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EL FEDERALISTA

Número 62



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Habiendo examinado la forma como está constituida la Cámara de Representantes y contestado las objeciones en su contra más dignas de atención, paso ahora a examinar el Senado.

Los temas principales en que puede dividirse el estudio de este miembro del gobierno son: I) las condiciones requeridas en los senadores; II) su nombramiento por las legislaturas de los Estados; III) la igualdad de representación en el Senado; IV) el número de senadores y la duración de su cargo; V) los poderes conferidos al Senado.

I) Las condiciones que se proyecta exigir a los senadores en comparación con las de los representantes, consisten en una edad mas avanzada y mayor tiempo de ciudadanía. Un senador debe tener, por lo menos treinta años, y un representante sólo veinticinco. El primero tiene que llevar nueve años de ciudadanía, en tanto que al segundo se le exigen siete. La oportunidad de estas diferencias se explica por la naturaleza de la misión senatorial, que, requiriendo mayor amplitud de conocimientos y solidez de carácter, hace necesario a la vez que el senador haya llegado a ese período de la vida donde es más probable hallar esas ventajas; y que, dando lugar a una participación inmediata en las negociaciones con países extranjeros, no es debido que se confíe a quien no se haya desconectado por completo de los prejuicios y costumbres inherentes al hecho de haber nacido y educádose en el extranjero. El plazo de nueve años parece ser un prudente término medio entre la exclusión total de los ciudadanos adoptivos cuyos méritos y talento resumen justificadamente una participación en la confianza pública y su admisión precipitada y ciega, con la que podría crearse una corriente de influencia extranjera en las asambleas nacionales.

II) Es igualmente superfluo explayarse sobre el nombramiento de los senadores por las legislaturas de los Estados. Entre los distintos métodos que podían haberse ideado para constituir este sector del gobierno, el propuesto por la convención es tal vez el más conforme con la opinión pública. Lo recomienda la doble ventaja de favorecer que los nombramientos recaigan en personas escogidas y de hacer que los gobiernos de los Estados colaboren en la formación del gobierno federal de una manera que ha de afirmar la autoridad de aquéllos y es posible que resulte un lazo muy conveniente entre ambos sistemas.

III) La igualdad de representantes en el Senado constituye otro punto que, siendo el resultado evidente de una transacción entre las pretensiones opuestas de los Estados pequeños y de los más grandes, no requiere mucha discusión. Si innegablemente es lo debido, en el caso de un pueblo fundido completamente en una sola nación, que cada distrito participe proporcionalmente en el gobierno y, en el caso de Estados independientes y soberanos, unidos entre sí por una simple liga, que las partes, pese a la desigualdad de su extensión, tengan una participación igual en las asambleas comunes, no parece carecer de razón el que una República compuesta, que participa a la vez del carácter federal y del nacional, el gobierno se funde en una combinación de los principios de la igualdad y la proporcionalidad de representación. Pero es ocioso juzgar con normas teóricas una parte de la Constitución que unánimemente se admite que representa el resultado, no de la teoría, sino de un espíritu de amistad y de esa deferencia y concesión mutuas que la peculiaridad de nuestra situación ha hecho indispensables. Un gobierno común, con poderes en relación con sus fines, es exigido por la opinión y, más fuertemente aún, por la situación política de América. No es fácil que los Estados débiles consientan en un gobierno más en consonancia con los deseos de los Estados más fuertes. Por lo tanto, la opción para los primeros se halla entre el gobierno propuesto y otro que les sería aún menos aceptable. En esta alternativa, la prudencia aconseja el mal menor; y en vez de entretenerse en recitar estérilmente los males que se prevé que pueden resultar de él, se debe reflexionar sobre las consecuencias favorables que pueden compensar este sacrificio.

En este orden de ideas, puede observarse que la igualdad de votos concedida a cada Estado es, a la vez, el reconocimiento constitucional de la parte de soberanía que conservan los Estados individuales y un instrumento para protegerla. Desde este punto de vista, la igualdad debería ser tan aceptable a los Estados más extensos como a los más pequeños, ya que han de tener el mismo empeño en precaverse por todos los medios posibles contra la indebida consolidación de los Estados en una República unitaria.

Otra ventaja que procede de este elemento que presenta la constitución del Senado, es el obstáculo que significará contra los actos legislativos inconvenientes. Ninguna ley ni resolución podrá ser aprobada en lo sucesivo sin el voto favorable de la mayoría del pueblo primero y de la mayoría de los Estados después. Debe confesarse que este complicado freno sobre la legislación puede resultar nocivo tanto como beneficioso en algunos casos, y que la defensa especial que implica a favor de los Estados pequeños sería más racional si ciertos intereses, comunes a éstos y distintos de los de los Estados restantes, se vieran expuestos a peligros peculiares en el caso de que se procediera en otra forma. Pero como los Estados más grandes estarán siempre capacitados por su poder sobre los ingresos para reprimir el ejercicio indebido de esta prerrogativa de los Estados pequeños y como la facilidad y el exceso de legislación parecen ser los males a que nuestros gobiernos están más expuestos, no es inverosímil que esta parte de la Constitución sea más conveniente en la práctica de lo que parece a muchos que reflexionan sobre ella.

IV) Ahora debemos examinar el número de senadores y su período de servicio. Para formarnos un juicio exacto acerca de ambos puntos será oportuno investigar los propósitos a los que debe responder un senado, y para precisar éstos, se requerirá revisar los inconvenientes que ha de sufrir una República que carezca de una institución semejante.

Primero. Es un mal inherente al gobierno republicano, aunque en menor grado que en los demás gobiernos, el que quienes lo administran olviden los deberes que tienen para con sus electores, traicionando la confianza en ellos depositada. Desde este punto de vista, un senado, como segunda rama de la asamblea legislativa, distinto de la primera y copartícipe del poder de ésta, ha de constituir en todos los casos un saludable freno sobre el gobierno. Refuerza la seguridad del pueblo, al requerir el acuerdo de dos distintas entidades para llevar a cabo cualquier estratagema de usurpación o perfidia, donde de otro modo la ambición o la corrupción de una sola hubiera sido suficiente. Esta precaución se funda en principios tan claros y tan bien comprendidos ya en los Estados Unidos, que sería más que redundante extenderse sobre ella. Observaré escuetamente que como la improbabilidad de conspiraciones siniestras se hallará proporcionada a la disimilitud en el carácter de ambos cuerpos, será político distinguirlos uno de otro, mediante todas las circunstancias compatibles con la debida armonía en las medidas razonables y con los principios verdaderos del gobierno republicano.

Segundo. No está menos indicada la necesidad de un senado por la propensión de todas las asambleas numerosas, cuando son únicas, a obrar bajo el impulso de pasiones súbitas y violentas, y a dejarse seducir por líderes facciosos, adoptando resoluciones inconsultas y perniciosas. Sería posible citar innumerables ejemplos a este respecto, tanto de hechos acaecidos en los Estados Unidos como en la historia de otras naciones. Pero no es necesario demostrar una proposición que no ha de tener contradictores. Baste decir que el cuerpo destinado a corregir este achaque, debe, a su vez, estar libre de él y, consiguientemente, tiene que ser menos numeroso. También es preciso que posea gran firmeza, por lo que debe continuar en sus funciones de autoridad durante un período considerable.

Tercero. Otro defecto que ha de corregir el senado radica en la falta de un contacto suficiente con los objetos y los principios de la legislación. No es posible que una asamblea de hombres que provienen en su mayor parte de actividades de carácter particular, que han de ejercer su cargo durante un breve período, carentes de un móvil permanente para dedicarse al estudio de las leyes, los negocios y los intereses generales de su país en los intervalos de sus quehaceres públicos, eviten, si se les deja solos, cometer una serie de importantes errores en el ejercicio de su misión legislativa. Puede afirmarse con sólidos fundamentos que una parte no pequeña de la embarazosa situación en que se encuentra actualmente América se debe a las torpezas de nuestros gobiernos, y que éstas tienen su origen más bien en las cabezas que en los corazones de sus autores. ¿Qué son, en resumen, todas esas leyes explicativas, esas enmiendas y esas cláusulas derogatorias, que llenan y deshonran nuestros voluminosos códigos, sino otros tantos monumentos de insuficiente sabiduría, otras tantas acusaciones que cada sesión exhibe contra la anterior, otras tantas advertencias al pueblo del valor de la cooperación que hay motivo para esperar de un senado bien organizado?

Un buen gobierno implica dos cosas: primero, fidelidad a su objeto, que es la felicidad del pueblo; segundo, un conocimiento de los medios que permitan alcanzar mejor ese objeto. Algunos gobiernos carecen de ambas cualidades, y casi todos de la primera. No siento escrúpulos en afirmar que en los gobiernos americanos se ha prestado muy poca atención a la segunda. La Constitución federal evita ese error; y lo que merece especial beneplácito es que provee a ello de un modo que aumenta la seguridad de la primera condición.

Cuarto. La mutabilidad que surge en los consejos públicos como resultado de la rápida sucesión de nuevos miembros, por muy capacitados que estén, hace resaltar vigorosamente la necesidad en el gobierno de una institución estable. Cada nueva elección en los Estados renueva la mitad de sus representantes. Este cambio de hombres origina por fuerza un cambio de opinión; y este cambio de opinión, un cambio de medidas. Pero el cambio continuo, aun cuando se trate de medidas acertadas, es incompatible con las normas de la prudencia y con toda perspectiva de éxito. Esto mismo se experimenta en la vida privada, y resulta aún más exacto, así como más importante, en relación con los asuntos nacionales.

Para enumerar los males producidos por la mutualidad gubernamental necesitaríamos todo un libro. Señalaré únicamente algunos, cada uno de los cuales se advertirá que es origen de una infinidad de otros.

En primer lugar, con ella se pierde el respeto y la confianza de las demás naciones y todas las ventajas relacionadas con el carácter nacional. El individuo que es inconstante en sus proyectos o que maneja sus asuntos sin sujetarse a ningún plan, se ve señalado desde luego por todas las personas prudentes como la rápida víctima de su propia versatilidad y alocamiento. Quizás sus vecinos que sientan amistad por el lo compadezcan, pero todos se negarán a ligar su suerte a la suya, y más de uno aprovechará la oportunidad de medrar a costa de él. Una nación es respecto a las demás lo que un individuo respecto a otro; con la triste diferencia, tal vez, de que las primeras, con menos sentimientos benévolos que los últimos, estarán también menos cohibidas para aprovecharse indebidamente de la indiscreción ajena. Por lo tanto, toda nación cuyos asuntos descubren falta de prudencia y estabilidad puede esperar todas las pérdidas que pueda acarrearle la política más ordenada de sus vecinos. Pero, por desgracia, la mejor lección sobre el particular se la proporciona a América el ejemplo de su propia situación. Sus amigos no la respetan; es la irrisión de sus enemigos y la presa de todas las naciones que se hallan interesadas en especular con sus versátiles asambleas y sus embrollados asuntos.

Los efectos internos de una política variable son aún más infortunados, ya que envenena el beneficio de la libertad misma. De poco le servirá al pueblo que las leyes estén confeccionadas por hombres que él ha elegido, si esas leyes son tan voluminosas que no hay manera de leerlas o tan incoherentes que no se pueden entender; si se abrogan o revisan antes de ser promulgadas, o sufren cambios tan incesantes que el hombre que conoce la ley hoy, no puede adivinar cómo será mañana. La ley se define como una regla de conducta; ¿pero cómo ha de servir de norma lo que se conoce apenas y carece de fijeza?

Otro defecto de la inestabilidad pública es la excesiva ventaja que da a la minoría astuta, atrevida y adinerada sobre la masa laboriosa e ignorante del pueblo. Cada nueva medida referente al comercio o a los ingresos, o que afecte de cualquier modo el valor de las diferentes clases de propiedad, brinda una nueva cosecha a los que observan el cambio y pueden adivinar sus consecuencias; una cosecha producida no por ellos, sino por el trabajo y los cuidados de la gran masa de sus conciudadanos. En este estado de cosas puede decirse con verdad que las leyes están hechas para unos pocos, no para todos.

Desde otro punto de vista, gran perjuicio resulta de la inestabilidad del gobierno. La falta de confianza en las asambleas públicas desalienta todas las empresas útiles cuyo éxito y provecho puede depender de la continuidad de las disposiciones existentes. ¿Qué comerciante prudente arriesgará su fortuna en un nuevo ramo comercial cuando ignora si sus planes resultarán ilícitos antes de que pueda ponerlos en práctica? ¿Qué agricultor o fabricante se esforzará por merecer el estímulo dado a un cultivo determinado o a cierto establecimiento, si no puede tener la seguridad de que su labor preparatoria y sus gastos no le harán víctima de un gobierno inconstante? En una palabra, ninguna mejora importante, ninguna empresa laudable, que requieran los auspicios de un sistema firme de política nacional, pueden prosperar.

Pero de todos estos efectos el más deplorable es esa disminución de apego y respeto que se insinúa en el corazon del pueblo hacia un sistema político que da tantas muestras de debilidad y que decepciona tantas de sus esperanzas más halagüeñas. Ningún gobierno, como tampoco ningún individuo, será realmente respetable si no posee cierto grado de orden y estabilidad.

PUBLIO

(Se supone que este escrito fue realizado por Alexander Hamilton o Santiago Madison)

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