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EL FEDERALISTA

Número 3



Al pueblo del Estado de Nueva York:

No es nuevo observar que el pueblo de cualquier país (si, como el americano, es inteligente y está bien informado), rara vez adopta una opinión errónea respecto a sus intereses y persevera en ella sin abandonarla. Esta consideracion tiende naturalmente a crear un gran respeto hacia la alta opinión que el pueblo americano ha mantenido por tanto tiempo y sin variación sobre la importancia de conservarse firmemente unido bajo un gobierno federal, dotado de poderes suficientes para todos los fines generales y nacionales.

Con cuanta más atención considero e investigo las razones que parecen haber dado pábulo a esta opinión, más me convenzo de que son lógicas y concluyentes.

Entre los muchos objetos en que un pueblo ilustrado y libre encuentra necesario fijar su atención, parece que debe ocupar el primer lugar el de proveer a la propia seguridad. Esta seguridad del pueblo se relaciona indudablemente con una porción de circunstancias y consideraciones y, por lo tanto, ofrece amplio campo a quienes desean definirla de un modo preciso y comprensivo.

Ahora sólo pretendo considerarla en lo que se relaciona con la conservación de la tranquilidad y de la paz y en conexión con los peligros provenientes de las armas e influencia extranjeras, así como de las amenazas de igual género que surjan de causas domésticas. Como el primero de estos peligros es el primero en orden, lo debido es discutirlo por delante. Procedamos, pues, a examinar si el pueblo no tiene razón al opinar que una Unión cordial, bajo un gobierno nacional eficaz, proporciona la mejor protección contra las hostilidades que puedan venirle de fuera.

La cantidad de guerras que ha habido o que habrá en el mundo, resultará siempre que guarda proporción con el número y la importancia de las causas, sean reales o pretendidas, que las provocan o incitan. Si esta observación es exacta, convendrá preguntamos si la América Unida ofrecerá tantas causas justas de guerra como la América desunida; porque si resulta que la América Unida probablemente dará menos motivos de guerra, entonces debe deducirse que bajo este aspecto la Unión es el mejor medio de conservar al pueblo en paz con otras naciones.

Las causas justas de la guerra derivan casi siempre de las violaciones de los tratados o de la violencia directa. Hasta ahora América ha firmado tratados con no menos de seis naciones extranjeras, todas marítimas excepto Prusia y, por lo tanto, capaces de molestarnos y perjudicarnos. También tiene un vasto comercio con Portugal, España e Inglaterra, y respecto a estas últimas debe atender además al problema de la vecindad.

Es muy importante para la paz de América el que observe el derecho internacional frente a todas estas potencias. Me parece evidente que hará esto con más perfección y mayor puntualidad un solo gobierno nacional que trece Estados separados o tres o cuatro confederaciones distintas.

Porque una vez establecido el gobierno nacional, los mejores hombres del país no sólo consentirán en servirlo, sino que lo usual será que sean nombrados para manejarlo, pues si bien la ciudad o el campo u otras influencias locales pueden colocar a sus hombres en las cámaras bajas de los Estados, en los senados o los tribunales y en los departamentos del poder ejecutivo, bajo el gobierno nacional será necesaria una reputación más general, bastante más amplia, de talento y de las demás cualidades requeridas, para acreditar que un hombre es capaz de ocupar los cargos del gobierno nacional -sobre todo en vista de que no faltará a éste donde escoger y de que nunca sentirá esa escasez de personas adecuadas, que no es rara en algunos Estados. De ahí resultará mayor prudencia, orden y buen juicio en la administración, las determinaciones de carácter político y las decisiones judiciales del gobierno nacional, que en las de los Estados individuales, y constantemente aquéllas serán más satisfactorias para las demás naciones y más seguras por lo que a nosotros respecta.

Porque bajo el gobierno nacional, los tratados y los artículos que integran éstos, así como el derecho internacional, se interpretarán siempre en el mismo sentido y se cumplirán de la misma manera, en tanto que los fallos sobre los mismos puntos y cuestiones en trece Estados o en tres o cuatro confederaciones, no siempre serán iguales ni coincidirán, como consecuencia tanto de la existencia de distintos jueces y tribunales, nombrados por diferentes gobiernos, independientes entre sí, como de la diversidad de las leyes locales y de los diferentes intereses que puedan tener efecto e influencia sobre ellos. La prudencia de la Convención, al someter esas cuestiones a la jurisdicción y a la decisión de tribunales designados por el gobierno nacional y sólo responsables ante él, no puede ser bastante elogiada.

Porque la expectativa de una pérdida o una ganancia inmediata puede tentar a menudo al partido que gobierne en uno o más Estados, incitandolo a apartarse de la buena fe y la justicia; pero dado que esas tentaciones no alcanzan a los demás Estados y que, por vía de consecuencia, tienen poca o ninguna influencia sobre el gobierno nacional, resultarán estériles y la buena fe. y la justicia quedarán a salvo. El caso del tratado de paz con la Gran Bretaña habla a favor de este razonamiento.

Porque aunque el partido dominante en un Estado estuviese dispuesto a resistir semejantes tentaciones, como éstas pueden y de hecho suelen provenir de ciertas circunstancias peculiares a ese Estado y es posible que alcancen con sus efectos a un gran número de los habitantes, dicho partido que gobierne tal vez no pueda, en el supuesto de que quiera, evitar la injusticia que se trama o castigar a los agresores. El gobierno nacional, por el contrario, ajeno como es a esas circunstancias locales, ni se verá inducido a cometer el desaguisado, ni carecerá de poder o de voluntad para evitar que otros lo cometan o para castigarlos.

Por consiguiente, hasta donde las violaciones deliberadas o accidentales de los tratados y del derecho de las naciones engendran las causas justas de las guerras, son menos de temer bajo un gobierno general que bajo varios menos fuertes y, en este aspecto, el primero favorece más la seguridad del pueblo.

En cuanto a las justas causas de guerra que proceden de la violencia directa e ilegal, está claro que un buen gobierno nacional ofrece una seguridad mucho mayor contra los peligros de ese género que la que se podría obtener en cualquiera otra forma.

Porque los intereses y las pasiones de una parte suelen producir esas violencias más a menudo que cuando provienen del todo, o los de uno o dos Estados más fácilmente que los de la Unión. Ni una sola guerra con los indios ha sido ocasionada por agresiones del actual gobierno federal, pese a sus debilidades; en cambio la conducta indebida de ciertos Estados ha provocado hostilidades con los indios en varias ocasiones, dando lugar, ya que los gobiernos no podían o querían castigar las ofensas, a la matanza de muchos habitantes inocentes.

La vecindad de los territorios españoles y británicos que lindan con ciertos Estados limita los motivos de disputa, de modo inmediato y como es natural, a las entidades fronterizas. Los Estados colindantes son acaso los más expuestos, bajo el impulso de una irritación repentina y un vivo sentimiento de lo que parece convenirles o agraviarlos, a encender por la violencia directa una guerra con esas naciones. Y nadie puede evitar este peligro tan eficazmente como el gobierno nacional, cuya discreción y prudencia no han de verse disminuidas por las pasiones que mueven a las partes inmediatamente interesadas.

El gobierno nacional no sólo ofrecerá menos causas justas de guerra, sino que tendrá mayores facilidades para arreglar conflictos y para resolverlos amistosamente. Como será mas frío y moderado, estará más capacitado que el Estado en falta para obrar sensatamente. El orgullo de los Estados, como el de los hombres, los predispone naturalmente a justificar todos sus actos, impidiendo así que reconozcan, corrijan o reparen sus ofensas y errores. En semejantes casos, ese orgullo no influirá sobre el gobierno nacional, el que podrá proceder con moderación y buena fe a examinar y decidir los medios más eficaces para librarse de las dificultades que lo amenacen.

Por otra parte, es bien sabido que las admisiones, explicaciones y compensaciones ofrecidas por una nación unida y poderosa, suelen aceptarse como satisfactorias, siendo así que se rechazarían como insuficientes si vienen de un Estado o confederación carentes de una situación importante o de poder.

En el año de 1685, el Estado de Génova ofendió a Luis XIV e intentó aplacarlo. El monarca exigió que el Dux, o primer magistrado, acompañado por cuatro senadores, fuera a Francia a pedirle perdón y a recibir sus condiciones, y no tuvieron más remedio que someterse para mantener la paz. ¿Habría el rey exigido semejante humillación a España, Inglaterra o a cualquier otra nación igualmente poderosa u obtenídola de ellas?

PUBLIO

(Se considera a John Jay el autor de este escrito)

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