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EL FEDERALISTA

Número 6



Al pueblo del Estado de Nueva York:

He dedicado los tres últimos números de este periódico a enumerar los peligros a que nos expondrían, en el supuesto de encontrarnos desunidos, las intrigas y la hostilidad de las naciones extranjeras. Ahora describiré peligros de un género diferente, y tal vez más alarmantes: los que surgirían sin duda alguna de las disensiones entre los Estados mismos y de los bandos y tumultos domésticos. Ya anticipé algo de esto, pero merece un estudio más completo y detallado.

Es necesario que un hombre se halle muy absorto en especulaciones utópicas para poner en duda que si los Estados estuvieran completamente separados o sólo unidos en confederaciones parciales, las subdivisiones en que podrían partirse, contenderían frecuente y violentamente unas con otras. La conjetura de que faltarán causas para dichos conflictos es un mal argumento contra su existencia, pues significa olvidar que los hombres son ambiciosos, vengativos y rapaces. Esperar que puede continuar la armonía entre varias entidades soberanas vecinas, independientes e inconexas, sería volver la espalda al curso uniforme de los acontecimientos humanos, desafiando la experiencia acumulada a través de los siglos.

Las causas de hostilidad entre las naciones son innumerables. Hay algunas que operan de modo general y constante sobre los cuerpos colectivos de la sociedad. A éstas pertenecen la ambición de poder o el deseo de preeminencia y de dominio, la envidia de este poder o el deseo de seguridad e igualdad. Hay otras cuya influencia es más limitada aunque igualmente activa dentro de sus propias esferas, como las rivalidades y competencias de comercio entre las naciones mercantiles. Y aun existen otras no menos numerosas que las anteriores, cuyo origen reside enteramente en las pasiones privadas: en los afectos, enemistades, esperanzas, intereses y temores de los individuos principales en las comunidades de que son miembros. Los hombres de esta clase, sean favoritos de un rey o de un pueblo, han abusado con demasiada frecuencia de la confianza que poseían, y con el pretexto del bien público no han tenido escrúpulo en sacrificar la tranquilidad nacional a sus ventajas o complacencia personales.

El célebre Pericles, sometiéndose al resentimiento de una prostituta (1), y a costa de mucha sangre y riqueza de sus compatriotas, atacó, venció y destruyó la ciudad de los samnitas. El mismo hombre, estimulado por un pique personal contra los megarenses (2), otra nación griega, o para evitar la persecución que le amenazaba como supuesto cómplice en el robo cometido por el escultor Fidias (3), o para librarse de las acusaciones preparadas contra él por disipar los fondos del Estado con miras a aumentar su popularidad (4), o tal vez por una combinación de todas estas causas, fue el primer iniciador de esa guerra famosa y fatal, conocida en los anales griegos como la guerra del Peloponeso, que tras muchas vicisitudes, treguas y reanudaciones acabó con la ruina de la República de Atenas.

El ambicioso cardenal que fue primer ministro de Enrique VIII, permitiendo a su vanidad aspirar a la triple corona (5), alimentaba las esperanzas de un feliz resultado en la adquisición de ese espléndido premio, gracias a la influencia del emperador Carlos V. Para asegurarse del favor del emperador y poderoso monarca y para tenerlo de su lado, precipitó a Inglaterra en una guerra con Francia, en contra de los más sencillos dictados de la política y arriesgando la seguridad y la independencia, así del reino que con sus consejos presidía, como de toda Europa. Porque si hubo algún soberano que prometía realizar el proyecto de la monarquía universal, fue el emperador Carlos V, de cuyas intrigas fue Wolsey a la vez el instrumento y la víctima.

La influencia que tuvieron el fanatismo de una hembra (6), la petulancia de otra (7) y las intrigas de una tercera (8), en la política contemporánea y en las agitaciones y la pacificación de una parte considerable de Europa, son tópicos demasiado manoseados para que no estén universalmente reconocidos.

Multiplicar ejemplos acerca de la influencia que los elementos personales ejercen en la producción de grandes acontecimientos nacionales, domésticos o externos, según la dirección que toman, representa una pérdida de tiempo innecesaria. Aun los que sólo están informados superficialmente de las fuentes de donde dimanan, recordarán un gran número de éstos; y los que poseen un conocimiento suficiente de la naturaleza humana no necesitarán esas noticias para formar su opinión sobre la realidad o la amplitud de esa influencia. Sin embargo, tal vez convenga referirse a un caso ocurrido últimamente entre nosotros, para ilustrar el principio general. Si Shays no hubiera sido un deudor desesperado, es dudoso que Massachusetts hubiese sido precipitado en una guerra civil.

Pero a pesar de los testimonios concordantes de la experiencia al respecto, aún se encuentran hombres visionarios o mal intencionados, dispuestos a sostener la paradoja de la paz perpetua entre los Estados, aunque estén desmembrados y separados unos de otros. El genio de las Repúblicas (según dicen) es pacífico; el espíritu del comercio tiende a suavizar las costumbres humanas y a extinguir esos inflamables humores que prenden con frecuencia las guerras. Las Repúblicas comerciales, como las nuestras, nunca estarán dispuestas a agotarse en ruinosas contiendas entre sí. Las gobernará el interés mutuo y cultivarán un espíritu de amistad y concordia.

¿Es que no están interesadas todas las naciones (preguntaremos a estos proyectistas políticos) en cultivar el mismo espíritu filosófico y benevolente? ¿Si éste es un verdadero interés, lo han seguido de hecho? ¿No se ha descubierto invariablemente, por el contrario, que las pasiones momentáneas y el interés inmediato, tienen un poder más activo e imperioso sobre la conducta humana que las consideraciones generales y remotas de prudencia, utilidad o justicia? ¿En la práctica, han sido las Repúblicas menos aficionadas a las guerras que las monarquías? ¿No están las primeras administradas por hombres al igual que las últimas? ¿No hay aversiones, predilecciones, rivalidades y deseos de adquisiciones injustas, que influyen sobre las naciones lo mismo que sobre los reyes? ¿No están las asambleas populares sujetas con frecuencia a impulsos de ira, resentimiento, envidia, avaricia y de otras irregulares y violentas inclinaciones? ¿No es bien sabido que a menudo sus decisiones se hallan a merced de algunos individuos que gozan de su confianza, y evidentemente expuestas a compartir las pasiones y puntos de vista de dichos individuos? ¿Qué ha hecho el comercio hasta ahora, sino cambiar los fines de la guerra? ¿No es acaso la pasión de las riquezas tan dominante y emprendedora como la de la gloria o el poder? ¿No ha habido tantas guerras fundadas en pretextos comerciales como en la ambición o la codicia territorial, desde que el comercio es el sistema que rige a casi todas las naciones? ¿Y este espíritu comercial no ha prestado nuevos incentivos a las codicias de todo género? Dejemos que la experiencia, el guía menos engañoso de las opiniones humanas, responda a nuestras investigaciones.

Esparta, Atenas, Roma y Cartago fueron Repúblicas; dos de ellas, Atenas y Cartago, de naturaleza comercial. Sin embargo, participaron en guerras, ofensivas y defensivas, con la misma frecuencia que las monarquías vecinas de aquellos tiempos. Esparta fue poco más que un campamento bien disciplinado y Roma no sació jamás su sed de conquistas y matanzas.

Aunque era una República comercial, Cartago fue la agresora en la guerra que sólo dio fin con su propia destrucción. Aníbal había conducido sus armas hasta el corazón de Italia y a las puertas de Roma, antes de que a su vez Escipión lo derrotara en los territorios de Cartago, conquistando toda la República.

Venecia, en tiempos más recientes, figuró más de una vez en guerras provocadas por la ambición, hasta que transformada en objeto de los designios de los otros Estados italianos, el Papa Julio II consiguió organizar aquella formidable liga (9) que dio un golpe de muerte al poder y al orgullo de la altanera República.

Hasta que se vieron abrumadas de deudas e impuestos, las provincias holandesas tomaron parte prominente en las guerras de Europa. Sostuvieron furiosas contiendas con Inglaterra disputándole el dominio del mar y se contaron entre los más tenaces e implacables enemigos de Luis XIV.

En el gobierno de la Gran Bretaña, los representantes del pueblo integran una rama de la legislatura nacional. El comercio ha sido durante siglos la ocupación principal de este país. A pesar de lo anterior, pocas naciones han estado empeñadas con más frecuencia en guerras, y éstas fueron iniciadas repetidas veces por el pueblo.

Ha habido casi tantas guerras populares como reales, si se me permiten estas expresiones. Los clamores de la nación o la importunación de sus representantes, han arrastrado varias veces a los monarcas a la guerra o los han obligado a continuada, en contra de sus inclinaciones y, en ocasiones, de los verdaderos intereses del Estado. En la memorable lucha por alcanzar la superioridad, entre las casas rivales de Austria y Barbón, que encendió a Europa durante tanto tiempo, se sabe que las antipatías de ingleses por franceses, secundando la ambición, o más bien la codicia, de un jefe preferido (10), prolongaron la guerra más allá de los límites que aconseja una buena política y durante bastante tiempo en oposición con el punto de vista sostenido por la Corte.

Las guerras de las dos naciones mencionadas en último lugar, han surgido en gran medida de las consideraciones comerciales -el deseo de suplantar y el temor de ser suplantadas, bien en determinadas ramas del tráfico o en las ventajas generales que ofrecen el comercio y la navegación (11).

De este resumen de lo ocurrido en otros países cuyas circunstancias se han parecido más a las nuestras, ¿qué razón podemos sacar para confiar en los ensueños que pretenden engañarnos a esperar paz y cordialidad entre los miembros de la actual confederación, una vez separados? ¿Es que no hemos experimentado suficientemente la falacia y extravagancia de las ociosas teorías que nos distraen con promesas de eximirnos de las imperfecciones, debilidades y males que acompañan a toda sociedad, fuere cual fuere su forma? ¿No es oportuno despertar de estos sueños ilusorios de una edad de oro, y adoptar como máxima práctica para la dirección de nuestra conducta política, la idea de que, lo mismo que los demás habitantes del globo, estamos aún muy lejos del feliz imperio de la sabiduría perfecta y la perfecta virtud?

¡Dejad que hablen la extrema depresión a la que nuestro crédito y nuestra dignidad nacional han llegado, los inconvenientes que producen en todas partes la indolente y mala administración del gobierno, la rebelión de una parte del Estado de Carolina del Norte, los últimos y amenazadores disturbios de Pensilvania, y las actuales sublevaciones e insurrecciones de Massachusetts! ...

La opinión general de la humanidad está tan lejos de responder a los principios de los que se empeñan en mitigar nuestros temores de hostilidades y discordias entre los Estados, en el caso de desunión, que a través de una larga observación de la vida de la sociedad se ha hecho una especie de axioma en la política el que la vecindad o la proximidad constituyen a las naciones en enemigas naturales. Un inteligente escritor se expresa con relación al tema en estas palabras: Las naciones vecinas son naturales enemigas, a no ser que su debilidad común las obligue a unirse en una República confederada, y su constitución evite las diferencias que ocasiona la proximidad, extinguiendo esa secreta envidia que incita a todos los Estados a engrandecerse a expensas del vecino (12). Este párrafo señala a un tiempo el mal y sugiere el remedio.

PUBLIO

(Se considera a Alexander Hamilton el autor de este escrito)




Notas

(1) Aspasia, véase Plutarco, La vida de Pericles.- PUBLIO.

(2) Ibid.- PUBLIO.

(3) Ibid.- PUBLIO.

(4) Ibid. Se decía de Fidias que había robado cierta cantidad de oro de propiedad pública, en connivencia con Pericles, con el objeto de embellecer la estatUa de Minerva.- PUBLIO.

(5) La que usaban los Papas.- PUBLIO.

(6) Madame de Maintenon.- PUBLIO.

(7) La duquesa de Marlborough.- PUBLIO.

(8) Madame de Pompadour.- PUBLIO.

(9) La Liga de Cambray, formada por el Emperador, el Rey de Francia, el Rey de Aragón y la mayoría de los Príncipes y Estados italianos.- PUBLIO.

(10) El Duque de Malborough.

(11) En el texto que pasa por haber sido revisado por Hamilton y Madison, y que hizo suyo J. C. Hamilton, se encuentran en este punto las siguientes frases adicionales:

Y en ocasiones hasta el deseo más reprensible de participar en el comercio de otras naciones sin su consentimiento. La antepenúltima guerra entre la Gran Bretaña y España se debió a los esfuerzos de los comerciantes ingleses por emprender un tráfico ilícito con las posesiones españolas. Esta conducta injustificable dio por resultado que los españoles trataran con dureza también inexcusable a los súbditos de la Gran Bretaña, ya que iba más allá de los límites de una represalia justa y que se les podía acusar de inhumanos y crueles. A muchos de los ingleses captUrados en las costas españolas, se les envió a trabajar en las minas de Potosí y, como ocurre casi siempre con el espíritU de resentimiento, al poco tiempo se confundió a los inocentes con los culpables y a todos se les castigó por igual. Las quejas de los comerciantes produjeron violenta cólera en toda la nación, que poco después estalló en la Cámara de los Comunes y de ese cuerpo pasó al ministerio. En seguida se expidieron patentes de corso y la consecuencia fue una guerra que dio al traste con todas las alianzas que se habían formado apenas veinte años antes, en la esperanza optimista de que tendrían frutos muy benéficos.

(12) Ver Abate de Mably, Principes des Négotiations.- PUBLIO.

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