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EL FEDERALISTA

Número 32



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Aunque opino que el hecho de que la Unión estuviera facultada para intervenir en la recaudación de los ingresos de los gobiernos de los Estados no puede tener para éstos las peligrosas consecuencias que se temen, porque estoy persuadido de que el sentido del pueblo, el gran riesgo que existiría de provocar el resentimiento de los gobiernos de los Estados y la convicción de la utilidad y necesidad de la administración local para objetos locales formarían una barrera infranqueable contra el uso vejatorio del citado poder; sin embargo, estoy dispuesto a reconocer en toda su amplitud la justicia del razonamiento que requiere que los Estados individuales posean una autoridad absoluta y no sujeta a restricción ajena para recaudar sus propios ingresos y satisfacer sus necesidades peculiares. Al conceder lo anterior, afirmo que (con la sola excepción de los derechos de exportación e importación) conforme al plan de la convención conservarían esa potestad del modo más absoluto e incondicional, y que el intento de parte del gobierno nacional para coartarles su ejerciclO constituiría una arrogación violenta de poder, que no hallaría apoyo en ninguna cláusula o artículo de la Constitución.

La completa consolidación de los Estados dentro de una soberanía nacional implicaría la absoluta subordinación de las partes; y los poderes que se les dejaran estarían siempre subordinados a la voluntad general. Pero como el plan de la convención tiende solamente a conseguir una consolidación o unión parcial, los gobiernos de los Estados conservarían todos los derechos de la soberanía que disfrutaban antes y que no fueran delegados de manera exclusiva en los Estados Unidos por dicho instrumento. Esta delegación exclusiva o, mejor dicho, esta enajenación de la soberanía estatal, únicamente existiría en tres casos: cuando la Constitución, en términos expresos, concediera autoridad exclusiva a la Unión; cuando otorgara en una parte cierta facultad a la Unión y en otra prohibiera a los Estados que ejercitaran la misma facultad, y cuando se concediera una potestad a la Unión, con la que otra similar por parte de los Estados sería total y absolutamente contradictoria e incompatible. Empleo estos términos para distinguir este último caso de otro que se le parece, pero que en verdad sería muy diferente; me refiero a cuando el ejercicio de una jurisdicción concurrente pueda producir interferencias ocasionales en la política de cualquier rama administrativa, pero sin implicar una contradicción directa e incompatible en punto a la autoridad constitucional. Estos tres casos de jurisdicción exclusiva del gobierno federal pueden ilustrarse con los siguientes ejemplos:

la penúltima cláusula de la octava sección del primer artículo dispone expresamente que el Congreso ejercerá la facultad exclusiva de legislar con relación al distrito que se destinará para sede del gobierno. Esto responde al primer caso. La primera cláusula de la misma sección faculta al Congreso para decretar y recaudar rmpuestos, derechos y consumos; y la segunda cláusula de la décima sección del mismo artículo declara que ningún Estado podrá, sin autorización del Congreso, imponer cualesquiera contribuciones o derechos sobre importaciones y exportaciones, excepto con el fin de cumplir sus leyes de inspección. De aquí resultaría el poder exclusivo de la Unión para establecer derechos sobre las importaciones y exportaciones, con la excepción especial mencionada; pero este poder se halla restringido por otra cláusula donde se declara que no se cobrarán derechos ni impuestos sobre los artículos que se exporten de cualquier Estado; por lo cual ya sólo comprende los derechos de importación. Esto encaja en el segundo caso. El tercero se encontrará en la cláusula según la cual el Congreso tendrá poder para establecer una regla uniforme de naturalización que rija en todos los Estados Unidos. Este poder tiene a la fuerza que ser exclusivo; porque si cada Estado tuviera facultad para prescribir una regla distinta, no podría existir una regla uniforme.

Un caso que quizás parezca similar al anterior, pero que en realidad es completamente distinto, atañe a la cuestión que vamos a considerar en seguida. Me refiero al poder de cobrar impuestos sobre artículos que no hayan sido exportados o importados. Sostengo que se trata notoriamente de una facultad que poseen concurrentemente y en igualdad de condiciones los Estados Unidos y los Estados individuales. Claramente no hay ningún termino en la clausula que lo otorga que haga que ese poder sea exclusivo de la Unión, ni hay tampoco ninguna frase ni cláusula en otro lugar que prohiba que los Estados lo ejerzan. Tan lejos estamos de que sea éste el caso, que es posible deducir un argumento sencillo y concluyente en contrario, de la restricción impuesta a los Estados en relación con los derechos de exportaciones e importaciones. Esta restricción lleva implícito el reconocimiento de que los Estados poseerían el poder que se excluye, en el caso de que no se hubiera insertado; e implica tambien la admisión de que su autoridad permanece incólume por lo que hace a todos los restantes impuestos. Desde cualquier otro punto de vista resultaría inútil y peligrosa; sería inútil porque si el otorgamiento a la Unión del poder de establecer esos derechos supusiera la exclusión de los Estados, o inclusive su subordinación en este punto, no habría necesidad de tal restricción; y resultaría peligrosa porque su introducción nos lleva directamente a la conclusión que antes enunciamos y que, si el razonamiento de nuestros adversarios es exacto, seguramente sería contraria a la intención de sus autores; quiero decir que los Estados, en todos los casos a que la restricción no se aplicara, tendrían una facultad de imposición concurrente con la de la Union. La restricción de que tratamos es lo que los abogados llaman una negativa que afirma implícitamente, esto es, la negación de un hecho y la afirmación de otro, la negación de la autoridad de los Estados para imponer derechos sobre exportaciones e importaciones y la afirmacion de su autoridad para establecerlos sobre cualquier otra clase de artículos. Sería puramente sofístico argüir que su finalidad fue excluirIos por completo de la facultad de decretar contribuciones de la primera especie, dejándolos en libertad para aplicar otras con sujeción a lo que determinara la legislatura nacional. La cláusula restrictiva o prohibitoria sólo dice que no podrán imponer dichos derechos sin autorización del Congreso; y si interpretamos esto en el sentido mencionado en último término, entonces estaríamos entendiendo que la Constitución insertó una prevención expresa en vista de una conclusión altamente absurda: la de que los Estados, con el consentimiento de la legislatura nacional, podrían gravar las exportaciones y las importaciones, y que podrían decretar impuestos sobre cualquier otro artículo, a no ser que se lo impidiera el mismo cuerpo. Si ésta era la intención que se tenía ¿por qué no contentarse desde un principio con la que se afirma ser la consecuencia natural de la cláusula primitiva, que confiere facultades impositivas generales a la Unión? Es evidente que éste no pudo haber sido su propósito y que no es admisible una interpretación de esa índole.

En cuanto a la suposición relativa a que el poder tributario de los Estados es incompatible con el de la Unión, no puede admitirse en el sentido que exigiría la exclusión del de los Estados. Es posible, ciertamente, que uno de éstos imponga un derecho sobre determinado artículo que dé por resultado que sea inoportuno el que la Unión grave el mismo objeto; pero esto no implicaría la imposibilidad constitucional de establecer el segundo impuesto. El monto de los impuestos, la oportunidad e inoportunidad de un aumento por cualquiera de los dos sectores, serían cuestiones de prudencia mutua, pero no supondrían una contradicción directa de sus poderes. La política que persiga cada uno de los sistemas nacional y local de hacienda, quizás no siempre coincida exactamente y sea necesaria una tolerancia recíproca. No basta, sin embargo, la simple posibilidad de ciertos inconvenientes al ejercitar facultades, para privar de un derecho preexistente de soberanía y hacerlo desaparecer por inferencia, sino que es necesaria una oposición constitucional directa.

La necesidad de una jurisdicción concurrente, en ciertos casos, resulta de la división del poder soberano; y la regla de que los Estados conservan en toda su plenitud todas las facultades de las cuales no se desprendieron explícitamente a favor de la Unión no es una consecuencia teórica de esa división, sino que está claramente admitida en todo el texto del documento que contiene los artículos de la Constitución propuesta. Allí encontramos que, a pesar de la concesión de facultades positivas y generales, se ha tenido extremo cuidado, en los casos en que se ha considerado inconveniente que esas facultades compitiesen a los Estados, de insertar cláusulas negativas que prohiben su ejercicio por los repetidos Estados. La décima sección del primer artículo está totalmente integrada por esta clase de cláusulas. Esta circunstancia indica claramente el sentir de la convención y nos proporciona una regla de interpretación fundada en el instrumento mismo, que justifica la proposición que he defendido y refuta toda hipótesis en contrario.

PUBLIO

(Se supone la autoria de este artículo en Alexander Hamilton)

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