Índice de El federalista de Alexander Hamilton, Santiago Madison y John JayEscrito cuarenta y unoEscrito cuarenta y tresBiblioteca Virtual Antorcha

EL FEDERALISTA

Número 42



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La segunda clase de poderes encomendados al gobierno general incluye los de regular el intercambio con las naciones extranjeras, a saber: celebrar tratados; enviar y recibir embajadores, otros ministros públicos y cónsules; definir y castigar los actos de piratería y otros delitos cometidos en alta mar y las infracciones al derecho internacional; arreglar el comercio extranjero, en lo que va incluida la facultad de prohibir la importación de esclavos, después del año 1808, así como de imponer un derecho de diez dólares por cabeza entretanto, como medio de restar interés a ese género de importaciones.

Esta categoría de poderes constituyen un sector obvio y esencial de la administración federal. Si en cualquier aspecto hemos de constituir una sola nación, claramente debe ser frente a las demás naciones.

Los poderes de celebrar tratados y de enviar y recibir embajadores, se justifican por sí solos. Ambos se hallan comprendidos en los Artículos de confederación, con una sola diferencia: que el primero se ve libre en el plan de la convención de una excepción por la cual los tratados pueden ser frustrados sustancialmente como consecuencia de las leyes de los Estados, y que el poder de nombrar y recibir otros ministros públicos y cónsules, está expresa y muy oportunamente añadido a la cláusula anterior relativa a los embajadores. La palabra embajador, entendida estrictamente, como parece exigirlo el segundo de los Artículos de confederación, comprende únicamente al más alto grado de los ministros públicos y excluye el que es más probable que prefieran los Estados Unidos dqnde sean necesarias misiones extranjeras. Y ni conforme a la interpretación más amplia, puede este término incluir a los cónsules. A pesar de lo cual se ha estimado conveniente recurrir al mismo tiempo a las categorías inferiores de ministros públicos y al envío y recepción de cónsules, lo cual ha hecho el Congreso en la práctica.

Es cierto que donde los tratados de comercio estipulan el mutuo nombramiento de cónsules cuyas funciones se relacionan con el comercio, la admisión de los cónsules extranjeros puede quedar comprendida dentro de la facultad de firmar tratados comerciales; y que donde no existen esos tratados, el hecho de comisionar cónsules americanos en los países extranjeros puede quizás quedar amparado por el derecho concedido por el articulo noveno de la Confederación, de nombrar todos los funcionarios civiles que sean necesarios para administrar los asuntos generales de los Estados Unidos. Pero la admisión de cónsules en los Estados Unidos, cuando ningún tratado previo la estipula, parece no estar autorizada en ninguna parte. La enmienda de esta omisión es uno de los casos menos importantes en que la convención ha mejorado su modelo. Sin embargo, las disposiciones más nimias se vuelven importantes cuando tienden a evitar la necesidad o el pretexto para las usurpaciones graduales e inadvertidas del poder. Una lista de los casos en que el Congreso ha sido inducido o forzado por los defectos de la Confederación a violar sus facultades legales, sorprendería no poco a los que no han cuidado de este asunto, y constituiría un argumento de peso a favor de la nueva Constitución, que parece haber reparado con la misma asiduidad así los defectos más obvios y salientes como los menos importantes de la Constitución antigua.

El poder de definir y castigar los actos de piratería y los delitos que se cometan en alta mar, así como las violaciones al derecho internacional, pertenece con igual propiedad al gobierno general y representa un perfeccionamiento de más importancia en comparación con los Artículos de confederación. Estos artículos no prevén el caso de las infracciones al derecho internacional; y, por lo tanto, hacen posible que cualquier miembro imprudente complique a la Confederación en dificultades con las naciones extranjeras. El precepto de los artículos federales respecto a la piratería y los delitos en alta mar no va más allá de establecer tribunales que juzguen sobre estas faltas. La definición de los casos de piratería podría tal vez dejarse al derecho internacional sin mayor inconveniente; aunque una definición suele encontrarse en casi todos los códigos de los diversos países. La definición de los delitos que pueden cometerse en alta mar es evidentemente indispensable. Delito es un término de amplia significación, inclusive en el Common Law inglés, y que posee distintos sentidos en las leyes escritas de ese reino. Pero ni el Common Law ni el derecho escrito de ese país, ni de ningún otro, deben servir de modelo para lo que se haga en éste, a no ser que previamente los hagamos nuestros mediante su adopción por la legislatura. El significado del vocablo, tal como está definido en los codigos de los diferentes Estados, resultaría tan poco práctico como la solución anterior, que considero indecorosa e ilegal. No coincide en ninguno y varía cada vez que se revisan las leyes penales. En interés de la certidumbre y la uniformidad, el poder de definir los delitos era necesario y oportuno desde todos los puntos de vista en este caso.

Como la reglamentación del comercio extranjero se ha incluido ya en anteriores exámenes del mismo asunto, no necesito exponer más pruebas de lo debido que resulta someterla a la administración federal.

Sin duda sería de desearse que la facultad de prohibir la importación de esclavos no se hubiese aplazado hasta el año 1808 o, mejor dicho, que se hubiera aceptado que surtiera efectos inmediatamente. Pero no es difícil dar razón tanto de esta restricción impuesta al gobierno general cuanto de la forma en que está concebida toda la cláusula. Debería considerarse como una gran victoria en favor de la humanidad el que en un período de veinte años sea posible terminar para siempre con un tráfico cuya barbarie ha sido tanto tiempo y tan fuertemente echada en cara a la política moderna; el que durante ese período será desalentado poderosamente por el gobierno federal y el que puede ser abolido totalmente al convenir, los pocos Estados en que continúa este tráfico antinatural, en el ejemplo que les ha dado la mayoría de los miembros de la Unión al prohibirlo. ¡Qué dichosos serían los desgraciados africanos si tuvieran la misma perspectiva de escapar a la opresión de sus hermanos de Europa!

Se ha intentado tergiversar esta cláusula a fin de usarla como objeción contra la Constitución, presentándola, por una parte, como la tolerancia criminal de una práctica ilícita y, por otra, como pensada para impedir las benéficas emigraciones de Europa a América. Menciono estas torcidas interpretaciones, no para darles una contestación, pues no la merecen, sino como ejemplos del espíritu y la forma en que algunos han estimado apropiado proceder en su oposición contra el gobierno propuesto.

Los poderes incluidos en la tercera clase son aquellos que persiguen que reine armonía y existan las relaciones debidas entre los Estados.

Aquí pueden incluirse las restricciones especiales que se imponen a la autoridad de los Estados y ciertos poderes del departamento judicial; pero las primeras las reservamos para otra categoría y las segundas las examinaremos en detalle cuando lleguemos a la estructura y organización del gobierno. Me limitaré ahora a una rápida ojeada de los restantes poderes comprendidos en esta tercera descripción, o sean: el de regular el comercio entre los distintos Estados y las tribus indias; el de acuñar moneda y fijar su valor, así como el de la moneda extranjera; castigar a los que falsifican la moneda corriente y los valores emitidos por los Estados Unidos; establecer patrones en materia de pesas y medidas; expedir una ley uniforme de naturalización y leyes uniformes sobre quiebras; determinar el modo como se probarán los actos públicos y los procedimientos judiciales de cada Estado y el efecto que tendrán en los demás; y finalmente establecer oficinas de correos y caminos de posta.

La falta de autorización para regular el comercio entre los miembros de la Confederación existente es uno de los defectos claramente señalados por la experiencia. A la observación y pruebas que los artículos anteriores han dedicado al asunto, puede añadirse que sin esta cláusula adicional el importante y esencial poder de regular el comercio extranjero sería incompleto e ineficaz. Uno de los fines principales de este poder es librar a los Estados que importan y exportan a través de otros, de las indebidas contribuciones que les imponen los segundos. De hallarse éstos en libertad para regular el comercio interior, es de esperarse que encontrarían la manera de gravar los artículos de importación y exportación, a su paso por sus jurisdicciones, con derechos que recaerían sobre los fabricantes de los últimos y los consumidores de los primeros. La experiencia pasada nos acredita que esa práctica sería introducida mediante nuevas estratagemas, y tanto dicha experiencia como el conocimiento de los negocios humanos nos enseñan que engendrarán animosidades incesantes que a menudo concluirán en serios disturbios de la tranquilidad pública. A los que no consideren la cuestión a través de sus pasiones o de sus intereses, el afán de los Estados comerciales de recaudar en cualquier forma ingresos indirectos procedentes de sus vecinos no comerciales, debe parecerles tan impolítico como injusto; pues estimularía a la parte perjudicada, por resentimiento tanto como por interés, a recurrir para su comercio extranjero a otros cauces menos convenientes. Pero la templada voz de la razón, que patrocina la causa de un interés permanente y de carácter más amplio, suele verse sofocada con demasiada frecuencia, ante las entidades públicas y ante los individuos, por !os clamores de una codicia impaciente, ávida de ganancias inmediatas e inmoderadas.

La necesidad de una autoridad que superentienda en el comercio recíproco de los Estados confederados ha sido demostrada por otros ejemplos además del nuestro. En Suiza, donde la Unión es tan débil, cada cantón está obligado a permitir que las mercancías pasen por su territorio al de otros cantones, sin pagar aumento de portazgos. En Alemania, una ley del imperio dispone que los príncipes y los Estados no pueden cobrar portazgos ni derechos de aduana en los puentes, ríos o pasajes, sin el consentimiento del emperador y de la dieta, aunque de la cita que hicimos en otro artículo aparece que la práctica, como ocurre a menudo en esta Confederación tanto en el presente caso como en otros, no se apega a la ley y ha producido los males que hemos previsto aquí. Entre las restricciones impuestas por la Unión de los Países Bajos a sus miembros, existe una en el sentido de que no podrán imponer derechos perjudiciales para sus vecinos sin el permiso de la autoridad general.

La regulación del comercio con las tribus indias ha sido prudentemente desembarazada de dos limitaciones que contienen los Artículos de confederación y que hacían oscura y contradictoria la disposición relativa. La facultad de regular se restringía a los indios que no fueran miembros de ningún Estado y no habla de violar o infringir el derecho legislativo de ningún miembro dentro de sus propios límites. Qué clase de indios han de considerarse miembros de un Estado, es una cuestión no decidida aún, que con frecuencia ha ocasionado dudas y debates en las asambleas federales. Y de qué manera pueda el comercio con los indios ser regulado por una autoridad externa, aunque no sean miembros de un Estado, pero sí residentes dentro de su jurisdicción legislativa, sin invadir los derechos internos de la legislación, es absolutamente incomprensible. No es éste el único caso en que los Artículos de confederación han pretendido irreflexivamente realizar lo imposible: conciliar la soberanía parcial de la Unión con la completa soberanía de los Estados; subvertir un axioma matemático, retirando una parte y dejando que, sin embargo, subsista el todo.

Sobre el poder de acuñar moneda, fijar el valor de la misma y de la extranjera, sólo hay que observar que, al prever este último caso, la Constitución ha suplido una omisión grave de los Artículos de confederación. La autoridad del Congreso existente se halla limitada a legislar sobre la moneda acuñada por su orden o por la de los respectivos Estados. Se echa de ver en seguida que la uniformidad que se busca en el valor de la moneda en curso puede desaparecer si la extranjera se sujeta a las diferentes reglas de los diferentes Estados.

El poder de castigar la falsificación de los valores públicos, así como de la moneda legal, se atribuye naturalmente a la autoridad que debe proteger el valor de ambos.

La regulación de los pesos y medidas se ha tomado de los Artículos de confederación y se funda en consideraciones semejantes a las hechas con relación a la facultad anterior de legislar en materia de moneda.

La diversidad en las normas sobre naturalización ha sido considerada desde hace tiempo como un defecto de nuestro sistema, que daba pábulo a delicadas e intrincadas cuestiones. En el artículo cuarto de la Confederación se declara que los habitantes libres de cualquiera de los Estados, exceptuando a los indigentes, vagabundos y prófugos de la justicia, podrán gozar de todos los privilegios e inmunidades de los ciudadanos libres en los diversos Estados; y el pueblo de cada Estado, disfrutará en todos los restantes de todos los privilegios del tráfico y el comercio, etc. Existe aquí una confusión de lenguaje digna de subrayarse. Por qué se usan los términos habitantes libres en una parte, ciudadanos libres en otra, y pueblo en la última; o qué intención se tuvo al sobreañadir a todos los privilegios e inmunidades de los ciudadanos libres, todos los privilegios del tráfico y el comercio, es cosa que no puede determinarse facilmente. Sin embargo, parece que no se puede dejar de interpretar que todos los comprendidos en la denominación de habitantes libres de un Estado, aunque no sean ciudadanos de él, tienen derecho en los demás Estados a todos los privilegios que gozan los ciudadanos libres de los últimos; esto es, a mayores privilegios de los que pudIeran corresponderles en su propio Estado; así que un Estado tiene la facultad o, mejor dicho, todos los Estados están en la obligación, no sólo de conferir derechos de ciudadanía en otros Estados a todo aquél a quien concedan estos derechos dentro de su territorio, sino a quienquiera que permitan que habite dentro de su jurisdicción. Aun cuando se admitiera que el término habitantes debe entenderse en el sentido de limitar sólo a los ciudadanos los privilegios que se especifican, la dificultad sería menor, pero no desaparecería. Cada Estado conservaría aún la posibilidad muy indebida de convertir a los extranjeros en naturales en todos los Estados restantes. En un Estado basta un breve período de residencia para adquirir todos los derechos de ciudadanía; en otro se requieren condiciones más severas. Por lo tanto, un extranjero incapacitado legalmente para ciertos derechos en un Estado, puede eludir esta incapacidad con sólo haber residido en el primer Estado; y de esta suerte la ley de un Estado resultará superior sin la menor razón a la de otro, dentro de la jurisdicción de éste. Debemos a una mera casualidad el no haber tenido hasta ahora dificultades graves con motivo de este asunto. Por virtud de las leyes de varios Estados, ciertos extranjeros que se habían convertido en un peligro fueron objeto de medidas prohibitivas que pugnan no sólo con los derechos de ciudadanía sino con el privilegio de residencia. ¿Cuál hubiera sido la consecuencia si esas personas hubiesen adquirido el carácter de ciudadanos conforme a las leyes de otro Estado, mediante la residencia o de otro modo, y luego hubieran hecho valer ambos derechos, el de ciudadanía y el de residencia, en el Estado que los proscribía? Cualesquiera que hubieran sido las consecuencias legales, probablemente otras consecuencias habrían resultado de esta situación y de índole demasiado seria para no tratar de precaverse de ellas. Por consiguiente, la nueva Constitución ha prevenido este riesgo con toda justificación, en unión de los demás que se relacionan con la deficiencia de la Confederación en este punto, autorizando al gobierno general para establecer una regla uniforme de naturalización que rija en todos los Estados Unidos.

El poder de dictar leyes uniformes en materia de quiebras se halla tan íntimamente relacionado con la regulación del comercio y evitará tantos fraudes cuando las partes o sus bienes se encuentren en diferentes Estados o se trasladen de unos a otros, que no parece probable que se ponga en duda su conveniencia.

El poder de prescribir por medio de leyes generales la manera de probar los actos públicos, registros y procedimientos judiciales de cada Estado y el efecto que producirán en otros Estados, constituye un progreso evidente y apreciable, en comparación con la cláusula concerniente de los Artículos de confederación. El significado de esta última es extraordinariamente impreciso, y cualquiera que sea la interpretación que se le dé, no puede tener sino escasa importancia. La facultad que se contiene en esta disposición puede constituir una ayuda muy útil para la justicia y resultar especialmente beneficiosa en las fronteras de Estados contiguos, donde los bienes sujetos a la acción de la justicia es posible que sean trasladados repentina y secretamente, en cualquier estado del juicio, a una jurisdicción extranjera.

El poder de establecer caminos de posta no puede ser sino un poder inocuo, cualquiera que sea la forma en que se considere, que quizás discretamente manejado produciría grandes beneficios públicos. Nada de lo que tienda a facilitar el intercambio entre los Estados debe estimarse indigno de la solicitud oficial.

PUBLIO

(Es a Santiago Madison a quien se otorga la autoría de este escrito)

Índice de El federalista de Alexander Hamilton, Santiago Madison y John JayEscrito cuarenta y unoEscrito cuarenta y tresBiblioteca Virtual Antorcha