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EL FEDERALISTA

Número 7



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Se nos pregunta a veces, con aparente aire de triunfo, qué causas podrían inducir a los Estados, ya desunidos, a combatirse mutuamente. Sería una buena contestación el decir: las mismas causas que en diferentes ocasiones anegaron en sangre a todas las naciones del mundo. Pero, por desgracia para nosotros, la pregunta admite una respuesta más personal. Hay causas de disensión a nuestra simple vista, de cuya tendencia, aun bajo las restricciones de una Constitución federal, hemos tenido experiencia suficiente para juzgar lo que podría esperarse si esas restricciones se suprimieran.

Las disputas territoriales han sido en todo tiempo una de las causas más fecundas de hostilidad entre las naciones. Tal vez la mayor parte de las guerras que han devastado al mundo provienen de ese origen. Entre nosotros esta causa existiría con toda su fuerza. Poseemos una vasta extensión deshabitada de territorio dentro de las fronteras de los Estados Unidos. Entre varios de ellos aún hay reclamaciones incompatibles y que no han sido resueltas, y la disolución de la Unión haría nacer otras análogas entre todos. Es bien sabido que hubo vivas y serias discusiones acerca de los derechos sobre las tierras que no habían sido adjudicadas al tiempo de la Revolución y que conocemos bajo el nombre de tierras de la Corona. Los Estados en los límites de cuyos gobiernos coloniales estaban comprendidas, reclamaron su propiedad, en tanto que los otros afirmaban que los derechos de la Corona en este punto recayeron en la Unión, especialmente por lo que hace a toda esa parte del territorio oeste que, ya sea porque la poseía efectivamente, o a través de la sumisión de los propietarios indios, se hallaba sujeta a la jurisdicción del rey de Inglaterra hasta que renunció a ella en el tratado de paz. En todo caso, se ha dicho, se trata de una adquisición hecha por la Confederación en un pacto con una potencia extranjera. La prudente política del Congreso ha consistido en apaciguar esta controversia, convenciendo a los Estados de que hicieran cesiones a los Estados Unidos en beneficio de todos. El éxito con que así se ha hecho hasta ahora, permite esperar confiadamente que si la Unión continúa, esta disputa terminará amigablemente. Sin embargo, la desmembración de la Confederación reviviría el debate y provocaría otros sobre el mismo asunto. Hoy día, una gran parte del territorio occidental vacante es por cesión, si no es que por otros derechos anteriores, de la propiedad común de la Unión. Si la Unión desaparece, los Estados que hicieron la cesión, fundándose en un principio de compromiso federal, podrían pretender que al cesar el motivo de aquélla, las tierras reviertan a ellos. Los otros Estados insistirían, sin duda, por derecho de representación, en que se les diera una parte. Argumentarían que una concesión, una vez hecha, no puede revocarse, y que por justicia les correspondía disfrutar de un territorio adquirido o conservado por los esfuerzos conjuntos de la Confederación. Si, en contra de lo probable, se admitiera por todos los Estados que cada cual tenía derecho a participar en este acervo común, todavía quedaría por solucionar la dificultad relativa al modo conveniente de hacer la partición. Los diversos Estados expondrían al efecto reglas diferentes, y como éstas afectarían los intereses encontrados de las partes, no resultaría fácil llegar a un arreglo pacífico.

Así que en el vasto campo del territorio occidental presentimos materia adecuada para pretensiones hostiles, sin que haya ningún amigable componedor ni juez común que pueda mediar entre las partes contendientes. Si razonamos sobre el futuro en vista del pasado, tendremos buen motivo para temer que en varios casos se acudiría a la espada como árbitro de esas diferencias. El ejemplo de las disputas entre Connecticut y Pensilvania por la tierra de Wyoming, nos aconseja no ser optimistas ni esperar un fácil arreglo de tales controversias. Los Artículos de confederación obligaban a las partes a someter el caso a la resolución de un tribunal federal. Ambas se sometieron y el tribunal decidió en favor de Pensilvania. Pero Connecticut manifestó vigorosamente su disconformidad con la sentencia, y no se resignó por completo con ella hasta que, a fuerza de negociaciones y destreza, consiguió algo en cierto modo equivalente a la pérdida que pretendía haber sufrido. Estas palabras no implican la menor censura respecto a la conducta de ese Estado. Sin duda se creía realmente perjudicado por la decisión; y los Estados, como los individuos, se resignan con dificultad a aceptar las resoluciones que no los favorecen.

Quienes tuvieron oportunidad de conocer las interioridades de las negociaciones que concurrieron en el desarrollo de la controversia entre nuestro Estado y el distrito de Vermont, pueden atestiguar la oposición que experimentamos tanto por parte de los Estados interesados en la reclamación, como de los que no lo estaban, y pueden también dar fe del peligro al que se habría expuesto la paz de la Confederación si este Estado hubiera intentado imponer sus derechos por la fuerza. Dos motivos fueron los principales para esa oposición: primero, la envidia que se abrigaba hacia nuestro futuro poder; segundo, el interés de ciertas personas influyentes de los Estados vecinos, que habían obtenido concesiones de tierras bajo el gobierno de aquel distrito. Incluso los Estados que presentaron reclamaciones en contra de las nuestras, parecían más dispuestos a desmembrar este Estado que a afirmar sus propias pretensiones. Aquéllos eran Nuevo Hampshire, Massachusetts y Connecticut. Nueva Jersey y Rhode Island, en todas las ocasiones, revelaron un cálido celo por la independencia de Vermont; y Maryland, hasta que le alarmó la apariencia de un nexo entre el Canadá y dicho Estado, se adhirió con afán a los mismos puntos de vista. Por ser pequeños Estados, veían con malos ojos la perspectiva de nuestra creciente grandeza. Revisando estas transacciones podemos descubrir algunas de las causas que enemistarían a los Estados unos con otros, si el destino fatal los desuniese.

La competencia comercial sería otra fuente fecunda de contiendas. Los Estados menos favorecidos por las circunstancias querrían escapar a las desventajas de su situación local y participar en la suerte de sus vecinos más afortunados. Cada Estado o cada una de las confederaciones pondría en vigor su propia política comercial. Esto ocasionaría distinciones, preferencias y exclusiones que producirían el descontento. La costumbre de un intercambio basado en la igualdad de privilegios, a que hemos estado acostumbrados desde que se inició la colonización del país, haría que dichas causas de malestar fueran más agudas de lo que sería natural si se prescindiera de esta circunstancia. Estaríamos dispuestos a calificar de injurias los que sólo serian en realidad actos justificados de unas soberanías independientes, que se inspiran en un interés distinto. El espíritu de empresa que caracteriza a la América comercial no ha perdido nunca la ocasión de buscar su interés. Es poco probable que este espíritu, hasta ahora sin freno, respetara las reglas comerciales mediante las que ciertos Estados procurarían asegurar beneficios exclusivos a sus ciudadanos. Las infracciones de esta regla, por una parte, los esfuerzos para evitarlas y combatirlas, por la otra, provocarían naturalmente atropellos, y éstos conducirían a represalias y guerras.

Las oportunidades que tendrían ciertos Esitados de convertir a otros en tributarios suyos mediante la reglamentación del comercio, se tolerarían por estos últimos con impaciencia. La situación relativa de Nueva York, Connecticut y Nueva Jersey, nos brindaría un ejemplo de esta clase. Nueva York, por sus necesidades de ingresos, se ve obligada a cobrar derechos sobre sus importaciones. Una gran parte de estos derechos son pagados por los habitantes de los otros Estados en su calidad de consumidores de lo que importamos. Nueva York no podría ni querría renunciar a este provecho. Sus ciudadanos no consentirían que un impuesto pagado por ellos se suprimiera a favor de los vecinos; ni sería tampoco posible, aun no cerrando el camino a este impedimento, distinguir a los clientes en nuestros propios mercados. ¿Se someterían mucho tiempo Connecticut y Nueva Jersey a que Nueva York les cobrara el impuesto para su solo beneficio? ¿Se nos permitiría disfrutar tranquilamente de una metrópoli de cuya posesión derivamos una ventaja tan odiosa para nuestros vecinos y tan gravosa según su opinión? ¿Nos sería posible conservarla, teniendo por un lado la presión de Connecticut y por otro la de Nueva Jersey? Estas son preguntas que sólo un espíritu temerario puede contestar afirmativamente.

La deuda pública de la Unión sería otro motivo de choques entre los distintos Estados o confederaciones. Su prorrateo al principio y su amortización progresiva después, serían causa de animosidad y mala voluntad. ¿Cómo ponerse de acuerdo sobre una base de prorrateo que satisfaga a todos? Casi ninguna puede proponerse que esté completamente a salvo de objeciones efectivas, aunque es claro que éstas, como es costumbre, serían exageradas por el interés adverso de las partes. Los Estados tampoco están conformes respecto al principio general de que la deuda pública debe cubrirse. Algunos, sea porque están poco impresionados por la importancia del crédito nacional, o porque sus ciudadanos tienen poco o ningún interés inmediato en la cuestión, sienten indiferencia, si es que no repugnancia, hacia el pago en cualquier forma de la deuda domestica. Dichos Estados estarían predispuestos a exagerar las dificultades de una distribución. Otros Estados, en los que un numeroso grupo de ciudadanos son acreedores públicos, se manifestarían enérgicamente en favor de alguna medida equitativa y eficaz. Las dilaciones de los primeros excitarían el resentimiento de los segundos. Mientras tanto se retrasaría la adopción de una regla, por diferencias reales de opinión como por falsos entorpecimientos. Los ciudadanos de los Estados interesados protestarían; las potencias extranjeras reclamarían con urgencia la satisfacción de sus justas demandas, y la paz de los Estados se vería amenazada por la doble contingencia de la invasión externa y la pugna interna.

Imaginemos que se vencieron los obstáculos para llegar a un acuerdo sobre una base de prorrateo y que éste no se efectuó. Aun así habría muchas razones para suponer que la regla adoptada resultará en la práctica más dura para unos Estados que para otros. Los que sufren su peso buscarán naturalmente el modo de aliviarlo. Los otros se negarán a una revisión que acabaría aumentando sus propias obligaciones. Esa negativa sería un pretexto demasiado plausible para retener sus contribuciones, para que los Estados quejosos no lo acepten con avidez, y el incumplimiento de sus compromisos por parte de estos Estados daría pie a amargas discusiones y disputas. Hasta en el caso de que la regla adoptada justificase en la práctica la equidad de su principio, la impuntualidad en los pagos por parte de algunos Estados surgiría de muchas otras causas: de la escasez real de recursos, de la mala administración de su hacienda, de desórdenes accidentales en el manejo del gobierno y, a más de todo esto, de la renuencia con que los hombres entregan su dinero para fines que han sobrevivido a las exigencias que los producían e impiden la satisfacción de las necesidades inmediatas. El incumplimiento por cualquier causa, provocaria quejas, recriminaciones y querellas. Tal vez no haya causa más probable de alteración de la tranquilidad de las naciones que el estar obligadas a contribuir mutuamente para cualquier fin común que no produce un beneficio igual y coincidente. Pues una observación tan cierta como vulgar enseña que sobre ningún asunto discrepan los hombres tan prontamente como sobre el pago de dinero.

Las leyes que violan los contratos pnvados y que equivalen a agresiones contra los derechos de los Estados a cuyos ciudadanos perjudican, pueden ser consideradas como otra causa probable de hostilidad. No estamos autorizados a pensar que un espíritu más liberal o más equitativo presidiría la legislacion de los Estados individuales en lo sucesivo, si no los reprime algún otro freno que el que hemos visto hasta ahora, deshonrando con demasiada frecuencia sus varios códigos. Hemos notado el afán de represalias excitado en Connecticut a consecuencia de las enormidades perpetradas por la legislatura de Rhode Island, y deducimos lógicamente que en casos similares y distintas circunstancias, una guerra no de pergaminos, sino armada, castigará tan atroces infracciones de las obligaciones morales y de la justicia social.

La probabilidad de alianzas incompatibles entre los diferentes Estados o confederaciones y las distintas naciones extranjeras, y el efecto de esta situación sobre la paz general, han sido puestos en claro ampliamente en anteriores artículos. De este estudio hemos deducido que América, en el caso de disgregarse completamente, o de quedar unida solamente por el débil lazo de una simple liga ofensiva y defensiva, se vería envuelta gradualmente, como consecuencia de dichas alianzas discordantes, en los perniciosos laberintos de la política europea y en sus guerras; y que con las destructoras contiendas entre sus partes componentes se convertiría en la presa de los artificios y las maquinaciones de potencias igualmente enemigas de todas ellas. Divide et impera (1) debe ser el lema de toda nación que nos teme o nos odia (2)

PUBLIO




Notas

(1) Divide y vencerás.- PUBLIO.

(2) Con el fin de que toda la materia de estos artículos se someta cuanto antes al público, se van a publicar cuatro veces por semana, los martes en El Correo de Nueva York, y los jueves en el Anunciador Cotidiano.- PUBLIO.

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