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EL FEDERALISTA

Número 30



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Ya se ha observado que el gobierno federal debería tener el derecho de subvenir al sostenimiento de las fuerzas nacionales; en esta proposición van incluidos los gastos de reclutamiento, de construcción y equipo de flotas y cualquiera otro relacionado en alguna forma con los dispositivos y actividades militares. No son éstos, sin embargo, los únicos fines a que necesariamente debe extenderse la jurisdicción de la Unión en materia de ingresos. Es preciso que se incluya una disposición para que haga frente a las expensas del personal civil, para el pago de las deudas nacionales ya contraídas o las que se puedan contraer; y, en general, con respecto a todos los asuntos que exigirán desembolsos por parte del tesoro nacional. De esto se deduce que es necesario insertar en el plan de gobierno, en la forma que se quiera, el poder general para recaudar impuestos.

El dinero está considerado, con razón, como el principio vital del cuerpo político, y como tal sostiene su vida y movimientos y lo capacita para cumplir sus funciones más esenciales. Por consiguiente, una facultad perfecta de allegarse con normalidad y suficiencia los fondos necesarios, hasta donde los recursos de la comunidad lo permitan, debe ser considerada como un elemento componente indispensable en toda Constitución. Cualquier deficiencia a este respecto ocasionará uno de estos dos males: o el pueblo se verá sujeto a un saqueo continuo, en sustitución de otro sistema más recomendable para satisfacer las necesidades públicas, o el gobierno se extinguirá en una atrofia fatal y perecerá en breve tiempo.

En el imperio turco u otomano, el soberano, aunque en otros aspectos es dueño absoluto de las vidas y las fortunas de sus súbditos, no puede crear nuevos impuestos. La consecuencia es que permite a los gobernadores o bajás de las provincias que saqueen al pueblo sin compasión; mientras él, a su vez, les exprime las sumas que necesita para satisfacer sus propias exigencias y las del Estado. En América, por el mismo motivo, el gobierno de la Unión ha decaído gradualmente hasta un estado que se aproxima a la anonadación. ¿Quién puede dudar de que el bienestar del pueblo de ambos países resultaría favorecido por la existencia de facultades adecuadas para recaudar los ingresos que requiriesen las necesidades públicas, confiadas a buenas manos?

La actual Confederación, pese a su debilidad, pretendía conferir a los Estados Unidos el poder ilimitado de llenar las necesidades pecuniarias de la Unión. Pero procediendo conforme a un principio erróneo, ha realizado esto en tal forma que la intención resultó completamente frustrada. El Congreso está autorizado por los artículos que componen ese pacto (según se ha expuesto con anterioridad) para fijar y exigir cualesquiera sumas que a su juicio sean precisas para las atenciones de los Estados Unidos; y las requisiciones que decrete obligan a los Estados para todos los efectos constitucionales, con tal de apegarse a las reglas sobre prorrateo. Los Estados no tienen derecho a discutir la oportunidad de la exigencia, ni otra alternativa que la de elegir los medios de entregar las sumas que se les piden. Pero aunque éste sea pura y verdaderamente el caso; aunque al asumir ese derecho se infringirían los artículos de la Unión; aunque rara vez o nunca lo hayan reivindicado expresamente, en la práctica se ha ejercitado constantemente y continuará ejercitándose mientras los ingresos de la Confederación tengan que depender de la gestión intermedia de sus miembros. Todo hombre, aun el menos enterado de los asuntos públicos, sabe cuáles fueron las consecuencias de este sistema, y ellas han sido ampliamente explicadas en distintas partes de estas investigaciones. Ésta es la causa que principalmente ha contribuido a rebajamos a una situación que da tantos motivos de mortificación para nosotros y de regocijo a nuestros enemigos.

¿Qué otro remedio puede haber para esta situación que no sea un cambio en el sistema que la ha producido, un cambio en el falaz y engañoso método de cuotas y requisiciones? ¿Qué sustituto puede inventarse a este ignis fatuus financiero, sino el de permitir al gobierno nacional que recaude sus propios ingresos, mediante los procedimientos ordinarios de imposición que permiten todas las constituciones bien ordenadas a los gobiernos civiles? Los hombres de talento podrán declamar con éxito sobre cualquier tema; pero el ingenio humano no puede señalar ningún otro medio para salvamos de los apuros y dificultades que son el resultado natural de un erario público que carece de los recursos necesarios.

Los adversarios más inteligentes de la nueva Constitución admiten la fuerza de este razonamiento; pero condicionan su asenso estableciendo una distinción entre lo que llaman imposición interna e imposición externa. Reservan la primera a los gobiernos de los Estados; y se manifiestan dispuestos a conceder la última, consistente en contribuciones comerciales, o más bien en derechos sobre artículos importados, a la cabeza federal. Pero esta distinción violaría esa máxima de sentido común y buena política, que ordena que cada poder debe proporcionarse a su objeto; y conservaría al gobierno general bajo una especie de tutela de los gobiernos estatales, incompatible con todo propósito de que sea fuerte y eficaz. ¿Quién puede pretender que las contribuciones sobre el comercio igualan o igualarían, por sí solas, las exigencias presentes o futuras de la Unión? Si tomamos en cuenta la deuda actual, tanto exterior como interior, con arreglo a cualquier plan de amortización de la misma que merezca la aprobación de cualquier hombre consciente de la importancia de la justicia y el crédito público, a más de las instituciones que todos los partidos considerarán necesarias, no podremos hacernos la ilusión de que este recurso aislado, aun estirado al máximo, baste siquiera para las necesidades presentes. Las futuras no admiten cálculos ni limitaciones; y conforme al principio más de una vez citado, el poder de subvenir a ellas a medida que surgen debería ser igualmente ilimitado. Creo que puede considerarse como un hecho confirmado por la historia de la humanidad el que en el curso natural de las cosas, las necesidades de una nación en cada fase de su existencia serán, por lo menos, iguales a sus recursos.

Afirmar que el déficit puede saldarse por medio de requisiciones a los Estados equivale a confesar, por una parte, que no se puede confiar en ese sistema, y por la otra a contar con él para todo lo que pase de cierto límite. Los que han observado atentamente sus vicios y defectos, tal como han sido puestos de manifiesto por la experiencia o descritos en el curso de estos artículos, deben sentir una invencible repugnancia a encomendar los intereses nacionales a su aplicación, en cualquier grado que sea. Cualquiera que sea el momento en que se recurra a él, su tendencia inevitable será debilitar la Unión, y sembrar la simiente de la discordia y de disputas entre la cabeza federal y sus miembros y entre los miembros mismos. ¿Puede esperarse que el déficit se satisfará de este modo mejor de lo que han sido satisfechas hasta ahora las necesidades totales de la Unión? Es preciso recordar que si se va a exigir menos a los Estados, en cambio dispondrán de menos medios proporcionalmente para cumplir la demanda. Si las opiniones de los que apoyan la división que mencionamos arriba se toman como verdades, llegaríamos a concluir que existe en la economía de los asuntos nacionales un punto conocido en el que sería posible detenerse sin peligro y decir: hasta aquí se favorecerá el bien público si se satisfacen las necesidades del gobierno, pero todo lo que se haga más allá no merece nuestra solicitud ni nuestra preocupación. ¿Cómo es posible que un gobierno mal dotado y siempre carente de lo necesario pueda cumplir con los fines de su institución, cuidar de la seguridad, promover la prosperidad o consolidar la reputación de la comunidad? ¿Cómo podrá poseer alguna vez estabilidad y energía, dignidad o crédito, la confianza doméstica o el respeto del extranjero? ¿Cómo puede su administración ser otra cosa más que una serie de expedientes contemporizadores, ineficaces y deshonrosos? ¿Cómo logrará evitar la necesidad frecuente de sacrificar sus compromisos a las exigencias inmediatas? ¿Cómo estará en condiciones de emprender o llevar a buen término cualesquiera planes generosos o de aliento para el bien común?

Fijemos nuestra atención en los efectos que tendría esta situación desde la primera guerra en que nos encontráramos comprometidos. Para los efectos de la discusión, concedamos que las rentas producidas por los impuestos sobre el comercio bastan para pagar la deuda pública y los gastos de la Unión en tiempo de paz. En estas circunstancias, estalla la guerra. ¿Cuál sería la conducta probable de un gobierno en semejante emergencia? Convencido por experiencia de que no podría contar con el éxito de las requisiciones, incapaz por su propia autoridad de allegarse nuevos recursos y apremiado por la creencia de que la nación se hallaba en peligro ¿no se vería compelido a disponer para la defensa del Estado de los fondos ya asignados por el presupuesto, desviándolos de su primitivo objeto? No es fácil explicarse cómo se logrará evitar una medida como la descrita; y si se adopta, salta a la vista que destruiría el crédito público en el momento mismo en que éste se hacia esencial para la seguridad del país. Sería el colmo de la fatuidad pensar que en semejante crisis podría prescindirse del crédito. En el sistema de guerra moderno, las naciones más ricas se ven obligadas a recurrir a grandes empréstitos. Un país de tan modestos recursos como el nuestro ha de sentir doblemente esta necesidad. ¿Pero quién le prestaría a un gobierno que hacía preceder sus gestiones para pedir prestado, de un acto que demostraba que no se podía confiar en la seriedad de sus medidas para solventar sus compromisos? Los préstamos que podría procurarse serían tan limitados en cantidad como gravosos en sus condiciones. Se efectuarían con arreglo a los mismos principios que sirven a los usureros para prestar a los deudores quebrados o fraudulentos -con cicatería y a enormes tasas de interés.

Posiblemente se piense que dados los escasos recursos del país, en el caso que suponemos, sería indispensable distraer de su objeto los fondos disponibles aunque el gobierno gozara de un derecho ilimitado para establecer impuestos. Pero dos consideraciones bastarán para calmar toda aprensión a este respecto: primero, la seguridad que abrigamos de que todos los recursos de la comunidad serían puestos a escote, hasta el límite de su capacidad, en beneficio de la Unión; segundo, que cualquier déficit que resulte, podrá suplirse con facilidad mediante empréstitos.

La potestad de hacerse de fondos adicionales como consecuencia de gravámenes sobre nuevos objetos, capacitaría al gobierno nacional para pedir prestado lo que puedan exigir sus necesidades. En tal caso los extranjeros, así como los ciudadanos de América, podrán tener confianza en sus compromisos; pero fiarse de un gobierno que depende a su vez de otros trece en lo que se refiere a los medios para cumplir sus contratos, requiere un grado de credulidad que raras veces se encuentra en las transacciones pecuniarias del género humano y es poco compatible con la perspicacia habitual de la avaricia, una vez que la situación de dicho gobierno se perciba claramente.

Las reflexiones de este género quizás pesen muy poco en la mente de los hombres que esperan ver reproducidas en América las apacibles escenas de los tiempos poéticos o fabulosos; pero quienes creen que vamos a experimentar la parte que nos toque de las vicisitudes y calamidades que han sido el patrimonio de los demás países, seguramente las encontrarán dignas de cuidadosa atención. Estos hombres tienen que contemplar con dolorosa preocupación la situación actual de su país, y que lamentar los males de que la ambición o la venganza pueden tan fácilmente hacerlo víctima.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es considerado el autor de este escrito)

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