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EL FEDERALISTA

Número 57



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El tercer cargo contra la Cámara de Representantes es que procederá de esa clase de ciudadanos que menos simpatía siente por la masa del pueblo y que más propensión tiene a sacrificar ambiciosamente a la mayoría para el engrandecimiento de una minoría.

De todas las objeciones que se han ideado contra la Constitución federal, ésta es, tal vez, la más extraordinaria. En tanto que la objeción en sí misma se dirige contra una supuesta oligarquía, el principio que la informa ataca a la propia raíz del gobierno republicano.

El fin de toda constitución política es, o debería ser, primeramente, conseguir como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público; y en segundo lugar, tomar las precauciones más eficaces para mantener esa virtud mientras dure su misión oficial. La elección de los gobernantes constituye el sistema característico del gobierno republicano. Los medios en que esta clase de gobierno confía para evitar la degeneración de aquéllos son numerosos y variados. El más eficaz consiste en limitar los periodos para los cuales se les designa, en tal forma que sean debidamente responsables ante el pueblo.

Permítaseme ahora que pregunte: ¿qué circunstancias en la constitución de la Cámara de Representantes violan los principios del gobierno republicano o favorecen la elevación de unos pocos sobre la ruina de muchos? Y preguntemos también: ¿es que, por el contrario, todas las circunstancias no se apegan estrictamente a esos principios y no son escrupulosamente imparciales para con los derechos y las pretensiones de toda clase de ciudadanos?

¿Quiénes van a ser los electores de los representantes federales? No van a serlo los ricos, de preferencia a los pobres; ni los sabios, mas que los ignorantes; ni los altivos herederos de nombres ilustres, en vez de los humildes hijos de la oscuridad y de la fortuna adversa. Los electores estaran constituidos por la gran masa del pueblo americano. Serán los mismos que ejerzan en cada Estado el derecho de elegir a la rama correspondiente de la legislatura del Estado.

¿Quiénes van a ser objeto de la elección popular? Cualquier ciudadano cuyo mérito lo señale a la estimación y la confianza de su país. Ningún requisito de riqueza, cuna, fe religiosa o profesión civil puede poner trabas al juicio ni defraudar la inclinación del pueblo.

Si consideramos la situación de los hombres a los que el libre sufragio de sus conciudadanos puede conferir un mandato representativo, hallaremos que ofrece todas las seguridades que pueden desearse o idearse para asegurar que son fieles a sus electores.

En primer lugar, como consecuencia de la distinción de que han sido objeto al preferirlos sus conciudadanos, podemos presumir que en general los distinguirán también las cualidades que justifican esa preferencia y que prometen el cumplimiento sincero y escrupuloso de sus compromisos.

En segundo lugar, ingresarán al servicio público en circunstancias que no pueden dejar de provocar en ellos, siquiera temporalmente, cierto afecto por sus electores. En todo pecho hay una viva sensibilidad para los honores y las muestras de favor, estimación y confianza, que aparte de cualesquiera consideraciones interesadas, es una prenda de que en reciprocidad se procederá con gratitud y benevolencia. La ingratitud es el topico con el que más se declama en contra de la naturaleza humana, y debemos confesar que los ejemplos de ella son demasiado frecuentes y palpables, tanto en la vida pública como en la privada. Pero la intensa y universal indignación que inspira prueba por sí sola la energía y el predominio del sentimiento contrario.

En tercer lugar, los lazos que unen a los representantes se hallan reforzados por móviles de índole más egoísta. El orgullo y la vanidad harán que aquéllos sientan apego por una forma de gobierno que favorece sus pretensiones y los hace partícipes de los honores y distinciones que confiere. Sean cuales fueren los proyectos y esperanzas de algunos temperamentos ambiciosos, en general ocurrirá que gran parte de los hombres que deban su encumbramiento a su influencia sobre el pueblo, se beneficiarán más si conservan su favor que por causa de innovaciones en el gobierno que acaben con la autoridad del pueblo.

De cualquier modo, todas estas seguridades resultarían muy incompletas sin la restricción de las elecciones frecuentes. En cuarto lugar, por tanto, la Cámara de Representantes está constituida de manera que sus miembros tengan que recordar a menudo hasta qué grado dependen del pueblo. Antes de que los sentimientos grabados en su mente por el origen de su elevación sean borrados por el ejercicio del poder, tendrán que prever el momento en que desaparecerán esos poderes, en que el ejercicio que hayan hecho de ellos será revisado y en que deberán descender al mismo nivel del cual fueron elevados y permanecer en él para siempre a menos que el fiel cumplimiento de su misión les haya dado derecho a que sea renovada.

Añadiré, como quinta característica de la organización de la Cámara de Representantes, que los cohibe de adoptar medidas opresoras, que no pueden promulgar ninguna ley que no sea plenamente aplicable a sí mismos y a sus amigos, al propio tiempo que a la gran masa de la sociedad. Este lazo ha sido considerado siempre como uno de los más fuertes con que la política humana puede unir a los gobernantes y al pueblo. Crea entre ellos esa comunidad de intereses y esa simpatía de sentimientos que en pocos gobiernos se han materializado; pero sin la cual todos degeneran inevitablemente en tiranía. Si se nos pregunta: ¿qué es lo que impedirá a la Cámara de Representantes el hacer excepciones legales a su favor y al de una determinada clase de la sociedad?, contestaré en seguida: el espíritu de todo el sistema; la naturaleza de las leyes justas y constitucionales, y, sobre todo, el vigilante y viril temperamento que mueve al pueblo americano, temperamento nutrido de libertad y que a su vez vivifica a ésta.

Si ese espíritu decayere tanto alguna vez que tolerase una ley que no sea obligatoria para la legislatura a la vez que para el pueblo, sera porque éste se hallará dispuesto a tolerar cualquier cosa, pero no la libertad.

Éstas serán las relaciones que habrá entre la Cámara de Representantes y sus electores. El deber, la gratitud, el interés, la ambición misma, son los lazos que provocarán la simpatía y la fidelidad de aquélla hacia la masa del pueblo. Es posible que todos juntos sean insuficientes para dominar el capricho y la maldad del hombre. ¿Pero no son acaso los únicos que el gobierno admite y que la prudencia aconseja? ¿No son los medios característicos y genuinos que el gobierno republicano pone en juego para lograr la libertad y la dicha del pueblo? ¿No son los mismos medios en que se apoyan los gobiernos de todos los Estados para conseguir tan importantes fines? Entonces, ¿qué nos da a entender la objeción combatida en este artículo? ¿Qué hemos de decir a los hombres que profesan un ferviente celo en pro del gobierno republicano e impugnan, no obstante, su principio fundamental; que pretenden ser campeones del derecho y la capacidad del pueblo para escoger a sus jefes y, sin embargo, sostienen que éste sólo preferirá a quienes han de traicionar inmediata e infaliblemente el mandato que se les ha confiado?

Si leyese esta objeción quien no conociera el método que la Constitución prescribe para la elección de representantes, lo menos que podría suponer sería que el derecho de sufragio depende de alguna injustificada condición de carácter económico, o que el derecho de ser elegido está limitado a quienes pertenecen a determinadas familias o poseen cierta fortUna; o, por lo menos, que se abandona abiertamente el sistema que señalan las constituciones de los Estados. Ya hemos visto cuán equivocada sería esta suposición en lo que se refiere a los dos primeros puntos. Ni lo sería menos respecto al último. La única diferencia perceptible entre ambos casos es que cada representante de los Estados Unidos será elegido por cinco o seis mil ciudadanos, mientras que en los Estados la elección de un representante corresponde a quinientos o seiscientos. ¿Se pretenderá que esa diferencia es suficiente para justificar un sentimiento de adhesión hacia los gobiernos de los Estados y de odio hacia el gobierno federal? Si éste es el punto en que se funda la objeción, merece nuestro examen.

¿Tiene el apoyo de la razón? No es posible afirmarlo sin aseverar que cinco o seis mil ciudadanos son menos capaces de elegir un representante apropiado, o están más expuestos al soborno por parte de un representante indigno, que quinientos o seiscientos. Por el contrario, la razón nos asegura que así como en un número tan grande es verosímil que se encuentre un buen representante, también es menos creíble que la elección no recaiga en él por causa de las intrigas de los ambiciosos o el cohecho de los ricos.

¿Es admisible la consecuencia de esta doctrina? Si decimos que quinientos o seiscientos ciudadanos constituyen el número mayor que pueden ejercer unidos el derecho de sufragio, ¿no estaremos en la obligación de privar al pueblo de la selección inmediata de sus servidores públicos, en todos los casos en que la administración del gobierno no requiera una cantidad suficiente para que queden en la proporción de uno por ese número de ciudadanos?

¿La doctrina de que hablamos, está respaldada por los hechos? Demostramos en el último artículo que la representación real en la Cámara de los Comunes británica excede en muy poco la proporción de uno por cada treinta mil habitantes. Además de una variedad de causas poderosas que no concurren aquí y que en ese país favorecen las pretensiones del rango y la riqueza, ninguna persona es elegible como representante de un condado si no posee propiedades raíces por un valor neto tal que produzca seiscientas libras esterlinas anuales; ni puede representar a una ciudad ni a otra municipalidad si no posee bienes que rindan la mitad de dicha suma anual. A esta condición para los representantes de los condados se une otra respecto a los electores de éstos, que restringe el derecho de sufragio a las personas que posean en pleno dominio bienes que les den una renta anual de más de veinte libras esterlinas, según el tipo de cambio que rige. Pese a estas desfavorables circunstancias y a la desigualdad notoria de algunas leyes que forman parte del Código británico, no es lícito afirmar que los representantes de esa nación hayan encumbrado a una minoría a costa de la mayoría.

Pero no necesitamos recurrir sobre el particular a la experiencia extranjera. La nuestra es explícita y concluyente. Los distritos de Nuevo Hampshire donde los senadores son elegidos directamente por el pueblo son casi tan extensos como los que serviran para sus representantes en el Congreso. Los de Massachusetts son mayores que los que se utilizan para el mismo objeto; y los de Nueva York, aún más. En este último Estado, los miembros de la Asamblea por parte de las ciudades y condados de Nueva York y Albany son elegidos casi por el mismo número de electores que tendrán derecho a un representante en el Congreso, tomando como base la cifra de sesenta y cinco representantes. No importa que en esos distritos y condados senatoriales cada elector vote a un tiempo por varios representantes. Si los mismos electores son capaces de elegir simultáneamente a cuatro o cinco representantes, no pueden carecer de la capacidad necesaria para escoger a uno. Pensilvania es un ejemplo más de lo que decimos. Algunos de sus condados, que eligen a los representantes locales, son casi tan extensos como lo serán los distritos que elegirán a sus representantes federales. La ciudad de Filadelfia se calcula que contiene de cincuenta a sesenta mil almas, por lo cual equivaldrá a casi dos distritos para el efecto de designar representantes federales. Sin embargo, sólo forma un condado, en que cada elector vota para todos los representantes que le corresponden en la legislatura del Estado. Y lo que parece relacionarse más directamente con la cuestión que examinamos es que toda la ciudad elige a un solo miembro para el consejo ejecutivo. Éste es el caso en todos los demás condados del Estado.

¿No proporcionan estos hechos pruebas más que suficientes de la falacia a que se ha recurrido contra la rama que examinamos del gobierno federal? ¿La práctica ha demostrado que los senadores de Nuevo Hampshire, Massachusetts y Nueva York, el consejo ejecutivo de Pensilvania o los miembros de la Asamblea en los dos últimos Estados, hayan manifestado una tendencia especial a sacrificar la mayoría a la minoría, o que son menos dignos de sus cargos desde cualquier punto de vista que los representantes y magistrados a quienes se designa en otros Estados por pequeñas fracciones del pueblo?

Pero hay casos más característicos aún que los ya citados. Una rama de la legislatura en Connecticut está constituJda de modo que cada miembro es elegido por todo el Estado. Lo mismo ocurre con su gobernador, con el de Massachusetts, el nuestro y el presidente de Nuevo Hampshire. Que cada hombre decida si el resultado de cualquiera de estos experimentos puede dar pie a la sospecha de que este sistema de elegir a los representantes del pueblo, tiende a elevar a los traidores y a minar la libertad pública.

PUBLIO

(Se mantienen dudas acerca de si este escrito es de Alexander Hamilton o de Santiago Madison)

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