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EL FEDERALISTA

Número 33



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El resto de la argumentación contra las disposiciones de la Constitución en materia de impuestos, descansa sobre la cláusula siguiente. La última cláusula de la octava sección del primer artículo del plan sujeto a deliberación, autoriza a la legislatura nacional para expedir todas las leyes que sean necesarias y convenientes para ejercer los poderes que esa institución confiere al gobierno de los Estados Unidos, o a cualquier departamento o funcionario de ellos. Y la segunda cláusula del artículo sexto declara que la Constitución y las leyes de los Estados Unidos que se expidan con arreglo a aquélla, y los tratados celebrados en nombre de aquéllos, serán la ley suprema del país, a pesar de cualesquiera disposiciones en contrario, de las constituciones o leyes de cualquier Estado.

Estas dos cláusulas han dado origen a numerosas y virulentas invectivas y airadas peroraciones contra la Constitución propuesta. Han sido señaladas al pueblo con los colores exagerados de la tergiversación, como los perniciosos instrumentos que destruirán sus gobiernos locales y exterminarán sus libertades; como el horrible monstruo cuyas hambrientas fauces no respetarían el sexo ni la edad, las clases altas ni las bajas, lo sagrado ni lo profano; y, sin embargo, y por extraño que les parezca después de todo este clamor a quienes ocurre que no comparten el mismo punto de vista, puede afirmarse con absoluta confianza que el funcionamiento constitucional del gobierno proyectado sería exactamente el mismo si estas cláusulas se borraran por completo que si se repitieran en cada artículo. Sólo ponen de manifiesto una verdad que habría resultado necesaria e inevitablemente del acto mismo de constituIr un gobierno federal y de investirlo con determinados poderes. Esta proposición es tan clara que los más moderados apenas pueden oír las bufonadas tan libremente desahogadas contra esta parte del plan sin experimentar emociones que alteren su ecuanimidad.

¿Qué es un poder, sino la capacidad o facultad de hacer algo? ¿Qué es la facultad de hacer algo, sino el poder de emplear los medios necesarios para su ejecución? ¿Que es el poder legislativo, sino el poder de hacer leyes? ¿Cuáles son los medios de ejecutar el poder legislativo sino las leyes? ¿Qué es el poder de imponer y recaudar contribuciones, sino un poder legislativo o un poder de hacer leyes para establecer y cobrar impuestos? ¿Cuáles son los medios apropiados para ejercitar esa facultad, sino las leyes necesarias y convenientes?

Esta sencilla serie de preguntas nos ofrece desde luego una prueba por medio de la cual juzgar de la verdadera naturaleza de la cláusula que suscita quejas. Nos conduce a esta verdad palpable: que la facultad de imponer y recaudar contribuciones tiene que ser una facultad para promulgar todas las leyes necesarias y convenientes para el cumplimiento de ese poder; ¿y qué hace la desgraciada y calumniada disposición de que tratamos, sino enunciar la misma verdad, a saber, que la legislatura nacional, a quien se concedió previamente el poder de establecer y cobrar impuestos, podría, en ejecución de dicho poder, aprobar todas las leyes necesarias y convenientes para llevarlo a efecto? He aplicado estas observaciones de manera especial al poder tributario porque es la materia que examinamos de momento, y porque es la más importante de las potestades que se recomienda que se confieran a la Unión. Pero el mismo procedimiento conducirá al mismo resultado en el caso de todos los otros poderes mencionados por la ConstitUción. Y es expresamente para ejecutar estos poderes que la cláusula amplísima, según se le ha llamado afectadamente, autoriza a la leislatUra nacional para expedir todas las leyes necesarias y convenientes. Si algo hay que objetar debe buscarse en los poderes específicos en que se apoya esta declaración general. La declaración misma, aunque se la pueda tachar de redundante o tautológica, al menos es perfectamente inocua.

Pero la suspicacia puede preguntar: ¿por qué entonces se incluyó? Contestaremos que sólo debió de hacerse como una precaución más y para ponerse a salvo de todas las cavilosas sutilezas de los que más tarde se sintiesen dispuestos a restringir y eludir las legítimas facultades de la Unión. La Convención previó probablemente lo que ha sido finalidad principal de estoS artículos: inculcar que el peligro que más amenaza nuestro bienestar político es el de que los gobiernos de los Estados acaben por minar los cimientos de la Unión; de ahí su empeño en no dejar este punto esencial a merced de las interpretaciones. Sea cual fuere la causa, la prudencia de esta precaución es evidente, dado el clamor elevado contra ella; ya que tal clamor descubre la tendencia a poner en duda la gran verdad que esta cláusula tiene manifiestamente por objeto proclamar.

Pero de nuevo se puede preguntar: ¿quién ha de juzgar sobre la necesidad y conveniencia de las leyes que se expedirán con el objeto de llevar a efecto los poderes de la Unión? Contestaré, primero, que esa pregunta surge también y con igual amplitUd ante la simple concesión de esos poderes que ante la cláusula declaratoria; y, segundo, que el gobierno nacional, como cualquier otro, debe juzgar en primera instancia sobre el ejercicio adecuado de sus poderes, y sus electores en último término. Si el gobierno federal sobrepasara los justos límites de su autoridad, haciendo un uso tiránico de sus poderes, el pueblo, de quien es criatura, debe invocar la norma que ha establecido y tomar las medidas necesarias para reparar el agravio hecho a la Constitución, como lo sugieran las exigencias del caso y lo justifique la prudencia. La constitucionalidad de una ley tendrá que determinarse en todos los casos según la naturaleza de los poderes en que se funde. Supongamos que, interpretando forzadamente sus facultades (cosa que es muy fácil imaginarse), la legislatura federal tratara de variar las leyes sucesorias en algún Estado: ¿no aparecería con evidencia que al hacer este intento se excedía en su jurisdicción, invadiendo la del Estado? Suponed, de nuevo, que con el pretexto de que perjudicaba a su erario, quisiera anular un impuesto sobre la tierra establecido por las autoridades de un Estado: ¿no sería igualmente evidente que con esto infringía esa jurisdicción concurrente en materia de esta clase de impuestos, que la Constitución claramente reconoce que poseen los gobiernos de los Estados? Si alguna vez hubiere dudas a este respecto, la culpa se deberá íntegra a los razonadores que, con el imprudente celo de su animosidad contra el plan de la Convención, han procurado envolverlo en una nube hecha adrede para oscurecer las verdades más llanas y sencillas.

Se ha dicho que las leyes de la Unión han de ser la suprema ley del país. Pero ¿qué inferencia se desprende de esto y qué valor tendrían aquéllas si no fueran supremas? Es evidente que no significarían nada. Una ley, por el sentido mismo de esa palabra, supone la supremacía. Es una regla que están obligados a observar aquellos a quienes se dirige. Se trata de una consecuencia de toda asociación política. Cuando los individuos ingresan en el estado de sociedad, las leyes de esa sociedad deben ser el regulador supremo de su conducta. Si cierto número de sociedades políticas entran en otra sociedad política mayor, las leyes que esta última promulgue conforme a los poderes que le encomiende su Constitución necesariamente deben ser supremas para esas sociedades, así como para los individuos de que están compuestas. De otro modo sería un mero tratado, dependiente de la buena fe de las partes, y no un gobierno, que no es más que otro nombre que se da a la supremacía y al poder políticos. Pero no se deduce de esta doctrina que los actos de la sociedad mayor que no estén de acuerdo con sus poderes constitucionales, sino que constituyan invasiones de las facultades restantes de las sociedades menores, se convertirán en la ley suprema del país. Éstos no serán otra cosa que actos de usurpación y merecerán que se les trate como tales. Por lo tanto, vemos que la cláusula que declara la supremacía de las leyes de la Unión, como la que antes estudiamos, únicamente enuncia una verdad que dimana inmediata y necesariamente de la institución de un gobierno federal. Supongo que no habrá escapado a los observadores que limita expresamente esa supremacía a las leyes que se hagan conforme a la Constitución, lo cual menciono sólo como ejemplo de las precauciones tomadas por la convención, ya que esta limitación habría habido que sobrentenderla aunque no se formulara expresamente.

Por lo tanto, aunque una ley que creara un impuesto para utilidad de los Estados Unidos sería suprema por naturaleza y no habría modo legal de oponerse a ella o de contrarrestarla, en cambio una ley que anulase o evitase la recaudación de un impuesto decretado por las autoridades de los Estados (excepto sobre importaciones y exportaciones), no sería la ley suprema del país, sino la usurpación de un poder no conferido por la Constitución. En cuanto una duplicación inconveniente de contribuciones sobre el mismo objeto puede dificultar o hacer aleatorio el cobro, constituiría una molestia recíproca, no debida a la superioridad o la falta de poder de cualquiera de las partes, sino al uso imprudente de dicho poder por una u otra, e igualmente desfavorable para las dos. Es de esperar y de suponerse que el interés mutuo inspirará un acuerdo sobre este punto, evitando cualquier perjuicio grave. De todo lo anterior se infiere que los Estados individuales conservarían, bajo la Constitución propuesta, la potestad independiente e irrestringible para recaudar sus rentas públicas con toda la amplitud que pueda serles necesaria y por medio de toda clase de impuestos, excepto los derechos sobre importaciones y exportaciones. Demostraré en el próximo artículo que esta jurisdicción concurrente en materia de impuestos era la única alternativa admisible a una completa subordinación de las autoridades de los Estados a las de la Unión, con relación a esta rama del poder.

PUBLIO

(Es a Alexander Hamilton a quien se da la autoría de este escrito)

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