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EL FEDERALISTA

Número 54



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El aspecto bajo el cual examinaré a continuación la Cámara de Representantes se refiere a la distribución de sus miembros entre los distintos Estados, la cual debe determinarse con sujeción a la misma regla que existe tratándose de impuestos directos.

Nadie sostiene que el número de habitantes en cada Estado no debería servir de norma para regular la proporción de los representantes del pueblo de cada uno. La adopción de la misma norma para el señalamiento de impuestos tampoco será muy discutida, si bien en este caso la regla de ninguna manera se funda en el mismo principio. En el primero, la regla se refiere a los derechos personales del pueblo, con los que está en una conexión natural y universal. En el último, se refiere a la proporción de la riqueza, de la que en ningún caso constituye una medida exacta, sino muy poco adecuada en los casos ordinarios. Pero pese a la imperfección de la disposición tal como se aplica a la riqueza y contribuciones relativas de los Estados, es evidente que es la menos objetable de las medidas practicables y que estaba demasiado reciente la aprobación general que había obtenido en América, para no ser preferida fácilmente por la convención.

Se nos dirá que todo esto está admitido; ¿pero se deduce del hecho de que se adopte el número de pobladores como medida de representación o el de esclavos sumados al de ciudadanos libres, como base tributaria, que los esclavos han de incluirse en la regla relativa a la representación numérica? Los esclavos se consideran como objeto del derecho de propiedad no como personas. Por lo tanto, se les debe incluir en los cálculos de los impuestos basados en la propiedad, y excluirlos de la representación, ya que ésta se fija en vista de un censo de personas. He aquí cómo entiendo la objeción, enunciada en toda su fuerza. Con la misma sinceridad expondré el razonamiento que presentan quienes la rechazan.

Nos adherimos a la doctrina -podría decir uno de nuestros hermanos del Sur- de que la representación se relaciona más directamente con las personas y la tributación con la propiedad, y estamos de acuerdo en que esta diferencia se aplique al caso de nuestros esclavos. Pero nos vemos precisados a negar el hecho de que los esclavos sean considerados meramente como propiedades y bajo ningún aspecto como personas. Lo cierto es que participan de ambas cualidades, ya que nuestras leyes los consideran en algunos casos como personas y en otros como propiedades. Al tener que trabajar no para sí mismo sino para un amo, al poder ser vendido por un amo a otro y al estar siempre expuesto a que se coarte su libertad y a recibir castigos corporales, según el capricho de otro hombre, el esclavo puede parecer inferior a la categoría humana y clasificarse entre aquellos animales irracionales a los que se aplica la denominación legal de bienes. Pero por otra parte, al estar protegido en su vida y en sus miembros contra la violencia ajena, inclusive la del dueño de su trabajo y su libertad, y al ser susceptible de castigo por toda violencia que cometa con otros, no es menos evidente que el esclavo está considerado por la ley como miembro de la sociedad y no como parte del mundo irracional, como persona moral y no como un simple artículo de propiedad. La Constitución federal decide, por lo tanto, muy oportunamente, el caso de nuestros esclavos, al considerarlos con el carácter mixto de personas y de propiedades. Ése es en realidad su verdadero carácter. Es el carácter que les atribuyen las leyes bajo las cuales viven; y no puede negarse que sea el criterio verdadero, pues sólo con el pretexto de que las leyes han transformado a los esclavos en objetos de propiedad se les puede discutir un lugar en la computación de habitantes; y dado que es cosa admitida que si las leyes les devolvieran los derechos que les quitaron no sería posible negar a los negros la misma participación en la representación de que disfrutan los demás habitantes.

Este problema puede ser estudiado bajo otro aspecto. Todo el mundo está conforme en que el número de habitantes proporciona la mejor medida de la riqueza y los impuestos, de la misma manera que constituye la única pauta correcta para la representación. ¿Habría sido imparcial o consecuente la convencion, rechazando a los esclavos de las listas de habitantes al calcular las participaciones representativas e insertándolos en cambio al examinar las tarifas tributarias? ¿Podía esperarse razonablemente que los Estados del Sur dieran su consentimiento para un sistema que consideraba a sus esclavos como hombres hasta cierto punto con el objeto de imponerles una carga, pero se negaba a tratarlos en la misma forma cuando era el caso de conferir ventajas? ¿No hemos de expresar también cierta sorpresa al ver que los que reprochan a los Estados del Sur su barbarie al reputar como propiedades a una parte de sus hermanos, sostengan a su vez que el gobierno en que participarán todos los Estados debe considerar a esta desdichada raza como propiedad, en un grado aún mayor que las mismas leyes de que se quejan?

Quizás pueda replicarse que los esclavos no se encuentran incluidos en el censo de representantes en ninguno de los Estados donde existen. Ni votan ni aumentan los votos de sus amos. Luego, ¿conforme a qué principio se les debe incluir en el cálculo federal de representantes? Al rechazarlos del todo, la Constitución no haría más que seguir en este punto las leyes que se han invocado como los modelos adecuados.

Esta objeción se refuta con una sola reflexión. Es un principio fundamental de la Constitución propuesta el que, así como el número total de representantes que se asigna a los distintos Estados ha de ser determinado por una disposición federal basada en el número total de habitantes, de la misma manera el derecho de elegir este número señalado a cada Estado ha de ser ejercido por aquella parte de los habitantes del Estado que éste mismo designe. Las condiciones de que depende el derecho de sufragio probablemente no coinciden en ningún Estado. En algunos la diferencia es de mucha consideración. En todos hay cierta fracción de habitantes privados de este derecho por la Constitución local y que están incluidos en el censo que tiene en cuenta la Constitución federal para hacer la distribución de los representantes. Desde este punto de vista, los Estados del Sur podrían volver la oración por pasiva, insistiendo en que el principio establecido por la convención exige que se haga caso omiso de la política que sigue cada Estado frente a sus propios habitantes y que, por lo tanto, los esclavos deben incluirse completos en el censo, de igual manera que los demás habitantes que no disfrutan de todos los derechos de ciudadanía por causa de la política que siguen otros Estados. Sin embargo, los que ganarían con este principio renuncian a hacerlo valer en todo su rigor. Sólo piden la misma moderación en ambos lados. Que el caso de los esclavos se trate como excepcional, ya que realmente lo es. Que se adopte mutuamente el expediente transaccional de la Constitución que los considera como habitantes, pero habitantes rebajados por la servidumbre a un nivel menor que el de los hombres libres; lo cual le quita al esclavo unos dos quintos de su condición de hombre.

¿Después de todo, no hay otro terreno en que este artículo de la Constitución admita aún más fácil defensa? Hemos partido de la base de una representación en relación únicamente con las personas, prescindiendo en absoluto de la propiedad. ¿Pero es acaso justa esta idea? El gobierno se constituye para la protección de la propiedad no menos que para la de las personas, de los individuos. Puede, por tanto, considerarse que tanto una como las otras están representadas por los encargados del gobierno. Conforme a este principio, en algunos Estados, y especialmente en el de Nueva York, un sector del gobierno está destinado en especial a ser el defensor de la propiedad, y es elegido, por vía de consecuencia, por la parte de la sociedad más interesada en este objeto del gobierno. En la Constitución federal no prevalece esta política. Los derechos de la propiedad se confían a las mismas manos que los derechos personales. Por lo tanto, al elegir éstas, se debería tener en cuenta hasta cierto punto a la propiedad.

Existe otra razón para que los votos que se fijan en la legislatura federal al pueblo de cada Estado, deban guardar cierta proporción con la riqueza comparativa de los Estados. Éstos no son como los individuos, que ejercen influencia unos sobre otros por virtud de su superioridad de fortuna. Si bien la ley sólo le concede un voto al ciudadano opulento, el respeto e importancia que deriva de su afortunada situación suelen guiar el voto de los demás hacia los objetos que prefiere; y por este imperceptible cauce los derechos de propiedad intervienen en la representación pública. Pero un Estado no posee esa clase de influencia sobre otros Estados. No es probable que el Estado más rico de la Confederación influya jamás en la elección de un solo representante en cualquier otro Estado. Ni tendrán los representantes de los Estados más grandes y poderosos otra ventaja en la legislatura federal, sobre los representantes de los demás Estados, que la que resulte de su superioridad numérica. Pero si su riqueza e importancia les dan derecho a alguna ventaja, ésta se les debe conceder mediante un aumento en la representación que les corresponde. Desde este punto de vista, la nueva Constitución es sensiblemente diferente de la Confederación actual, lo mismo que de la de los Países Bajos y de otras confederaciones semejantes. En cada una de las últimas, la eficacia de las decisiones federales está sujeta a las resoluciones que tomen posterior y voluntariamente los Estados que integran la Unión. De aquí que éstos, a pesar de no contar sino con el mismo derecho de voto en las asambleas públicas, tengan distinta influencia, según la importancia desigual de esas resoluciones posteriores y voluntarias. Bajo la Constitución propuesta, los actos federales surtirán efectos sin que sea necesaria la intervención de los Estados individuales. Dependerán solamente de la obtención de una mayoría de votos en la legislatura federal y, por lo tanto, cada voto, proceda de un Estado grande o chico, pobre o poderoso, tendrá igual peso y eficacia: del mismo modo que los votos individuales que emiten en una legislatura local los representantes de los condados u otros distritos son exactamente iguales en eficacia y valor, aunque aquéllos difieran entre sí, o si hay alguna diferencia en el caso, ésta procede de la diversidad de características personales de los representantes individuales, más que de ninguna consideración que tenga que ver con la extensión del distrito de donde proviene.

Éste es el razonamiento que un abogado de los intereses del Sur podría esgrimir en este asunto; y aunque parezca un poco forzado en ciertos puntos, sin embargo, en conjunto debo confesar que me reconcilia por completo con el grado de representación establecido por la convención.

Hay un aspecto en que el establecimiento de una medida común para la representación y la tributación tendrá un efecto en extremo saludable. Como la exactitud del censo que se formara por el Congreso dependera necesariamente, en alto grado, de la buena disposición, si no es que de la cooperación de los Estados, es de gran importancia que éstos se sientan lo menos inclinados que sea posible a aumentar o a reducir las cifras de su población. Si solamente su participación representativa se rigiera por esta norma, tendrían interés en exagerar el número de sus habitantes. Si la regla fijara únicamente su participación en los impuestos, prevalecería la tentación opuesta. Al extender la norma a ambos objetos, los Estados sentirán intereses contrarios, que equilibrándose y reprimiéndose recíprocamente, producirán la imparcialidad que es necesaria.

PUBLIO

(Con precisión no se sabe si fue Alexander Hamilton o Santiago Madison el autor de este escrito)

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