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EL FEDERALISTA

Número 31



Al pueblo del Estado de Nueva York:

En las disertaciones de cualquier índole hay ciertas verdades primarias, o primeros principios, sobre los que se apoyan todos los razonamientos que han de seguir. Estos principios contienen una evidencia interna, que es anterior a toda reflexión o razonamiento y se impone al asentimiento de nuestro entendimiento. Donde no se produce ese efecto, es porque existe algún desorden o defecto en los órganos perceptivos, o la influencia de algún gran interés, pasión o perjuicio. De esta clase son las máximas de la geometría, según las cuales el todo es mayor que la parte; las cosas iguales a una tercera, son iguales entre sí; dos líneas no pueden encerrar un espacio; todos los ángulos rectos son iguales entre sí. De igual naturaleza son estas otras máximas de la ética y la política: que no hay efecto sin causa; que los medios deben ser proporcionados al fin; que todo poder debe ser conmensurado a su objeto; que no debe haber limitación de un poder que tiene por finalidad lograr un propósito que en sí mismo no admire limitación. Y en las dos últimas ciencias hay otras verdades que si no llegan a la categoría de axioma, son consecuencias tan directas de ellos, tan evidentes en sí mismas y tan conformes con los dictados naturales e inadulterados del sentido común, que reclaman el asentimiento de los espíritus sanos e imparciales, con una fuerza y un poder de convicción igualmente irresistibles.

Los objetos que investiga la geometría están tan alejados de las actividades que despiertan y ponen en movimiento las ingobernables pasiones del corazón humano, que los hombres no tienen dificultad en adoptar no solo los teoremas más sencillos de esta ciencia, sino inclusive esas abstrusas paradojas que, por mucho que sean susceptibles de ser demostradas, se hallan en desacuerdo con los conceptos naturales que la mente, sin ayuda de la filosofía, se formaría sobre el particular. La divisibilidad infinita de la materia o, en otras palabras, la divisibilidad infinita de una cosa finita, extensiva hasta el átomo más pequeño, es un punto sobre el que están conformes los geómetras, aunque no es más accesible al sentido común que cualquiera de esos misterios religiosos contra los cuales las baterías de la incredulidad han dirigido sus fuegos tan diligentemente.

Pero en el terreno de las ciencias morales y políticas los hombres son más difíciles de persuadir. Hasta cierto grado es más propio y conveniente que ocurra así, dado que la cautela y la investigación constituyen una coraza indispensable contra el error y el engaño. Pero esta resistencia puede ir demasiado lejos, degenerando en obstinación, terquedad o mala fe. Aunque no puede pretenderse que los principios de las ciencias morales y políticas posean en general el mismo grado de certidumbre que los de las matemáticas, en cambio, les corresponde bastante más de la que parecemos estar dispuestos a reconocerles, a juzgar por la conducta de los hombres en los casos que se les presentan. La oscuridad reside más a menudo en las pasiones y los prejuicios del razonador que en la materia misma. Con demasiada frecuencia, los hombres no permiten que funcione libremente su inteligencia, sino que, cediendo a alguna preferencia obstinada, se enredan en las palabras y se pierden entre las sutilezas.

¿En qué otra forma explicarse (si admitimos la sinceridad de nuestros impugnadores) que proposiciones tan claras como las que ponen de manifiesto la necesidad de que el gobierno de la Unión goce de un poder general para decretar impuestos, tropiecen con adversarios entre los hombres de buen criterio? Aunque estas proposiciones han sido expuestas con amplitud en otro lugar, tal vez no sea Inoportuno resumirlas aquí, por vía de introducción al estudio de las objeciones que se les han hecho. En sustancia son las siguientes:

Un gobierno debe contener en sí todos los poderes necesarios para la plena realización de los fines que se someten a su cuidado, y para desempeñar cumplidamente los encargos de que es responsable, con libertad de cualquier restricción que no sea el acatamiento del bien público y los deseos del pueblo.

Como la obligación de dirigir la defensa nacional y de asegurar la paz pública contra la violencia doméstica o del extranjero implica hacer frente a contingencias y peligros a los que no es posible asignar un límite, el poder respectivo no debe tener otros términos que las exigencias de la nación y los recursos de la comunidad.

Como los ingresos del erario son la máquina esencial que procura los medios para satisfacer las exigencias nacionales, el poder de obtener dichos ingresos con toda amplitud debe ser necesariamente concomitante del de subvenir a las referidas exigencias.

Como la teoría y la práctica concurren para probar que el poder de recaudar los ingresos es ineficaz cuando se ejerce sobre los Estados en su calidad colectiva, el gobierno federal debe forzosamente gozar de facultades ilimitadas para cobrar impuestos con arreglo a los métodos usuales.

Si la experiencia no demostrase lo contrario, estaría justificada la conclusión de que la conveniencia de un poder general de imposición por arte del gobierno federal podría apoyarse sin temor en lo incontestable de estas proposiciones, sin ayuda de otros ejemplos o argumentos. Pero ocurre de hecho que los enemigos de la Constitución propuesta, en vez de convenir en que son exactas y verdaderas, parecen redoblar contra esta parte del plan sus esfuerzos más intensos y empeñosos. No estará, por tanto, de más analizar los argumentos que la combaten.

Los que han llevado principalmente el peso de este punto de vista parecen reducirse en rigor a lo que sigue:

No es cierro que, porque las exigencias de la Unión. no sean susceptibles de limitaciónn, sus facultades para imponer contribuciones deban también ser ilimitadas. El dinero es tan necesario para las atenciones de la administraciónn local como para las de la Unión, y las primeras son, por lo menos, tan importantes como las segundas para la felicidad del pueblo. Por lo tanto, es tan necesario que los gobiernos de los Estados puedan disponer de los medios de satisfacer sus necesidades, como que el gobierno nacional posea la misma facultad respecto a las exigencias de la Unión. Pero un poder ilimitado de tributación en manos del último, puede con el tiempo privar a los primeros de los medios para proveer a sus propias necesidades, poniéndolos enteramente a merced de la legislatura nacional. Puesto que las leyes de la Unión han de ser la suprema ley del país y que tendrá facultad para expedir todas las leyes que puedan ser necesarias para llevar a cumplido efecto los poderes de que se proyecta dotarlo, el gobierno nacional puede suprimir en cualquier tiempo los impuestos establecidos para fines locales con el pretexto de que perjudican los suyos. Quizá alegue que lo hace para asegurar el rendimiento de las rentas nacionales. Y de esta suerte todos los recursos de la tributación pueden convertirse gradualmente en objetos de monopolio federal, con el resultado de excluir completamente y de destruir a los gobiernos de los Estados.

Este sistema de razonar a veces parece que gira alrededor de supuestas usurpaciones por parte del gobierno nacional; en otros momentos parece que sólo se presenta como una consecuencia de la actuación constitucional de los poderes de que se tiene la intención de dotarlo. Sólo bajo este último aspecto es posible reconocerle ciertos motivos de fundamento. En cuanto nos lancemos a conjeturas acerca de las usurpaciones del gobierno federal, caeremos en un abismo insondable y nos colocaremos prácticamente más allá del alcance de todo razonamiento. La imaginación puede vagar a placer y hasta perderse entre los laberintos de un castillo encantado, sin saber de qué lado voltear para salir del intrincado enredo en que se aventuró tan locamente. Cualesquiera que sean los límites que se pongan o las modificaciones que se hagan a los poderes de la Unión, es fácil imaginar una serie interminable de peligros; y si cedemos a un exceso de recelos y temores, podemos llegar a un estado de absoluto escepticismo e indecisión. Repito aquí lo que dije en esencia en otro lugar: que todas las objeciones fundadas en el peligro de una usurpación deben referirse a la composición y estructura del gobierno, no a la naturaleza o amplitud de sus poderes. Los gobiernos de los Estados están investidos de absoluta soberanía por sus constituciones originales. ¿En qué consiste nuestra seguridad contra las usurpaciones de ese sector? Indudablemente que en la forma como están constituidos y en el hecho de que quienes deben administrarlos dependen del pueblo. Si la estructura que se sugiere para el gobierno federal, resulta después de un detenido examen, que ofrece, hasta donde es debido, la misma clase de protección, habrá que descartar toda aprensión con motivo de usurpaciones.

No debe olvidarse que la propensión de los gobiernos de los Estados a invadir los derechos de la Unión es tan probable como la tendencia de la Unión a traspasar los límites de los derechos de los gobiernos de los Estados. Qué lado es verosímil que prevalezca en semejante conflicto, dependerá de los medios que las partes contendientes encuentren factible emplear con el objeto de asegurarse el éxito. Como en las Repúblicas la fuerza se halla siempre del lado del pueblo y como existen razones de peso para suponer que los gobiernos de los Estados generalmente poseeran mayor influencia sobre éste, la conclusión que se impone es que tales contiendas tienen más probabilidades de concluir mal para la Unión; y que son mayores las de usurpaciones de los miembros a costa de la cabeza federal, que las de ésta en perjuicio de sus miembros. Pero es evidente que todas las conjeturas de esta índole han de ser en extremo vagas y falibles; y que lo más práctico, sin comparación, es prescindir de ellas y ceñir nuestra atención exclusivamente a la naturaleza y amplitud de los poderes, tal como los ha delineado la Constitución. Fuera de esto, lo demás debe dejarse a la prudencia y la firmeza del pueblo, que, como tendrá las balanzas en su propia mano, cuidará siempre, como es de esperar, de mantener el equilibrio constitucional entre el gobierno general y los de los Estados. En este terreno, el único firme, no será difícil hacer a un lado las objeciones que se han suscitado en contra de que los Estados Unidos gocen de un poder ilimitado de imposición.

PUBLIO

(Se otorga la autoría de este escrito a Alexander Hamilton)

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