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EL FEDERALISTA

Número 34



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Me hago la ilusión de haber demostrado claramente en mi último artículo que, con arreglo a la Constitución propuesta, los distintos Estados tendrían una autoridad igual a la de la Union en materia de ingresos, excepto en lo tocante a los derechos sobre importaciones. Como esto deja libre a los Estados la mayor parte de los recursos de la comunidad, no tiene fundamento la afirmación de que no poseerían medios todo lo abundantes que se pudiera desear para satisfacer sus propias necesidades, independientemente de toda intervención externa. Todavía más ampliamente resaltará que el campo posee amplitud suficiente cuando pasemos a considerar la pequeña parte de los gastos públicos que les corresponderá cubrir a los gobiernos de los Estados.

Argumentar sobre la base de principios abstractos que esta autoridad coordinada no puede existir, equivale a enfrentar la suposición y la teoría con los hechos y la realidad. Por muy adecuados que sean esos razonamientos para demostrar que una cosa no debería existir, deben ser rechazados por completo cuando se les utiliza para probar que algo no existe contrariamente a la evidencia del hecho mismo. Es bien sabido que en la República romana la autoridad legislativa, en última instancia, residió durante mucho tiempo en dos cuerpos políticos diferentes, no como ramas de la misma legislatura, sino como legislaturas distintas e independientes, en cada una de las cuales prevalecían intereses opuestos: en una los patricios, en la otra los plebeyos. Podrían haberse aducido múltiples argumentos para probar lo inconveniente de dos autoridades tan contradictorias al parecer y dotadas cada una del poder de anular o derogar los actos de la otra. Pero en Roma se habría considerado como loco al hombre que hubiera intentado probar que no existían. Es fácil comprender que me refiero a la Comitia centuriata y a la Comitia tributa. La primera, en la que el pueblo votaba por centurias, estaba organizada en forma de dar la superioridad al interés de los patricios; y en la segunda, donde prevalecía el número, dominaba por completo el interés plebeyo. Y, sin embargo, estas dos legislaturas coexistieron durante siglos y la República romana alcanzó la cumbre de la humana grandeza.

En el caso especial que consideramos, no existe la contradicción que aparece en este ejemplo; ninguno de los dos lados posee el poder de anular los. actos del otro. Y en la práctica hay pocos motivos para temer cualqUier dificultad, porque en un breve lapso las necesidades de los Estados se reducirán naturalmente a muy estrechos límites; y mientras tanto los Estados Unidos estimarán probablemente oportuno el abstenerse en absoluto de intervenir en los objetos a los que los diversos Estados tengan inclinación a recurrir.

Para formarse un juicio más preciso del pro y el contra verdadero de esta cuestión, será bueno fijarse en la proporción existente entre los servicios que deberán ser expensados con fondos federales y aquellos a que será necesario que subvengan los Estados. Encontraremos que los primeros son ilimitados, en tanto que los segundos se hallan circunscritos dentro de límites bien. modestos. Al efectuar esta investigación debemos tener presente la necesidad de no limitar nuestra ojeada a la epoca actual, y ver hacia delante a un futuro lejano. La constitución de un gobierno civil no debe fonnularse sobre la base de una estimación de las exigencias actuales, sino en vista de una combinación de éstas con las exigencias probables de los siglos por venir, de acuerdo con el curso natural y probado de los asuntos humanos. Por lo tanto, nada tan engañoso como deducir el alcance de cualquier poder que sea conveniente poner en manos del gobierno nacional, de la apreciación de sus necesidades inmediatas. Debe existir cierta aptitud para hacer frente a futuras contingencias a medida que se presenten; y como éstas son liquidadas por naturaleza, resulta imposible limitar prudentemente esa aptitud. Quizás sea cierto que podría hacerse un cómputo con suficiente exactitud para contestar la pregunta relativa a la cantidad de ingresos necesarios para cubrir los compromisos actuales de la Unión y para sostener los organismos gubernamentales que bastarían durante cierto tiempo en época de paz. ¿Pero sería prudente o, mejor dicho, no sería el colmo de la locura, detenerse en este punto, y dejar al gobierno encargado de cuidar de la defensa nacional en un estado de incapacidad absoluta para proveer a la protección de la comunidad contra futuras alteraciones de la paz pública por causa de guerras extranjeras o de convulsiones internas? Si al contrario, rebasáramos este punto, ¿dónde podríamos detenernos, como no sea en la facultad ilimitada de hacer frente a las emergencias que surjan? Aunque sea fácil afirmar en términos generales la posibilidad de formarse un concepto razonable de lo que representaría una disposición adecuada en contra de ciertos peligros probables, podemos desafiar confiadamente a los que aseguran tal cosa, a que exhiban sus datos, y anticipar que resultarían tan vagos e inciertos como los que se podrían presentar para calcular la duración probable del mundo. Las observaciones que se limiten solamente a la posibilidad de ataques internos no merecen consideración; aunque ni siquiera éstos son susceptibles de un cálculo satisfactorio; pero si pretendemos ser un pueblo comercial, es preciso que forme parte de nuestra política la aptitud para defender un día ese comercio. El sostenimiento de una marina y los gastos de las guerras navales están rodeados de azares que tienen que frustrar todos los esfuerzos de la aritmética política.

Aun admitiendo que debamos ensayar el novedoso y absurdo experimento en política de atar las manos del gobierno, impidiéndole toda guerra ofensiva fundada en razones de Estado, con seguridad que no vamos a inhabilitarlo para que defienda a la comunidad contra la ambición o la enemistad de otras naciones. Una nube amenaza desde hace tiempo el mundo europeo. Si al romperse estallara la tormenta, ¿quién puede asegurarnos que en su avance no derramará parte de su furia sobre nosotros? Ningún hombre razonable afirmará precipitadamente que nos hallamos por completo fuera de su alcance. Si el material combustible que ahora se está acumulando se disipara sin arder o si una llama se encendiera, pero sin extenderse hasta nosotros, ¿qué seguridad podemos tener de que nuestra tranquilidad no se verá pronto turbada por alguna otra causa o desde otra dirección? Recordemos que la paz o la guerra no dependerán de nosotros; que por muy moderados o poco ambiciosos que nos mostremos, no podemos contar con la moderación de otros, ni abrigar la esperanza de extinguir sus ambiciones. ¿Quién hubiera imaginado al terminar la última guerra, que Francia y la Gran Bretaña, hastiadas y exhaustas como estaban, iban pronto a mirarse con tanta hostilidad? Juzgando por la historia del género humano, nos vemos obligados a concluir que las feroces y destructoras pasiones bélicas reinan en el pecho del hombre con mucha más fuerza que los blandos y benéficos sentimientos de paz; y que moldear nuestro sistema político sobre ensueños de una perpetua tranquilidad es apoyarse en los resortes más débiles del temperamento humano.

¿Cuáles son las principales fuentes de gasto en todos los gobiernos? ¿Qué ha ocasionado la enorme acumulación de deudas que oprime a varias naciones europeas? La respuesta fácil es que las guerras y las sublevaciones; el sostenimiento de las instituciones necesarias para proteger al cuerpo político contra esas dos enfermedades mortales de la sociedad. Los gastos a que dan lugar las instituciones relacionadas con la policía doméstica de un Estado, con el sostenimiento de sus departamentos legislativo, ejecutivo y judicial, con sus diferentes anexos, y con el fomento de la agricultura y la industria (que comprenden casi todos los capítulos de las erogaciones oficiales), son insignificantes si se los compara con los relativos a la defensa nacional.

En el reino de la Gran Bretaña, donde hay que proveer a todo el ostentoso aparato de una monarquía, sólo una quinceava parte de la renta anual de la nación se destina a los gastos citados; las otras catorce quinceavas partes son absorbidas por el pago de intereses de las deudas contraídas durante las guerras en que ha participado ese país y por el sostenimiento de las flotas y los ejércitos. Si por una parte se observare que los gastos en que se incurre en las ambiciosas empresas y vanas pretensiones de una monarquía no constituyen un buen modelo para estimar los 9ue serían necesarios en una República, debe en cambio señalarse que deberla haber una desproporción igualmente sensible entre la extravagancia y despilfarro de un reino próspero en su administración doméstica y la frugalidad y economía que convienen en esa materia a la modesta sencillez de un gobierno republicano. Si contrapesamos la conclusión correcta sobre un punto con la que parece que debe desprenderse del otro, encontraremos que la proporclOn que antes señalamos seguirá siendo verdadera.

Pero fijémonos en la considerable deuda que hemos contraído en una sola guerra y contemos tan sólo con una parte ordinaria de los acontecimientos que perturban la paz de las naciones, y advertiremos en seguida, sin ayuda de ningún ejemplo complicado, que tiene que existir siempre una enorme desproporción entre los gastos federales y los locales. Es cierto que varios Estados tienen separadamente considerables deudas, que son un resultado de la última guerra. Pero esto no volverá a ocurrir si se adopta el sistema propuesto; y cuando esas deudas estén pagadas, los únicos fondos importantes que los gobiernos de los Estados continuarán necesitando serán los que exija el sostenimiento de sus respectivas administraciones civiles; y el monto de éstos, aun sumándoles todas las contingencias posibles, debe quedar bastante por abajo de doscientas mil libras en cada Estado.

Al forjar un gobierno para la posteridad tanto como para nosotros, deberíamos basar nuestros calculos concernientes a aquellas medidas que se destinan a ser permanentes, no solamente en los motivos temporales de desembolso, sino también en los permanentes. Si este principio es exacto, nuestra atención debería dirigirse a proporcionar a los gobiernos de los Estados una suma anual de cerca de doscientas mil libras; en cambio, las exigencias de la Unión no admitirían límites, ni siquiera imaginarios. Dentro de este modo de ver, ¿con qué lógica puede sostenerse que los gobiernos locales deben disponer a perpetuidad de una fuente exclusiva de recursos que excediese de las doscientas mil libras? El extender su poder más allá con exclusión de la potestad de la Unión, equivaldría a sustraer los recursos de la comunidad de manos de quienes los necesitan para el bienestar público, poniéndolos en otras manos que no podrían tener modo justo u oportuno de emplearlos.

Supongamos, entonces, que la convención se haya inclinado a basarse en el principio de repartir las fuentes de ingreso entre la Unión y sus miembros, proporcionalmente a sus necesidades comparativas; ¿qué fondo especial podría haberse elegido para uso de los Estados que no fuera demasiado grande ni demasiado pequeño -muy poco para las necesidades presentes, demasiado para las futuras? En cuanto a la línea divisoria entre los impuestos exteriores e interiores, esto dejaría a los Estados, según un cálculo tosco, el disfrute de dos tercios de los recursos de la comunidad para sufragar de la décima a la veinteava parte de sus gastos; y a la Unión, una tercera parte de los recursos de la comunidad, para costear de nueve décimas a diecinueve veinteavas partes de sus expensas. Si prescindimos de dicha delimitación y nos contentamos con dejar a los Estados el poder exclusivo de gravar las casas y las tierras, subsistiría una gran desproporción entre los medios y los fines; la posesión de un tercio de los recursos de la comunidad para satisfacer, a lo más, una décima parte de sus necesidades. Si hubiera sido posible señalar un fondo igual a su objeto y no mayor que éste, habría resultado inadecuado para el pago de las deudas actuales de los varios Estados, obligándoles a depender de la Unión para hacer frente a esa finalidad.

Esta serie de observaciones justificará la proposición que hemos sentado en otro lado, según la cual una jurisdicción concurrente en materia de impuestos es la única alternativa admisible a una completa subordinación, respecto a esta rama del poder, de la autoridad de los Estados a la de la Unión. Cualquier división de las fuentes de ingreso habría significado sacrificar los grandes intereses de la Unión al poder de los Estados individuales. La convención pensó que la jurisdicción concurrente era de preferirse a esa subordinación; y es evidente que esta solución tiene cuando menos el mérito de hacer conciliable un poder constitucional ilimitado de imposición por parte del gobierno federal, con la facultad apropiada e independiente de los Estados para proveer a sus necesidades propias. Hay aún otros puntos de vista desde los cuales debe estudiarse este importante problema de los impuestos.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es a quien seconsidera autor de este escrito)

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