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EL FEDERALISTA

Número 55



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El número de miembros que han de integrar la Cámara de Representantes constituye otro punto interesantísimo, en relación con el cual se puede examinar esta rama de la legislatura federal. La verdad es que en toda la Constitución hay pocos artículos más merecedores de nuestro estudio, en vista del respeto que se debe a los personajes que lo han atacado y de la fuerza aparente de sus argumentos. Los cargos que se hacen valer contra él son: primero, que un número tan pequeño de representantes será un guardián poco seguro de los intereses públicos; segundo, que no poseerán el conocimiento que es debido de las circunstancias locales de sus numerosos electores; tercero, que serán extraídos de la clase de ciudadanos que menos compartirá los sentimientos de la masa del pueblo y más apta será a pretender la elevación permanente de unos pocos a costa de rebajar a la mayoría; cuarto, que si este número será insuficiente desde un principio, resultará cada vez más desproporcionado por causa del aumento del pueblo y de los obstáculos que impedirán un aumento correspondiente de representantes.

En general, se puede hacer la observación de que ningún problema político es tan poco susceptible de hallar una solución precisa como el que se refiere al número que más convenga fijar a una legislatura representativa; ni hay ningún punto en que la política de los distintos Estados difiera tanto, lo mismo si comparamos sus asambleas legislativas directamente, que si consideramos la proporción en que se encuentran relativamente al número de sus electores. Pasando por alto la diferencia que hay entre los Estados más grandes y los más pequeños, como Delaware, cuya rama más numerosa consta de veintiún representantes, y Massachusetts, donde asciende a unos trescientos o cuatrocIentos, se advierte una gran diferencia entre Estados de población casi igual. El número de representantes en Pensilvania es de poco más de la quinta parte de los del Estado que acabo de mencionar. Nueva York, cuya población tiene respecto a la de la Carolina del Sur una relación de seis a cinco, sólo cuenta con algo más de la tercera parte del número total de representantes. La misma desigualdad reina entre los Estados de Georgia y Delaware o Rhode Island. En Pensilvania, los representantes no se encuentran respecto de sus electores en proporción mayor de uno por cada cuatro o cinco mil. En Rhode Island, la proporción es de uno por cada mil; y conforme a la Constitución de Georgia, aquella puede llegar a uno por cada diez electores, y debe exceder sin género de duda a la proporcion que existe en cualquiera de los otros Estados.

Otra observación general pertinente es que la relación entre los representantes y el pueblo no debe ser la misma donde éste es muy numeroso que donde es muy reducido. Si el número de representantes de Virginia hubiera de regularse por la norma de Rhode Island, a estas fechas llegarían a cuatrocientos o quinientos; y en veinte o treinta años, a mil. Por otra parte, si se aplicara la proporción de Pensilvania al Estado de Delaware, la asamblea representativa de éste se reduciría a siete u ocho miembros. Nada puede ser más engañoso que fundar en principios aritméticos nuestros cálculos políticos. Sesenta o setenta hombres pueden ser investidos de un poder con más confianza que seis o siete. Pero esto no significa que seiscientos o setecientos resultarían proporcionalmente mejores depositarios. Y si ampliamos la suposición a seis o siete mil, habría que invertir todo el razonamiento. Lo cierto es que determinado número mínimo parece indispensable en todos los casos para asegurar los beneficios de la libre deliberación y consulta y para precaverse contra fáciles combinaciones para propósitos indebidos, en tanto que, por otra parte, dicho número debe mantenerse dentro de cierto límite con el objeto de impedir la confusión y los excesos de una multitud. En todas las asambleas muy numerosas, cualquiera que sea la índole de su composición, la pasión siempre arrebata su cetro a la razón. Aunque cada ciudadano ateniense hubiera sido un Sócrates, sus asambleas habrían seguido siendo turbamultas.

Es asimismo necesario recordar aquí las observaciones que ya se aplicaron al caso de las elecciones bienales. Por la misma razón que las facultades limitadas del Congreso y la intervención de las legislaturas de los Estados justifican que las elecciones sean menos frecuentes de lo que requeriría en otras circunstancias la seguridad del pueblo, los miembros del Congreso pueden ser menos numerosos que si poseyeran todo el poder de legislar y que si no pesaran sobre ellos otras restricciones que las comunes a otros cuerpos legislativos.

Teniendo presentes estas ideas generales, pesemos las objeciones que se han expresado contra el número de miembros propuestos para la Cámara de Representantes. Se ha dicho, en primer lugar, que no es posible confiar un poder tan amplio, sin peligro, a un número tan pequeño.

El número de miembros de que ha de componerse esta división de la legislatura será de sesenta y cinco al tomar posesión el gobierno. Dentro de los tres años siguientes deberá levantarse un censo y se podrá aumentar el número hasta ser de un miembro por cada treinta mil habitantes; y así sucesivamente, cada diez años, debe renovarse el censo y hacerse nuevos aumentos dentro de la limitación que señalamos. No será exagerado anticipar que el primer censo, con arreglo a la proporción de uno por cada treinta mil, aumentará el número de representantes por lo menos hasta cien. Tomando en cuenta a los negros en la proporción de tres quintos, es poco dudoso que la población de los Estados Unidos será para entonces, si no lo es ya, de tres millones. Al cabo de veinticinco años, conforme al tipo calculado de aumento de la población, el número de representantes llegará a doscientos, y en cincuenta años, a cuatrocientos. Supongo que este número pondrá término a todos los temores producidos por la exigüidad de la corporación. Doy por hecho lo que luego demostraré al contestar a la cuarta objeción, o sea que el número de representantes ha de ser aumentado de tiempo en tiempo según lo establece la Constitución. Si se supone lo contrario, admitiría que la objeción es realmente de mucho peso.

Pero el verdadero problema que se ha de resolver es el siguiente: ¿la regla temporal que establece un número tan reducido, ofrece un peligro para la libertad pública? ¿Sesenta y cinco miembros durante los primeros años, cien o doscientos durante varios años más, ofrecen suficiente seguridad como depositarios del poder legislativo de los Estados Unidos, limitado y rodeado de precauciones como está? Confieso que no puedo contestar negativamente sin hacer primero caso omiso de mis impresiones respecto a la índole actual del pueblo americano y a los principios que caracterizan a todos nuestros ciudadanos en su comportamiento político. No puedo concebir que el pueblo de América, con su carácter actual o bajo cualesquiera circunstancias que puedan surgir en un futuro próximo, elegirá, y estará dispuesto a reelegir cada dos años, a setenta y cinco o cien hombres que piensen organizar y realizar proyectos aleves o tiránicos. Soy incapaz de suponer que las legislaturas de los Estados, tan inclinadas a la vigilancia y poseedoras de tantos medios para contrarrestar a la legislatura federal, no conseguirían descubrir y deshacer una conspiración de esta última contra las libertades de los electores de ambas. Tampoco me cabe en la cabeza el que existan ahora, o puedan existir en los Estados Unidos en un breve plazo, sesenta y cinco o cien hombres capaces de solicitar los sufragios del pueblo y que en el corto espacio de dos años desearan traicionar el mandato solemne que les fue conferido o que se atrevieran a hacerlo. Lo que el cambio de circunstancias, el tiempo y una mayor densidad de población puedan producir, sólo puede predecirlo quien posea el don de la profecía, cosa que yo no pretendo. Pero juzgando las cosas por nuestra situación actual y por su estado probable dentro de un plazo razonable de tiempo, debo declarar que las libertades de América no pueden correr peligro a manos del nÚmero de personas que propone la Constitución federal.

¿De dónde vendría el peligro? ¿Es que nos asusta el oro extranjero? ¿Si el oro extranjero pudiera corromper tan fácilmente a los gobernantes federales, capacitándolos para engañar y traicionar a sus electores, cómo se explica que todavía seamos un pueblo libre e independiente? El congreso que nos dirigió durante el período de la Revolución era menos numeroso que el cuerpo que va a sucederle; no fue elegido por los ciudadanos en general, ni era responsable ante ellos de sus actos; aunque se nombró por un año, siendo revocable a discreción, casi siempre se resolvió que continuara en funciones por tres años, y antes de la ratificación de los artículos federales, por un período aún mayor. Sus deliberaciones eran siempre secretas; sólo él negociaba con los países extranjeros; durante todo el transcurso de la guerra el destino de la nación estuvo en sus manos más completamente de lo que esperamos que vuelva a ser el caso tratándose de nuestros futuros representantes; y la magnitud del premio por el que se luchaba y la vehemencia del partido derrotado nos permiten suponer que éste no hubiera tenido escrúpulos para usar otros medios además de la fuerza. Sin embargo, una experiencia afortunada nos enseña que la confianza pública no fue traicionada; ni la integridad de nuestras asambleas públicas sufrió jamás en este sentido, ni por el susurro de una calumnia.

¿El peligro que se teme proviene de otros departamentos del gobierno federal? ¿Pero dónde hallarían los medios el Presidente, el Senado o ambos? Es de creerse que sus emolumentos oficiales no bastarán al efecto y, a menos de que previamente cohechen a la Cámara de Representantes, es imposible que basten excepto para fines muy diversos; y sus fortunas particulares no pueden ofrecer amenaza alguna, dado que todos han de ser ciudadanos americanos. Por lo tanto, los únicos medios de que estará en sus manos disponer, consistirán en la distribución de nombramientos. ¿Es ésta toda la prueba en que basa su acusación la sospecha? A veces se nos dice que este caudal de corrupción será agotado por el Presidente para triunfar de la integridad del Senado. Otras veces, la fidelidad de la otra Cámara será la víctima. La improbabilidad de esta pérfida y mercenaria conspiración de los distintos miembros del gobierno, debería hacer desaparecer este temor por sí sola, ya que sus puestos tienen orígenes tan diferentes entre sí como lo permiten los principios republicanos y que todos son igualmente responsables ante la sociedad que gobiernan. Pero felizmente la Constitución ha establecido una salvaguardia más. Los miembros del Congreso no pueden ocupar ningún cargo civil que se cree o cuyos emolumentos se aumenten durante el plazo para el que fueron elegidos. En consecuencia, no será posible repartir a los miembros en funciones más puestos de los que un azar deje vacantes; y suponer que éstos bastarían para comprar a los guardianes del pueblo, designados por el pueblo mismo, es renunciar a las normas que deben servir para prever los acontecimientos, sustituyéndolas por una suspicacia ciega y sin límites, con la que tiene que ser inútil razonar. Los verdaderos amigos de la libertad que ceden a los excesos de la pasión, no comprenden el daño que hacen a su causa. Así como hay un grado de depravación en el género humano que requiere cierta dosis de vigilancia y desconfianza, también existen otras cualidades en la naturaleza del hombre que justifican cierto grado de estimación y confianza. El gobierno republicano presupone la existencia de estas cualidades en mayor proporción que cualquier otro. Si las descripciones que han trazado algunos de nuestrOS conciudadanos al impulso del celo político fueran versiones fieles de la natUraleza humana, deduciríamos que los hombres carecen de la virtud necesaria para gobernarse, y que sólo las cadenas del despotismo pueden evitar el que se destruyan y devoren unos a otros.

PUBLIO

(Existen dudas sobre si fue Alexander Hamilton o Santiago Madison el autor de este escrito)

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