años del primer cargo y a los menores de treinta del segundo, obliga a los electores a escoger entre aquellos hombres sobre los que el pueblo ha tenido ya oportunidad de formarse una opinión y respecto a los cuales no estará expuesto al engaño de esas brillantes apariencias de genio y patriotismo que, como fugaces meteoros, desvían a la par que deslumbran. Si está bien fundada la observación de que los reyes sabios siempre estarán servidos por ministros capaces, es justo argumentar que en la misma proporción en que una asamblea de electores selectos posee en mayor grado que los reyes los medios de obtener una informacion exacta y completa con referencia a los hombres y a sus caracteres, así también sus designaciones darán muestras de las mismas cualidades de discreción y discernimiento cuando menos. De estas consideraciones resulta naturalmente que el Presidente y los Senadores así escogidos, se contarán siempre entre aquellas personas que mejor comprenderán y conocerán nuestros intereses nacionales, ya sea que se les considere en relación con los diversos Estados o con las naciones extranjeras que son más capaces de servir esos intereses y cuya reputación de integridad inspire y merezca mayor confianza. En tales hombres el poder de concluir tratados puede depositarse tranquilamente.

Aunque la necesidad absoluta de un sistema, para desarrollar cualquier actividad, es ya universalmente reconocida, sin embargo, su importancia en los asuntos nacionales no está aún bien grabada en la mente del público. Los que quieren confiar la facultad que estudiamos a una asamblea popular, integrada por miembros que entran y salen en rápida sucesión, parecen no recordar que una entidad semejante forzosamente no es adecuada a la consecución de esos importantes fines que requieren ser meditados serenamente en todas sus relaciones y circunstancias y que sólo pueden abordarse y realizarse adoptando medidas que exigen no sólo talento, sino también una información exacta y a menudo mucho tiempo para combinadas y llevadas a la práctica. Hizo bien la convención, por tanto, al establecer no sólo que este poder de concluir tratados se encomendase a hombres aptos y honestos, sino también que continuaran en su cargo el tiempo suficiente para familiarizarse cabalmente con nuestros asuntos nacionales y para formular y poner en marcha un sistema para su dirección. La duración prescrita es bastante para darles ocasión de ampliar considerablemente sus conocimientos políticos, haciendo que su experiencia acumulada sea cada vez más beneficiosa al país. No ha demostrado la convención menos prudencia al disponer las frecuentes elecciones senatoriales de modo que se contrarreste el inconveniente de transferir periódicamente tan graves asuntos en su totalidad a hombres nuevos; pues dejando en su sitio a una gran parte de los antiguos, la uniformidad, el orden y la continuidad de la información oficial se hallarán asegurados.

Seguramente serán pocos los individuos que no admitirán que los asuntos de comercio y navegación se regulen conforme a un sistema cautamente organizado y puesto en práctica con constancia, y que nuestros tratados y nuestras leyes se encuentren en consonancia con ese sistema y se configuren en el sentido de fomentado. Es, sin embargo, de gran importancia que esta relación se mantenga cuidadosamente; y los que admiten la verdad de esta proposición, verán y tendrán que aceptar que se halla debidamente prevista al exigir que sea indispensable la aprobación del Senado tanto para los tratados como para las leyes.

Rara vez dejan de ser necesarios en la negociación de tratados, de cualquier índole que sean, un sigilo perfecto y una diligencia muy grande. Hay casos en que sería factible llegar a acuerdos utilísimos si las personas que intervienen pueden disipar sus temores de que sean conocidos. Tales temores influirán en las personas de que hablamos tanto en el caso de que las guíen móviles mercenarios como en el de que éstos sean amistosos, y existen muchas de ambas clases que confiarían en la discreción del Presidente, pero no en la del Senado y menos aún en la de una gran Asamblea popular. Por lo tanto, la convención ha hecho bien en distribuir el poder de concluir tratados en tal forma que aunque el Presidente ha de contar, al concluirlos, con el consejo y la aprobación del Senado, podrá, sin embargo, conducir las negociaciones del modo que la prudencia le sugiera.

Quienes se han consagrado al estudio de los asuntos humanos tienen que haber percibido que éstos sufren alternativas de duración, intensidad y dirección sumamente irregulares, que raramente se producen dos veces exactamente de la misma manera o con la misma energía. El descubrir y aprovechar estas alternativas en los asuntos nacionales es la tarea de quienes tienen a su cargo el dirigirlas y los que tienen mucha experiencia en este terreno nos dicen que hay ocasiones en que los días, más aún, hasta las horas, son preciosos. La pérdida de una batalla, la muerte de un príncipe, la destitucion de un ministro u otras circunstancias que producen un cambio en la situación y el aspecto de los asuntos en un momento dado, pueden transformar la más favorable de las tendencias en un sentido opuesto a nuestros deseos. En el campo de batalla como en el despacho de los gobernantes, hay momentos que deben asirse cuando se presentan, y los que mandan en esos sitios deben estar en aptitud de aprovecharlos. Hemos sufrido hasta ahora tan a menudo y en cosas tan esenciales por la falta de sigilo y rapidez, que sería una falta inexcusable de la Constitución no haber atendido a estos problemas. Los asuntos que en el curso de una negociación requieren mayor secreto y prontitud son esas medidas auxiliares y preparatorias que sólo son importantes desde el punto de vista nacional porque facilitan la consecución de las finalidades de las negociaciones. Por cuanto a éstas se refiere, el Presidente no tendrá dificultades para encargarse de ellas; y si surgieren circunstancias que exigiesen el consejo y el consentimiento del Senado, puede convocarlo en cualquier tiempo. Vemos con esto que la Constitución provee lo necesario para que al negociar los tratados dispongamos de todas las ventajas que es posible desprender del talento, los conocimientos, la integridad y las investigaciones cuidadosas por una parte, y del sigilo y la rapidez por otra.

Pero contra este plan, como contra casi todos los que en cualquier tiempo se han presentado, se han ideado y se hacen valer diversas objeciones.

A algunos les disgusta, no por los errores o defectos que contenga, sino porque consideran que únicamente deberían concluir los tratados quienes están investidos del poder legislativo, debido a que una vez perfeccionados van a producir el mismo efecto que las leyes. Estos caballeros parecen no advertir que las sentencias de nuestros tribunales y las órdenes que extiende nuestro gobernador dentro de sus facultades constitucionales, son tan válidas y obligan a las personas a quienes se refieren, como las leyes aprobadas por nuestra legislatura. Todos los actos de poder que se apegan a la Constitución, sean del departamento ejecutivo o del judicial, estan revestidos de la misma validez y obligatoriedad desde el punto de vista legal que si procedieran de la legislatura; y por tanto, sea cual fuere el nombre que se dé a la potestad de concertar tratados o por muy obligatorios que sean una vez hechos, es incontestable que el pueblo puede con toda corrección confiar dicho poder a un cuerpo distinto del legislativo, ya sea el ejecutivo o el judicial. Seguramente que de esto no se deduce que porque ha encomendado el poder de hacer las leyes a la legislatura, también debería atribuirle poder para todos los demás actos de soberanía que obliguen a los ciudadanos y tengan efecto sobre ellos.

Otros, aunque conformes con que los tratados se celebren de la manera propuesta, no lo están con que se les considere como la ley suprema de la nación. Sostienen y hacen profesión de creer que los tratados, como los demás actos de una asamblea legislativa, deberían poder revocarse cuando parezca conveniente. Esta idea parece ser nueva y original de nuestro país, pero tanto pueden surgir nuevas verdades como nuevos errores. Estos señores harían bien en reflexionar que el tratado es sólo otro nombre que se aplica a un contrato, y que sería imposible encontrar una nación dispuesta a celebrar cualquier contrato con nosotros, que los comprometiera a ellos de modo absoluto y a nosotros sólo tanto tiempo y hasta el grado que se nos antojara. Los que hacen las leyes pueden, sin duda alguna, enmendarlas o derogarlas; y tampoco se discute que quienes hacen los tratados pueden alterarlos o cancelarlos; pero no olvidemos que los tratados están hechos no sólo por una de las partes contratantes, sino por las dos y, consiguientemente, que así como el consentimiento de ambas fue indispensable para su conclusión original, así también lo es para siempre para alterarlos o cancelarlos. Por lo tanto, la Constitución propuesta no ha ampliado en lo más mínimo la fuerza obligatoria de los tratados. Son tan valederos y se hallan tan fuera del alcance legítimo de los actos de la legislatura en la actualidad, como lo serán en cualquier tiempo o bajo cualquier forma de gobierno.

Por muy útil que sea el espíritu de desconfianza en una República, sin embargo, cuando cobra demasiada importancia en un cuerpo político, como puede ocurrir con la bilis en el organismo humano, la vista de uno y otro queda expuesta a dejarse engañar por las falsas apariencias que esa enfermedad presta a los objetos que se hallan alrededor. De ahí proceden, sin duda, los temores de alguno en el sentido de que el Presidente y el Senado puedan concluir tratados sin tener en cuenta los intereses de todos los Estados. Otros sospechan que los dos tercios oprimirán al tercio restante, y preguntan si a los senadores que los formen se les podrá exigir que respondan adecuadamente de su conducta; si podrán ser castigados en el caso de que obren indebidamente, y ¿cómo vamos a libramos de los tratados que no nos convengan, en el caso de que los celebren?

Como todos los Estados se hallan igualmente representados en el Senado y por los hombres más capaces y más dispuestos a defender los intereses de sus electores, todos ellos tendrán sobre ese cuerpo el mismo grado de influencia, especialmente en tanto que cuiden de elegir a las personas adecuadas e insistan en su puntual asistencia. En la proporción en que los Estados Unidos asuman una organización y un carácter nacionales, el bien del conjunto será objeto cada vez de mayor atención y el gobierno ha de ser muy débil si olvida que el bien del todo sólo puede conseguirse procurando el bien de cada una de las partes que lo integran. Ni el Presidente ni el Senado tienen poder de concluir tratado alguno que no los comprometa a ellos, a sus familias y propiedades, del mismo modo que al resto de la comunidad; y así, no teniendo intereses privados distintos de los de la nación, carecerán de motivos para abandonar los de ésta.

En cuanto a los casos de corrupción, no son probables. Quien crea posible que el Presidente y dos terceras partes del Senado serán alguna vez capaces de tan indigna conducta, tiene que haber sido muy desgraciado en el mundo o encontrar razones en su propio corazón para abrigar esa clase de impresiones. La idea es demasiado burda y odiosa para que nadie la alimente. Pero en semejante caso, si es que jamás ocurriere, el tratado así obtenido, como todos los contratos fraudulentos, sería nulo e ineficaz con arreglo al derecho internacional.

Respecto a su responsabilidad, es difícil concebir cómo podría aumentarse. Todas las consideraciones que pueden influir en la mente humana, como el honor, los juramentos, la reputación, la conciencia, el amor a la patria y los afectos y lazos familiares, constituyen la garantía de su fidelidad. En dos palabras, como la Constitución ha mostrado la mayor solicitud para que sean hombres de talento e integridad, tenemos razones para estar convencidos de que los tratados que concluyan han de ser todo lo ventajosos que las circunstancias lo permitan; y si el temor al castigo y a la deshonra pueden ser eficaces, este móvil de la buena conducta está ampliamente previsto en el artículo relativo a la acusación por delitos oficiales.

PUBLIO

(Este escrito se supone fue escrito por John Jay)

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