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EL FEDERALISTA

Número 46



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Continuando con el tema del último artículo, me dispongo a investigar si el gobierno federal o los gobiernos de los Estados serán los preferidos tratándose de la predilección y el apoyo del pueblo. A pesar de las diferentes maneras como serán nombrados, debemos considerar a ambos como fundamentalmente subordinados al gran cuerpo de ciudadanos de los Estados Unidos, en el concepto de que aquí doy por supuesta esta situación por lo que hace al primero, reservando las pruebas para otro lugar. El gobierno federal y los de los Estados no son, en realidad, sino diferentes mandatarios y representantes fiduciarios del pueblo, dotados de poderes diferentes y designados para finalidades diversas. Los adversarios de la Constitución parecen haber perdido completamente de vista al pueblo en sus razonamientos sobre esta materia y haber considerado a estas dos organizaciones no sólo como rivales y enemigas recíprocas, sino como si estuvieran libres de todo superior común en sus esfuerzos por usurpar las facultades de la otra. Aquí debemos recordar su error a estos señores, diciéndoles que la autoridad final, sea cual fuere la autoridad delegada, reside sólo en el pueblo, y que no ha de depender meramente de la ambición o destreza comparativas de los diferentes gobiernos el que cualquiera de los dos consiga ampliar su esfera de jurisdicción a expensas del otro. La verdad, tanto como el decoro, exigen suponer que el resultado ha de depender en todos los casos de los sentimientos y la sanción de sus electores comunes.

Muchas consideraciones, a más de las ya sugeridas en otra ocasión, dejan fuera de duda que el afecto del pueblo se inclinará primero y naturalmente hacia los gobiernos de sus respectivos Estados. Un número mayor de individuos esperarán elevarse hasta hacerse cargo de dichos gobiernos, y de éstos dimanará un mayor número de cargos y emolumentos por otorgar. Los intereses más personales e íntimos del pueblo serán regulados y atendidos por obra o con intervención de los Estados. El pueblo estará enterado en forma más familiar y detallada de los negocios a cargo de éstos. La proporción del pueblo ligado con los miembros de sus gobiernos por lazos familiares, de amistad personal o de partido será mayor; por lo tanto, es de esperarse que la preferencia popular se incline fuertemente en favor de ellos.

En este caso la experiencia habla el mismo lenguaje. La administración federal, aunque muy defectuosa hasta ahora por comparación con lo que puede esperarse bajo un mejor sistema, tuvo durante la guerra, y sobre todo mientras que el fondo independiente para emisiones de papel gozó de crédito, una actividad y una importancia tan grandes como las que puede alcanzar en el futuro. Emprendió, además, una porción de medidas que tenían por objeto proteger todo lo que el pueblo en general estimaba y adquirir todo lo que pudiera desear. A pesar de esto, se descubrió en todos los casos, al desvanecerse el entusiasmo pasajero hacia los primeros Congresos, que la atención y el afecto del pueblo se volvían de nuevo a sus gobiernos particulares; que el consejo federal no fue en ningún momento el ídolo de las preferencias populares; y que los hombres deseosos de apoyar su ascendiente político sobre la predisposición de sus conciudadanos, como regla general adoptaban el partido de oponerse cuando se sugería aumentar los poderes y la importancia de dicho consejo.

Si, como se ha observado en otro lugar, el pueblo se inclinara más hacia el gobierno federal que a los estatales en lo futuro, este cambio sólo puede ser consecuencia de que dé muestras tan evidentes e incontrovertibles de una mejor administración, que sean capaces de contrarrestar todas las anteriores inclinaciones del pueblo. Y en ese caso, seguramente que no debería impedirse a éste que depositara su confianza donde descubra que está más segura; pero inclusive entonces los gobiernos de los Estados tendrían poco que temer, dado que el poder federal, por la naturaleza de las cosas, sólo puede ejercitarse provechosamente dentro de cierta esfera.

Los demás puntos sobre los cuales me propongo comparar al gobierno federal con los de los Estados, son la disposición y la facultad que respectivamente puedan poseer para resistir y frustrar las medidas del otro.

Ya se ha demostrado que los miembros del gobierno tederal tendran que depender en mayor grado de los miembros de los gobiernos de los Estados, que éstos de aquéllos. Se ha evidenciado, asimismo, que las simpatías preconcebidas del pueblo, a quien ambos estarán subordinados, se inclinarán más hacia los gobiernos de los Estados que hacia el federal. Hasta donde la actitud del uno hacia el otro pueda ser influida por estas causas, los gobiernos de los Estados tendrán claramente la ventaja. Pero desde un punto de vista distinto y de la mayor importancia, la superioridad estará del mismo lado. La predisposición con que los miembros mismos llegarán al gobierno federal, será generalmente favorable a los Estados; en tanto que rara vez ocurrirá que los miembros de los gobiernos de los Estados lleven a las asambleas públicas una parcialidad a favor del gobierno general. El espíritu local prevalecerá indefectiblemente mucho más en los miembros del Congreso que un espíritu nacional en las legislaturas de los Estados. Todo el mundo sabe que una gran proporción de los errores cometidos por las legislaturas de los Estados se origina en la propensión de sus miembros a sacrificar el interés colectivo y permanente del Estado ante los intereses especiales y aislados de los distritos o provincias en que residen. Y si no ensanchan su política lo suficiente para abarcar el bien colectivo de su Estado, ¿cómo suponer que harán de la prosperidad de toda la Unión y de la dignidad y respetabilidad de su gobierno, los objetos de su predilección y sus deliberaciones? Por la misma razón que hace poco probable que los miembros de las legislaturas de los Estados tomen suficientemente a pecho los fines nacionales, los miembros de la legislatura federal estarán expuestos a inclinarse demasiado a favor de los intereses locales. Los Estados serán para estos últimos lo que los condados y las poblaciones para los primeros. Con demasiada frecuencia las medidas se adoptarán de acuerdo con su efecto probable, no sobre la prosperidad y felicidad nacional, sino sobre los prejuicios, intereses y propósitos de los gobiernos y del pueblo de los distintos Estados. ¿Cuál es el espíritu que ha caracterizado en general la conducta del Congreso? La lectura de las actas de las sesiones, así como la confesión franca de quienes han tenido un asiento en esa asamblea, nos hacen saber que demasiado a menudo los miembros han asumido más bien el papel de partidarios de sus Estados respectivos, que el de guardianes imparciales de los intereses comunes; que por una ocasión en que se ha prescindido improcedentemente de consideraciones locales en pro del engrandecimiento del gobierno federal, los grandes intereses de la nación han sufrido en cien ocasiones por virtud de la excesiva atención prestada a los prejuicios y opiniones locales de los diferentes Estados. No es que pretenda insinuar en estas reflexiones que el nuevo gobierno federal no adoptará un programa político más amplio que el desarrollado por el gobierno existente; menos aún, que sus miras serán tan estrechas como las de las legislaturas de los Estados; sino únicamente que compartirá el espíritu de ambos en grado suficiente para que no le interese invadir los derechos de los Estados singulares ni las prerrogativas de sus gobiernos. Los motivos que incitan a los gobiernos de los Estados a agrandar sus prerrogativas, disminuyendo indebidamente las del gobierno federal, no encontrarán de parte de los miembros de éste una tendencia antagónica que los domine.

Si admitiéramos, no obstante, que el gobierno federal puede abrigar la misma disposición que los gobiernos de los Estados en el sentido de extender sus poderes más allá de los límites debidos, los últimos tendrían todavía la ventaja por lo que a los medios se refiere para hacer fracasar esas invasiones. Si un acto de un Estado, aunque fuese perjudicial para el gobierno nacional, resultase popular en ese Estado y no violase demasiado burdamente los juramentos de los funcionarios locales, sería puesto en ejecución inmediatamente, utilizando, por supuesto, medios que se hallen a mano y que dependan sólo del Estado. La oposición del gobierno federal o la interposición de los funcionarios federales sólo conseguirían inflamar el celo general a favor del Estado, y el mal no podría evitarse ni enmendarse, si es que puede serlo, sin el empleo de medios a los que siempre habrá que recurrir con repugnancia y dificultad. Por otra parte, si una medida inexcusable del gobierno federal fuese impopular en determinados Estados, lo que rara vez dejaría de ocurrir, los medios de oponerse a ella son poderosos y se hallan a mano. La inquietud del pueblo, su renuencia y quizás su negativa a cooperar con los funcionarios de la Unión, la reprobación de la magistratura ejecutiva del Estado, los entorpecimientos creados mediante artificios legislativos acumulados a placer en ocasiones semejantes, opondrían en cualquier Estado dificultades nada despreciables; constituirían muy serios impedimentos en un Estado importante; y donde los sentimientos de varios Estados limítrofes llegaran a coincidir, presentarían obstrucciones con que el gobierno federal difIcil mente puede estar dispuesto a enfrentarse.

Pero las ambiciosas usurpaciones del gobierno federal a costa de las potestades de los gobiernos locales, no provocarían la oposición de un Estado aislado ni la de unos cuantos únicamente. Serían las señales para un alerta general. Cada gobierno abrazaría la causa común. Se iniciaría una correspondencia entre ellos. Se concertarían planes de resistencia. Un solo espíritu animaría y dirigiría a todos. En una palabra, la aprensión del yugo federal tendría como resultado las mismas combinaciones que el temor al yugo extranjero; y a menos de que se renunciase voluntariamente a las innovaciones proyectadas, se recurriría a la decisión de la fuerza en este caso, de la misma manera que se hizo en el anterior. ¿Pero qué grado de locura podría empujar al gobierno federal a tal extremidad? En la lucha con la Gran Bretaña, una parte del imperio contendía con la otra. La más numerosa infringió los derechos de la menos numerosa. El intento fue injusto e imprudente; pero en teoría no era absolutamente quimérico. Pero ¿cuál sería la lucha en el caso que suponemos? ¿Cuáles serían las partes? Unos cuantos representantes del pueblo se opondrían al pueblo mismo; o más bien un grupo de representantes combatiría contra trece grupos apoyados por toda la masa de electores de ambos.

El único refugio que les queda a los que profetizan la decadencIa de los gobiernos de los Estados es la suposición visionaria de que el gobierno federal pueda acumular previamente una fuerza militar para sus proyectos ambiciosos. Los razonamientos contenidos en estos artículos habrán sido de bien poca utilidad si ahora tenemos que demostrar la irrealidad de este peligro. Que el pueblo y los Estados elijan durante un período suficiente una serie ininterrumpida de hombres dispuestos a traicionar a ambos; que durante este período los traidores sigan uniforme y sistemáticamente un plan determinado para incrementar las organizaciones militares; que los gobiernos y el pueblo de los Estados contemplen silenciosa y pacientemente cómo se avecina la tormenta, y continúen alimentándola hasta que se halle dispuesta a estallar sobre sus cabezas; todo esto debe parecer a todo el mundo como los sueños incoherentes de una suspicacia delirante o como las exageraciones erradas de un celo fingido, mas que como los sobrios temores de un patriotismo auténtico. Sin embargo, por muy extravagante que sea la suposición, hagámosla. Concedamos que se forma un ejército regular, tan poderoso como lo permitan los recursos del país, y que es adicto incondicional al gobierno federal; pues, a pesar de esto, no será exagerado asegurar que los gobiernos de los Estados, con el apoyo del pueblo, conseguirían rechazar ese peligro. El número mayor a que puede llegar un ejército permanente en cualquier país, de acuerdo con las mejores estimaciones, no excede de la centésima parte de todas las almas, o de la veinticincoava parte de la población en estado de llevar las armas. Esta proporción no daría en los Estados Unidos un ejército de más de veinticinco o treinta mil hombres. A éstos se opondría una milicia de cerca de medio millón de ciudadanos armados, dirigidos por hombres seleccionados entre ellos, que lucharían por sus libertades comunes, y unidos y dirigidos por gobiernos que poseen su afecto y confianza. Puede dudarse con razón de que una milicia así organizada pueda ser vencida por esa proporción de tropas regulares. Los que mejor conocen la reciente y venturosa resistencia de este país contra las armas británicas serán los que más se inclinarán a negar la posibilidad de ese suceso. Aparte de la ventaja de estar armados, que los americanos poseen sobre los pueblos de casi todas las demás naciones, la existencia de gobiernos de caracter secundario, por los que el pueblo siente apego, y los cuales nombran a los jefes de la guardia nacional, forma contra las acometidas de la ambición una barrera más insuperable que la que puede ofrecer cualquier tipo de gobierno unitario. Pese a las organizaciones militares que existen en los diversos reinos europeos, a las cuales se imparte todo el auge que permiten los recursos públicos, los gobiernos temen confiarle armas al pueblo. Y no es seguro que con esa sola ayuda no conseguirían sacudir sus yugos. Pero si el pueblo poseyera la ventaja adicional de contar con gobiernos locales escogidos por él, que pudieran congregar la voluntad de la nación y dirigir su fuerza, y con oficiales designados por estos gobiernos de entre los mismos de la milicia, y leales a ambos, puede afirmarse con absoluta seguridad que los tronos de todas las tiranías de Europa caerían rápidamente a pesar de las legiones que los rodean. No insultemos a los libres y bizarros ciudadanos de América, sospechando que serían menos aptos para defender sus derechos actuales que los súbditos envilecidos del poder arbitrario para arrancar los suyos de manos de sus opresores. Ni los ofendamos tampoco suponiendo que se rebajarán algún día hasta la necesidad de hacer ese experimento, como resultado de su ciega y dócil sumisión a la larga serie de insidiosas medidas que han de precederlo y producirlo.

Este argumento puede resumirse en forma muy concisa y que parece bajo todos aspectos decisiva. O bien el gobierno federal estará construido de un modo que lo haga depender en grado suficiente del pueblo, o no lo estará. En el primer caso, esta dependencia le impedirá urdir planes nocivos para sus electores. En el segundo supuesto, no poseerá la confianza del pueblo y sus planes de usurpación serán fácilmente desbaratados por los gobiernos de los Estados con el apoyo de aquél.

Resumiendo las consideraciones expuestas en este artículo y en el anterior, encontramos que proporcionan la prueba más convincente de que los poderes que se nos propone confiar al gobierno federal son tan poco formidables en comparación con los que conservan los diversos Estados, como indispensablemente necesarios para cumplir los propósitos de la Unión; y que todas las voces de alerta que se han dado, respecto a cierta anulación meditada e infalible de los gobiernos de los Estados, deben achacarse, conforme a la interpretación más favorable, a los temores quiméricos de quienes las iniciaron.

PUBLIO

(Es a Santiago Madison a quien se considera autor de este escrito)

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