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EL FEDERALISTA

Número 4



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Mi último artículo señaló varias razones por las cuales la seguridad del pueblo estaría mejor resguardada por la Unión, contra el peligro a que pueden exponerlo las causas justas de guerra dadas a otras naciones. Esas razones demuestran que las causas a que me refiero, no sólo se darían con menos frecuencia, sino que podrían ser objeto de un arreglo con mayor facilidad por parte de un gobierno nacional que por los gobiernos de los Estados o por las pequeñas confederaciones que se proponen.

Pero la seguridad del pueblo americano frente a la amenaza de la fuerza extranjera no depende sólo de que evite ofrecer causas justas de guerra con otras naciones, sino también de que sepa colocarse y mantenerse en una situación tal que no invite a la hostilidad y el insulto; pues no es necesario hacer notar que para la guerra existen tanto causas simuladas como causas justas.

Demasiado cierto es, por deshonroso que ello resulte para la naturaleza humana, que por regla general las naciones emprenden la guerra siempre que esperan algún provecho de ella. Más todavía, los monarcas absolutos participan en guerras de que sus naciones nada han de obtener, con miras y propósitos puramente personales, como el anhelo de gloria militar, la venganza de afrentas personales, la ambición, o pactos privados encaminados a engrandecer o apoyar a sus familias o partidarios. Estos y otros muchos motivos que sólo interesan al soberano, suelen conducirlos a sostener guerras que no santifican la justicia, ni la opinión o los intereses del pueblo. Pero fuera de estas causas de guerra que prevalecen en las monarquías absolutas y que indudablemente merecen nuestra atención, hay otras que atañen a las naciones con la misma frecuencia que a los reyes. Si las examinamos, hallaremos que nuestra situación y nuestras circunstancias pueden hacer surgir varias de ellas.

Somos rivales de Francia e Inglaterra en el comercio pesquero y podemos proveer sus mercados a menos costo de lo que pueden hacerlo, pese a sus esfuerzos para evitarlo mediante subsidios o estableciendo impuestos sobre el pescado extranjero.

Nuestra navegación y nuestra industria de transportes rivaliza también con los suyos y los de casi todas las otras naciones europeas. Nos engañaríamos si pensaramos que les regocija este florecimiento, y como nuestros transportes no pueden aumentar sin disminuir los suyos en cierto grado, su interes y su política los llevarán a restringirlos en vez de fomentarlos.

En el trato comercial con China y la India, molestamos a más de una nación, tanto más cuanto que nos permite compartir ventajas que ellas en cierto modo habían monopolizado y abastecernos de mercancías que antes solíamos comprarles.

El aumento de nuestro comercio, haciendo uso de nuestros propios buques, no puede satisfacer a ninguna nación que posea territorios en este continente o cerca de él, porque la baratura o excelente calidad de nuestra producción, sumadas a la circunstancia de cercanía y al arrojo y la destreza de nuestros comerciantes y navegantes, nos hará participar de las ventajas que disfrutan esos territorios en mayor grado de lo que sería compatible con los deseos o la política de sus respectivos soberanos.

Por un lado, España juzga conveniente cerrarnos el Misisipí y por otro Inglaterra nos excluye del San Lorenzo, y tampoco consienten que las demás corrientes que nos dividen se utilicen para intensificar el tráfico e intercambio mutuos.

De estas y otras consideraciones, que ampliaríamos y detallaríamos si esto fuera compatible con la prudencia, se deduce que la envidia y el malestar pueden infiltrarse gradualmente en el espíritu y los ministerios de otras naciones, y que no debemos esperar, por tanto, que vean con indiferencia y tranquilidad el progreso de nuestra unión y de nuestro poder e importancia en mar y tierra.

El pueblo de América sabe que estas circunstancias y otras no tan evidentes en la actualidad, pueden ofrecer móviles para la guerra y que cuando estos móviles hallen oportunidad de manifestarse, no faltarán pretextos para darles apariencia y justificarlos. Por eso opina con gran prudencia que la unión y un buen gobierno nacional son necesarios para lograr y mantener una situación que en vez de invitar a la guerra, tienda a reprimirla y a disuadir de ella. Esa situación consiste en el mejor estado de defensa posible y depende forzosamente del gobierno, de las armas y de los recursos del país.

Como la seguridad del todo es en interés de todos y no puede conseguirse sin gobierno, sea uno o más o muchos, procedamos a indagar si un solo buen gobierno será más competente para cumplir este fin que varios, cualquiera que sea el número de estos.

Un solo gobierno puede reunir y utilizar el talento y la experiencia de los hombres más capaces, cualquiera que sea el lugar de la Unión en que se encuentren. Puede guiarse por un principio político uniforme. Puede armonizar, asimilar y proteger las distintas partes y sus miembros, extendiendo a cada uno los beneficios de su previsión y precauciones. Al concertar tratados, atenderá a los intereses del conjunto, sin descuidar los especiales de cada parte en cuanto se relacionen con los comunes. Puede destinar los recursos y el poder del todo para defender a cualquiera de las partes, y lograr esto en forma más fácil y expedita de lo que podrían hacerlo los gobiernos de los Estados o confederaciones separadas, por falta de acción concertada y unidad de sistema. Puede sujetar el ejército a una sola disciplina y consolidarlo en un solo cuerpo, por así decirlo, al subordinar sus oficiales exclusivamente al Primer Magistrado, haciéndolo así más poderoso que si está dividido en trece o bien en tres o cuatro organizaciones distintas.

¿Qué sería de la milicia británica, si la milicia inglesa obedeciera al gobierno de Inglaterra, la escocesa al gobierno de Escocia y la galesa al gobierno de Gales? Imaginad una invasión: ¿podrían esos tres gobiernos (si es que llegaban a ponerse de acuerdo) operar contra el enemigo con sus respectivas fuerzas tan eficazmente como el gobierno único de la Gran Bretaña?

Mucho se ha hablado de la flota británica, pero, si somos prudentes, llegará un día en que la flota americana llame también la atencion. Y, sin embargo, si un gobierno nacional no hubiera reglamentado la navegación británica, convirtiéndola en un vivero de marinos -si un gobierno nacional no hubiese reunido todos los medios y el material de que disponía el país para construir flotas-, sus proezas y su poder nunca habrían sido objeto de admiración. Pero dejadle a Inglaterra su navegación y su flota, dejadle a Escocia, Gales e Irlanda las suyas, dejad a esas cuatro partes que integran el Imperio Británico bajo cuatro gobiernos independientes y veréis qué pronto merma el poder de las cuatro, reduciéndose a una relativa insigñificancia.

Aplicad estos hechos a nuestro propio caso. Dividid a América en trece, o, si preferís, en tres o cuatro gobiernos independientes: ¿qué ejércitos podrían reunir y expensar, qué flotas conseguirían tener? Si uno de ellos fuere atacado, ¿volarían los otros en su auxilio y gastarían sangre y dinero en su defensa? ¿No habría el peligro de que las promesas engañosas de la neutralidad los hiciesen abrigar la ilusión de conservarla, o de que corrompidos por un amor exagerado a la paz, se negasen a comprometer su tranquilidad y seguridad por ayudar a sus vecinos, a los que tal vez envidiaban y cuyo poder deseaban ver disminuido? Aunque tal conducta no sería prudente, sería por lo menos natural. La historia de los Estados griegos y de otros países abunda en ejemplos análogos, y no es inverosímil que lo que aconteció tan a menudo, ocurriera de nuevo si se presentan circunstancias similares.

Pero admitamos que estén dispuestos a ayudar al Estado o confederación invadidos. ¿Cómo, cuándo y en qué proporción, suministrarán hombres y dinero? ¿Quién mandará los ejércitos aliados, y de cuál de los Estados recibirá las órdenes a su vez? ¿Quién fijará las condiciones de paz y, en caso de discusión, qué árbitro decidirá y los obligará a acatar lo resuelto? Semejante situación traería consigo múltiples dificultades o inconvenientes; en cambio, un solo gobierno, que vigilara los intereses generales y comunes, que combinara y dirigiera las fuerzas y los recursos del todo, estaría libre de todos estos obstáculos y contribuiría incomparablemente más a la seguridad del pueblo.

Pero sea cual fuere nuestra situación, firmemente unidos bajo un solo gobierno o separados en cierto número de confederaciones, es indudable que las naciones extranjeras la verán en su desnudez y se portarán con nosotros conforme a ella. Si ven que nuestro gobierno nacional es eficiente y bien administrado, que nuestro comercio está reglamentado con prudencia, nuestro ejército bien organizado y disciplinado, nuestros recursos y hacienda discretamente dirigidos, nuestro crédito restablecido, nuestro pueblo libre, satisfecho y unido, se sentirán más dispuestos a cultivar nuestra amistad que a provocar nuestro resentimiento. Si en cambio nos encuentran desprovistos de un gobierno efectivo (cada Estado obrando bien o mal a capricho de sus dirigentes), o divididos en tres o cuatro Repúblicas o confederaciones independientes y quizá en desacuerdo, una inclinándose hacia la Gran Bretaña, otra hacia Francia, la tercera a España, y quizá excitadas unas contra otras por las tres naciones, ¡qué pobre y lamentable aspecto ofrecerá América a sus ojos! Qué expuesta estaría no sólo a su desprecio, sino a su ultraje; y qué pronto aprendería, a costa de una cara experiencia, que cuando una familia o un pueblo se dividen, lo hacen en contra de sí mismos.

PUBLIO

(Se considera a John Jay como el autor de este escrito)

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