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EL FEDERALISTA

Número 41



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La Constitución propuesta por la convención puede considerarse desde dos puntos de vista generales. El primero se relaciona con la suma o cantidad de poder que confiere al gobierno, incluyendo las restricciones impuestas a los Estados. El segundo, con la estructura particular del gobierno y con la distribución de su poder entre sus varias divisiones.

Dentro del primer modo de ver el asunto, surgen dos importantes cuestiones:

1) ¿Alguna parte de los poderes cedidos al gobierno general es acaso innecesaria o indebida?

2) ¿El conjunto de todos ellos puede resultar peligroso para parte de la jurisdicción que se deja a los varios Estados? ¿La suma de poder del gobierno general es mayor de lo que debería haber sido? He aquí la primera cuestión.

No ha podido escapar a la perspicacia de los que han seguido con atención e imparcialidad los argumentos empleados contra los amplios poderes del gobierno, el hecho de que sus autores apenas han tomado en consideración hasta qué punto esos poderes sean medios necesarios para conseguir un fin necesario. Han preferido explayarse sobre aquellos rasgos inconvenientes que acompañan inevitablemente a todas las medidas políticas provechosas y sobre los posibles abusos inherentes a todo poder o encargo de que puede hacerse un uso beneficioso. Pero esta manera de tratar el asunto no puede engañar al buen sentido del pueblo americano. Puede servir para que luzca la sutileza del escritor; abrir un campo sin límites a la declamación y la retórica; puede inflamar las pasiones de los que no piensan y confirmar los prejuicios de los que piensan mal; pero la gente serena e íntegra reflexionará en seguida que los bienes humanos más puros tienen que llevar en sí algo impuro; que siempre se debe elegir, si no el mal menor, sí el mayor bien, ya que no es posible el bien perfecto. Y que en toda institución política, el poder de promover la felicidad pública envuelve cierto grado de libertad discrecional que puede ser desviada de su fin o ser objeto de abusos. Comprenderán por estas razones que en todos los casos en que se ha de conferir un poder, lo primero que debe decidirse es si dicho poder es necesario al bien público, lo mismo que lo segundo será, en caso de resolución afirmativa, cómo precaverse lo más eficazmente que sea posible contra la perversión del poder en detrimento público.

Para formarnos un juicio acertado sobre este asunto será oportuno revisar los distintos poderes conferidos al gobierno de la Unión, y para facilitar esta tarea podemos dividirlos en dos diferentes clases, según que se relacionen con los siguientes objetos diferentes:

1) Seguridad contra el peligro externo;
2) Regulación de las relaciones con países extranjeros;
3) Mantenimiento de la armonía y de las relaciones adecuadas entre los Estados;
4) Diversos objetos de utilidad general;
5) Prohibición a los Estados de ciertos actos perjudiciales;
6) Medidas para dar a todos estos poderes la eficacia debida.

Los poderes comprendidos en la primera clase son los de declarar la guerra y conceder patentes de corso; de establecer ejércitos y flotas; de regular y convocar a la milicia; de cobrar tributos y contratar empréstitos.

La seguridad contra el peligro extranjero es uno de los fines primordiales de la sociedad civil. Es un fin esencial y declarado de la Unión Americana. Los poderes necesarios para conseguirIa en forma efectiva deben confiarse a los consejos federales.

¿Es indispensable el poder de declarar la guerra? Ningún hombre contestará negativamente a esta pregunta. Sería, por lo tanto, superfluo, esforzarse en demostrar la afirmativa: La Confederación existente establece este poder en la forma más amplia.

¿Es necesario el poder de organizar ejércitos y equipar flotas? La respuesta afirmativa esta contenida implícitamente en el poder anterior, así como en la facultad de defensa propia.

¿Pero era asimismo necesario conferir un poder ilimitado para reclutar tropas y equipar flotas, y para mantener ambas en tiempo de paz como en tiempo de guerra?

La respuesta a estas dos preguntas ha sido ya anticipada en otro lugar en forma tan completa, que no admite en éste una discusión muy extensa. Realmente, dicha respuesta parece tan obvia y concluyente que casi no se justifica discusión alguna. ¿Con qué razón limitarían la fuerza necesaria para defenderse, quienes no pueden limitar la fuerza del ataque? Si una ConstitUción federal pudiera poner cadenas a la ambición o marcar límites a los esfuerzos de las demás naciones, entonces quizás fuera prudente que sujetase la libertad de acción de su propio gobierno, limitando los pasos que diera para su propia seguridad.

¿Cómo prohibir sin peligro el estar preparados para la guerra en tiempo de paz, si no podemos prohibir asimismo los preparativos y dispositivos de cada nación hostil? Los medios de seguridad sólo pueden regularse por los medios y el peligro del ataque. En realidad, estarán siempre determinados por estas pautas y nada más. Es inútil oponer barreras constitUcionales al instinto de la propia conservación. Y es peor que inútil, porque siembra en la propia Constitución usurpaciones necesarias de poder, y cada precedente de éstas es un germen que se repite innecesariamente y se multiplica. Si una nación mantiene continuamente un ejército disciplinado, dispuesto a servir la ambición o la venganza, obliga a los países más pacíficos que se hallen al alcance de sus acometidas a adoptar las precauciones correspondientes. El siglo XV fue el desgraciado período en que las organizaciones militares se instituyeron en tiempo de paz. Las introdujo Carlos VII en Francia, y toda Europa ha seguido o se ha visto forzada a seguir su ejemplo. De no haber sucedido esto, Europa hace mucho tiempo que sufriría el yugo de un monarca universal. Si todas las naciones excepto Francia licenciasen ahora sus fuerzas permanentes, ocurriría lo mismo. Las legiones veteranas de Roma eran contendientes desiguales para el valor indisciplinado de todas las demás naciones y la convirtieron en dueña del mundo.

No menos cierto es que las libertades de Roma resultaron la última víctima de sus triunfos militares, y que las libertades de Europa, en cuanto pueda decirse que han existido, han sido, con raras excepciones, el precio que han tenido que pagar por sus organizaciones bélicas. Por esto un ejército permanente es una precaución peligrosa, por necesaria que pueda ser. En pequeña escala tiene sus inconvenientes. En grande escala sus consecuencias pueden ser fatales. Y en cualquier grado siempre es un objeto de cautela y precaución loables. Un país sensato hermanará todas estas consideraciones, y si bien se abstendrá de prescindir aturdidamente de cualquier recurso que pueda resultar esencial para su seguridad, usará de toda su prudencia para disminuir tanto la necesidad como el peligro de recurrir a un medio que puede ser de malos auspicios para sus libertades.

Las pruebas más claras de esta prudencia se hallan en la Constitución propuesta. La Unión misma, consolidada y asegurada por ella, destruye cualquier excusa para el mantenimiento de una organización militar que pudiese resultar peligrosa. Unida América, con un puñado de tropas o sin un solo soldado, presentará a la ambición extranjera un aspecto más temible que una América desunida, con cien mil veteranos dispuestos al combate. En ocasión anterior se hizo notar que la ausencia de este pretexto había salvado las libertades de una nación europea. Los gobernantes de la Gran Bretaña, que por su situación insular y sus recursos marítimos es inexpugnable para los ejércitos vecinos, no han podido nunca engañar al público a efecto de que se establezca un ejército numeroso so pretexto de peligros reales o imaginarios. La distancia que separa a los Estados Unidos de las grandes potencias mundiales les otorga la misma venturosa seguridad. Una organización bélica peligrosa no será nunca necesaria ni explicable mientras el pueblo continúe unido. Pero ni por un momento se olvide que esta ventaja se debe a la unión únicamente, y que el día que ésta se disuelva comenzará un nuevo orden de cosas. Los temores de los Estados o Confederaciones más débiles o la ambición de los más fuertes, darán al Nuevo Mundo el mismo ejemplo que le dio Carlos VII al Viejo, y éste será seguido aquí por los mismos motivos que allá suscitaron la imitación universal. En vez de sacar de nuestra situación la preciosa ventaja que la Gran Bretaña ha obtenido de la suya, América presentará un aspecto que sólo será una copia del continente europeo. Exhibirá en todas partes la libertad oprimida entre los ejércitos permanentes y tributos sin fin. La suerte de la América desunida será mas desastrosa aún que la de Europa. En ésta, el origen del mal se encierra en sus propias fronteras. No hay potencias superiores de otra parte del globo que intriguen entre las naciones rivales, inflamen sus animosidades mutuas y las conviertan en instrumentos de la ambición, la venganza y la codicia extranjeras. En América las calamidades engendradas por sus envidias, pugnas y guerras interiores, sólo constituirían una pequeña parte de sus desgracias. Un suplemento abundante de males provendría de las relaciones de Europa con esta parte de la tierra, y que en cambio no hay sector del globo que tenga con Europa.

Nunca pintaremos con colores demasiado vivos las consecuencias de la desunión ni insistiremos bastante en ellas. Todo hombre amante de la paz, todo hombre que ame a su país, todo hombre que ame la libertad, debería tenerlas siempre ante los ojos, a fin de que en su corazón aliente un afecto verdadero para la unión de América y de que sea capaz de valorizar debidamente los medios de conservarla.

Después del sólido establecimiento de la Unión, la precaución más eficaz contra el peligro que ofrecen los ejércitos permanentes es la limitación del plazo por el cual se pueda autorizar la erogación de fondos para sostenerlos. La Constitución ha añadido con toda prudencia esta precaución. No repetiré aquí las observaciones que me envanezco en creer que han esclarecido el asunto en forma imparcial y satisfactoria. Pero tal vez no sea inoportuno ocuparme de un argumento contra esta parte de la Constitución, que se apoya en la política y en la práctica de la Gran Bretaña. Se dice que la permanencia de un ejército en ese país requiere la votación anual de la legislatura; en tanto que la Constitucion americana ha ampliado a dos años este peligroso período. En esta forma es como la comparación se expone generalmente al público. ¿Pero es una forma justa? ¿Es una comparación real? ¿La Constitución británica restringe a un año el arbitrio del parlamento? ¿Y la americana le impone al Congreso los créditos presupuestales por espacio de dos años? Al contrario, los mismos autores de este sofisma no pueden ignorar que la Constitución británica no fija límite alguno a la facultad discrecional de la legislatura y que la americana la sujeta a dos años, como plazo máximo admisible.

Si el argumento basado en el ejemplo británico se hubiera expuesto sinceramente, rezaría así: el plazo durante el cual pueden asignarse fondos para el ejército, aunque ilimitado en la Constitucion británica, ha sido no obstante reducido por la libre decisión del Parlamento a un solo año. Ahora bien, si en la Gran Bretaña, donde la Cámara de los Comunes se renueva cada siete años, donde una proporción tan grande de sus miembros es elegida por una porción tan reducida del pueblo; donde los electores se hallan tan corrompidos por los representantes y éstos a su vez por la Corona, el cuerpo representatIvo está facultado para autorizar los gastos militares por un plazo indeterminado y, sin embargo, no desea o bien no se atreve a extender ese plazo a más de un año, ¿no debería enrojecer de vergüenza la sospecha misma, cuando se pretende que los representantes de los Estados Unidos, elegidos libremente por todo el pueblo, cada dos años, no merecen la confianza de poder resolver dichos créditos, limitados además expresamente al breve período de dos años?

Una mala causa rara vez logra no delatarse. Los manejos de la oposición contra el gobierno federal constituyen un nuevo ejemplo de esta verdad. Pero entre todos los desatinos cometidos, ninguno resalta tanto como el intento de aprovechar la prudente desconfianza que abriga el pueblo hacia los ejércitos permanentes. La intentona ha despertado plenamente el interés público con relación a este importante asunto, y ha llevado a que se inicien investigaciones que necesariamente concluirán en la absoluta y unánime convicción de que no sólo la Constitución ha establecido la salvaguardia más eficaz contra los peligros de ese sector, sino que nada que no sea una Constitución plenamente adecuada a la defensa nacional y la conservación de la Unión, puede salvar a América de tener tantos ejércitos permanentes como Estados o distintas Confederaciones, en el caso de que se divida, así como del aumento progresivo de dichas organizaciones en cada entidad hasta que se conviertan en una carga para la propiedad y un presagio fatal para la libertad del pueblo, cuando en cambio, bajo un gobierno unido y eficaz estos establecimientos no serían gravosos para la primera ni una amenaza para la segunda.

La palpable necesidad del poder de organizar y sostener una flota ha protegido a esa parte de la Constitución contra un espíritu de censura que ha perdonado a muy pocas. Entre los mayores dones recibidos por América debe contarse en verdad el que así como la Unión será la única fuente de su fuerza marítima, así también habrá de ser el origen principal de su seguridad contra los peligros del exterior. En este aspecto nuestra situación ofrece otra semejanza con las ventajas insulares de la Gran Bretaña. Las fortificaciones más capaces de rechazar las intentonas extranjeras contra nuestra seguridad, son felizmente de tal naturaleza que un gobierno pérfido no podrá jamás desviarlas de su objeto para amenazar nuestras libertades.

Los habitantes de la frontera atlántica están profundamente interesados en esta cláusula sobre protección naval, y si hasta ahora han podido dormir tranquilos, si sus propiedades han permanecido incólumes frente al espíritu de rapiña de aventureros sin freno, si sus poblaciones marítimas no han tenido todavía que pagar rescate para librarse de los terrores de una conflagración, cediendo a las exacciones de audaces e imprevistos invasores, estas muestras de buena suerte no han de atribuirse a la capacidad del actual gobierno para proteger a aquellos sobre los que ejerce jurisdicción, sino a causas engañosas y transitorias. Con la posible excepción de Virginia y Maryland, cuyas fronteras orientales son particularmente vulnerables, ninguna parte de la Unión debería inquietarse con motivo de este asunto tanto como Nueva York. Su costa es muy dilatada. Uno de sus distritos más importantes es una isla. Un amplio no navegable penetra dentro del Estado mismo en una profundidad de más de cincuenta leguas. El gran emporio de su comercio, el gran depósito de sus riquezas, se encuentra continuamente a merced de los acontecimientos y casi puede considerarse como un rehén para arrancar ignominiosas complacencias con las imposiciones de un enemigo extranjero o inclusive con las rapaces exigencias de piratas y bárbaros. Si una guerra fuese el resultado de la precaria situación de los negocios de Europa y todas las irrefrenables pasiones que la acompañan se vertieran sobre el océano, será verdaderamente milagroso que escapemos a sus ataques y depredaciones, no sólo sobre ese elemento, sino en tierra, a lo largo de nuestra frontera marítima. Considerando las circunstancias actuales de América, los Estados expuestos de manera más inmediata a estas calamidades no pueden esperar nada de un fantasma de gobierno federal como el que ahora existe, y si sus recursos aislados les permitieran precaverse contra el peligro, el objeto que se intenta proteger se vería casi consumido por los medios de conseguir esa protección.

El poder de legislar sobre la milicia y de llamarla en caso necesario ha sido suficientemente explicado y vindicado con anterioridad.

Como el poder de allegarse dinero y de tomarlo prestado es el nervio de los poderes que han de ponerse en juego para la defensa nacional, es conveniente comprenderlo en la misma categoría. También este poder ha sido ya examinado con mucha atención, y espero que se haya demostrado claramente que es necesario en la forma y con la amplitud que le atribuye la Constitución. Solamente haré una reflexión suplementaria, dirigida a los que discuten que ese poder debería haber sido restringido a los impuestos externos, es decir, a los derechos sobre los artículos importados de otros países. No cabe duda que ésta será siempre una valiosa fuente de ingresos; que durante mucho tiempo será una de las principales y que actualmente es la esencial. Pero nos formaríamos una idea muy equivocada acerca de este asunto si no recordamos, al hacer nuestros cálculos, que el monto de los ingresos producidos por el comercio extranjero debe oscilar con las variaciones observadas en el importe total y en la clase de los objetos importados, y que estas variaciones no corresponden al progreso de la población, que debe servir de medida general de las necesidades públicas. Mientras la agricultura siga siendo el único campo de trabajo, la importación de objetos manufacturados aumentará en proporción a los consumidores. Tan pronto como los brazos que no requiera la agricultura empiecen a dedicarse a las manufacturas domésticas, las importadas disminuirán a medida que la población se eleva. En una etapa más lejana es posible que las importaciones consistan en gran parte en materias primas que se transformarán en artículos para la exportación, y que más bien requerirán el estímulo de una subvención que ser gravadas con derechos que las desalentarían. Un sistema de gobierno que se tiene la intención de que perdure, debe tomar en consideración estos cambios y ser capaz de acomodarse a ellos.

Algunos que no han negado la necesidad del poder impositivo, han fundado un violento ataque a la Constitución en el lenguaje que usa para definirlo. Se ha sostenido con cierto eco que el poder de decretar y recaudar impuestos, derechos, consumos, etc., de pagar las deudas y de proveer a la defensa común y al bienestar general de los Estados Unidos, equivale a un mandato ilimitado para ejercitar todos los poderes que se alegue que son necesarios para la defensa o el bienestar general. No es posible proporcionar una prueba mejor de la desesperación con que estos escritores buscan sus objeciones, que el hecho de que hayan descendido a una interpretación tan equivocada.

Si la Constitución no contuviese otra definición o enumeración de los poderes del Congreso que las expresiones generales que acabamos de citar, los autores de la objeción podrían haber tenido un pretexto en que apoyarse; aunque habría sido difícil encontrar la razón de que se describiera de modo tan torpe una potestad para legislar en todos los casos posibles. El poder de destruir la libertad de imprenta o el juicio por jurados, o aun el de legislar sobre el orden de sucesión o los modos de transmitir el dominio, con seguridad que se expresan en forma muy singular mediante las palabras decretar y recaudar impuestos para el bienestar general.

¿Pero qué excusa puede tener una objeción de esta índole, cuando sigue a continuación una especificación de los objetos a que hacen alusión estos términos generales, de los que sólo se halla separada por un punto y coma? Si las diferentes partes de un mismo instrumento han de explicarse de modo que se dé a cada parte el significado de que sea susceptible, ¿ha de excluirse una parte de la misma frase de toda participación en el sentido de aquélla? ¿Y han de retenerse con toda amplitud las palabras más dudosas e indefinidas y negarse toda significación a las que son claras y precisas? ¿Con qué propósito pudo haberse insertado la enumeración de las facultades en particular, si todas sin distinción habían de quedar incluidas en el poder general que las precede? Nada más natural y acostumbrado que emplear una frase general primero, y luego explicarla y precisarla mediante una relación de casos particulares. Pero la idea de una enumeración que ni explica ni precisa el significado general y que no puede producir otro efecto que confundir y extraviar, es un absurdo, y como nos vemos en el dilema de achacado a los autores de la objeción o a los autores de la Constitución, nos tomaremos la libertad de suponer que no proviene de los últimos.

Esta objeción es tanto más extraordinaria cuanto que resulta que el lenguaje que usó la convención es una copia de los Artículos de confederación. Los fines de la Unión entre los Estados, tal como los describe el artículo tercero, son su defensa común, la seguridad de sus libertades y su mutuo y general bienestar. Los términos del artículo octavo coinciden todavía más: Todos los gastos que origine la guerra, así como los demás que sean necesarios para la defensa común o el bienestar general, autorizados por los Estados Unidos en el Congreso, se harán a expensas de un tesoro común, etc. En el artículo nueve se emplea otra vez un lenguaje parecido. Interpretad cualquiera de estos artículos conforme a las reglas que justificarían la interpretación que se da a la nueva Constitución y resultará que invisten al Congreso actual con poder para legislar en todos los casos absolutamente. ¿Pero qué se habría pensado de esa asamblea si, fijándose en esas expresiones generales y haciendo a un lado las específicas que fijan y limitan su alcance, hubiese ejercido poderes ilimitados al proveer a la defensa común y al bienestar general? Apelo a los impugnadores mismos, y les pregunto si en ese caso habrían empleado para justificar al Congreso el mismo razonamiento que ahora utilizan en contra de la convención. ¡Qué difícil es que el error escape de condenarse por sí mismo!

PUBLIO

(Es a Santiago Madison a quien se considera autor de este escrito)

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