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EL FEDERALISTA

Número 45



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Habiendo demostrado que ninguno de los poderes que se transfieren al gobierno federal es innecesario e inconveniente, la siguiente cuestión que debe considerarse es si todo el conjunto de ellos representará un peligro para la parte de autoridad que conservan los diferentes Estados.

Los enemigos del plan de la convención, en vez de examinar en primer término qué grado de poder era absolutamente necesario para realizar los propósitos del gobierno federal, han agotado sus fuerzas en una investigación secundaria con relación a las posibles consecuencias para los gobiernos de los Estados del grado de poder que sugiere. Pero si, como ya se demostró, la Unión es esencial para la seguridad del pueblo de América contra el peligro extranjero, y si es esencial para protegerlo contra las guerras y contiendas entre los diferentes Estados, y si es esencial para la felicidad del pueblo americano, ¿no es absurdo presentar como objeción a ese gobierno, sin el cual no pueden realizarse los fines de la Unión, que puede rebajar un tanto la importancia de los gobiernos de los diversos Estados? ¿Entonces se hizo la Revolución Americana, se formó la Confederación Americana, se derramó la valiosa sangre de miles de hombres y se derrochó el patrimonio penosamente ganado de millones, no para que el pueblo de América gozase de paz, libertad y seguridad, sino para que los gobiernos de los Estados y los distintos cuerpos municipales pudieran disfrutar de cierto poder y lucir ciertas dignidades y ciertos atributos de la soberanía? Sabemos que en el Viejo Mundo se profesa la impía doctrina de que el pueblo fue hecho para los reyes y no los reyes para el pueblo. ¿ Va a revivirse la misma doctrina en el Nuevo Mundo bajo una nueva versión -que la dicha del pueblo ha de sacrificarse en interés de instituciones políticas pertenecientes a un modelo diferente? Es muy pronto aún para que los políticos cuenten con que hemos olvidado que el bien público, el verdadero bienestar de la gran masa del pueblo, es el supremo fin que debe perseguirse, y que ninguna forma de gobierno, sea cual fuere, tiene valor sino en cuanto se adapte a la consecución de este fin. Si el plan de la convención fuese opuesto a la dicha del pueblo, yo os diría: recnazad el plan. Si la Unión misma fuera incompatible con la felicidad pública, yo os diría: abolid la Unión. De la misma manera, en cuanto la soberanía de los Estados no pueda conciliarse con la ventaja de todo el pueblo, todo buen ciudadano debe decir: dejemos que la primera se sacrifique en favor de la última. Ya se ha mostrado cuántos sacrificios son necesarios. Hasta dónde se halla en peligro la parte no sacrificada, es la cuestión que se nos presenta.

En el transcurso de estos artículos hemos esbozado algunas consideraciones que hacen poco creíble la suposición relativa a que la actuación del gobierno federal resultará gradualmente funesta para los gobiernos de los Estados. Cuantas más vueltas le doy al asunto, más persuadido quedo de que el equilibrio tiene más probabilidades de romperse debido a la preponderancia de los últimos que a la del primero.

Hemos visto en todos los ejemplos de las confederaciones antiguas y modernas, que la tendencia más potente que continuamente se manifiesta en los miembros, es la de privar al gobierno general de sus facultades, en tanto que éste revela muy poca capacidad para defenderse contra estas extralimitaciones. Aunque en la mayoría de estos ejemplos el sistema era tan distinto del que ahora examinamos, que se debilita seriamente cualquier inferencia respecto al segundo que se base en la suerte que corrieron las primeras, como los Estados conservarán bajo la Constitución propuesta una parte considerable de soberanía activa, no debe prescindirse de ella en absoluto. En la liga aquea es probable que la cabeza federal tenía un grado y una clase de poder que le daban un gran parecido con el gobierno proyectado por la convención. La confederación licia, por lo que conocemos de sus principios y su disposición, debió tener aún más analogía con la nuestra. Sin embargo, la historia no nos informa que ninguna de las dos degenerase o tendiese a degenerar en un solo gobierno consolidado. Al contrario, sabemos que la ruina de una de ellas procedió de la incapacidad de la autoridad federal para evitar las disensiones y, finalmente, la desunión de las autoridades subordinadas. Estos casos son tanto más merecedores de nuestra atención cuanto que las causas externas que impelían a las partes componentes a unirse eran mucho más fuertes y numerosas que en nuestro caso, por lo que deberían haber bastado ligaduras menos poderosas para atar a los miembros con la cabeza y a unos con otros.

En el sistema feudal hemos visto ejemplificada esta misma tendencia. Pese a la ausencia de simpatías entre los soberanos locales y el pueblo, y a la simpatía existente en ciertos casos entre el soberano general y este último, comúnmente ocurría que los soberanos locales prevalecían en la rivalidad para lograr más poder. Si los peligros externos no hubieran impuesto la armonía y la subordinación internas y, especialmente, si los soberanos locales hubiesen poseído el afecto del pueblo, los grandes reinos de Europa se compondrían a estas horas de tantos príncipes independientes como barones feudatarios hubo anteriormente.

Los gobiernos de los Estados tendrán siempre la ventaja sobre el gobierno federal, ya sea que los comparemos desde el punto de vista de la dependencia inmediata del uno respecto del otro, del peso de la influencia personal que cada lado poseerá, de los poderes respectivamente otorgados a ellos, de la predilección y el probable apoyo del pueblo, de la inclinación y facultad para resistir y frustrar las medidas del otro.

Los gobiernos de los Estados pueden considerarse como partes constitutivas y esenciales del gobierno federal; en tanto que este último no es de ningún modo esencial al funcionamiento u organización de los primeros. Sin la intervención de las legislaturas de los Estados, el Presidente de los Estados Unidos no puede elegirse. En todos los casos van a tener una gran participación en su nombramiento y quizás lo decidan por sí solas en la mayoria. El Senado será elegido exclusiva e íntegramente por las legislaturas de los Estados. Inclusive la Cámara de Representantes, aunque procede directamente del pueblo, será elegida bajo la influencia de la clase de hombres que por su ascendiente sobre el pueblo obtienen para sí la elección a las legislaturas de los Estados. De este modo, cada una de las ramas principales del gobierno federal deberá su existencia en mayor o menor grado al favor de los gobiernos de los Estados, y sentirá, por lo tanto, una dependencia que es más creíble determine una disposición demasiado obsecuente que demasiado dominante hacia ellos. Por otro lado, las partes integrantes de los gobiernos de los Estados en ningún caso deberán su nombramiento a la acción directa del gobierno federal, y sólo en muy pequeñas dosis, si no es que para nada, a la influencia local de los miembros de este último.

El número de individuos empleados bajo la Constitución de los Estados Unidos será mucho más pequeño que el de los que emplean los Estados. Consiguientemente habrá menos influencia personal de parte del primero que de los segundos. Los miembros de los departamentos legislativo, ejecutivo y judicial de trece o más Estados, los jueces de paz, los oficiales de la guardia nacional, los funcionarios inferiores de la justicia, con todos los demás funcionarios de los condados, las corporaciones y poblaciones, que sean necesarios para tres millones o más de habitantes, mezclados entre éstos y relacionados especialmente con todos los círculos y todas las clases de gentes, han de sobrepasar incomparablemente en número e influencia a los funcionarios de toda índole que serán empleados en la administración del sistema federal. Comparad los miembros de los tres grandes departamentos de los trece Estados, excluyendo del departamento judicial a los jueces de paz, con los miembros de los departamentos correspondientes del gobierno único de la Unión; comparad a los oficiales de las milicias de tres millones de habitantes con los oficiales militares y navales de cualquier fuerza armada que entre en los cálculos de la probabilidad o, mejor dicho de la posibilidad, y nos bastará este aspecto para resolver que la ventaja de los Estados es decisiva. Si el gobierno federal ha de tener recaudadores de impuestos, también los gobiernos de los Estados tendrán los suyos. Y como los del primero estarán principalmente en las costas y no seran muy numerosos, mientras que los de los últimos se extenderán por todo el país, también aquí la ventaja se halla del mismo lado. Es cierto que la Confederación ha de poseer y puede ejercitar la facultad de recaudar en todos los Estados impuestos internos así como externos; pero es probable que no se recurra a este poder si no es con un carácter suplementario, y que entonces se les dé a los Estados la opción de completar sus cuotas con recaudaciones propias que hagan previamente; así como que la recaudación eventual bajo la autoridad inmediata de la Unión, se hará generalmente por conducto de los funcionarios y conforme a las leyes que señalen los varios Estados. A la verdad, es muy probable que aun en otros casos, con especialidad al organizar el poder judicial, se revista a los funcionarios de los Estados de autoridad similar por parte de la Unión. Si no obstante acaeciere que el gobierno federal nombrase recaudadores distintos de impuestos interiores, la influencia de todos ellos no podría compararse con la de la multitud de funcionarios de los Estados. En todo distrito donde se destinara un recaudador federal, habría no menos de treinta o cuarenta o tal vez más funcionarios de distintas clases, y muchos de ellos personas reputadas y de peso, cuya influencia se inclinaría a favor del Estado.

Los poderes delegados al gobierno federal por la Constitución propuesta son pocos y definidos. Los que han de quedar en manos de los gobiernos de los Estados son numerosos e indefinidos. Los primeros se emplearán principalmente con relación a objetos externos, como la guerra, la paz, las negociaciones y el comercio extranjero; y es con este último con el que el poder tributario se relacionará principalmente. Los poderes reservados a los Estados se extenderán a todos los objetos que en el curso normal de las cosas interesan a las vidas, libertades y propiedades del pueblo, y al orden interno, al progreso y a la prosperidad de los Estados.

Las funciones del gobierno federal serán más amplias e importantes en épocas de guerra y peligro; las de los gobiernos de los Estados, en tiempos de paz y seguridad. Como los primeros períodos probablemente serán menores que los últimos, los gobiernos de los Estados gozarán aquí de otra ventaja sobre el gobierno federal. De hecho, cuanto más adecuados sean los poderes federales para la defensa nacional, menos se repetirán esas escenas de peligro que podrían ayudar a que predominaran sobre los gobiernos de los Estados particulares.

Si se examina la nueva Constitución con cuidado y un espíritu abierto, se descubrirá que los cambios que propone consisten bastante menos en agregar nuevos poderes a la Unión, que en dar vigor a sus poderes oficiales. Es cierto que la regulación del comercio constituye un nuevo poder; pero parece ser una adición a la que nadie se opone y que no suscita aprensiones de ninguna clase. Los poderes relacionados con la paz y la guerra, el ejército y la marina, los tratados y la hacienda pública, en unión de otros poderes más importantes, están todos conferidos al Congreso actual por los Artículos de confederación. El cambio propuesto no amplía estos poderes; sólo dispone un modo más eficaz de administrarlos. El cambio relacionado con los impuestos puede considerarse como el más importante; y, sin embargo, el actual Congreso tiene tan completa autoridad para exigir a los Estados aportaciones ilimitadas de dinero para la defensa común y el bienestar general, como los que tendrá el futuro Congreso para obtenerlas de los ciudadanos individuales; y éstos no estarán más obligados de lo que están los Estados a pagar las cuotas que respectivamente se les asignen. Si los Estados hubieran acatado puntualmente los Artículos de confederación o si hubieran podido ser constreñidos a dicho cumplimiento por los mismos medios pacíficos que pueden utilizarse con éxito cuando se trata de individuos, nuestra experiencia anterior está muy lejos de prestar apoyo a la opinión de que los gobiernos de los Estados habrían perdido sus poderes constitucionales y experimentado gradualmente una consolidación completa. Mantener que este suceso hubiera ocurrido, equivaldría a afirmar simultáneamente que la existencia de los gobiernos de los Estados es incompatible con sistema alguno que cumpla los propósitos esenciales de la Unión.

PUBLIO

(Se otorga a Santiago Madison la autoría de este escrito)

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