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EL FEDERALISTA

Número 29



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La potestad de reglamentar la guardia nacional y la de llamarla al servicio en épocas de insurrección o invasión, son consecuencias naturales de la obligación de dirigir la defensa común y de velar por la paz interna de la Confederación.

No se necesita ser perito en la ciencia de la guerra para discernir que la uniformidad en la organización y disciplina de la milicia tendría los más benéficos efectos en todas las ocasiones en que se llamara a ésta a cooperar en la defensa pública. Dicha uniformidad le permitiría desempeñar sus deberes en el campamento y durante la campaña en completa correspondencia y concertadamente -lo cual es de gran importancia para las operaciones de un ejército-, y la prepararía para adquirir con mayor rapidez el grado de pericia en las actividades militares indispensables para que resultara útil. Tan deseable uniformidad sólo puede realizarse confiando la organización de la milicia a la autoridad nacional. Es, por tanto, con la más evidente propiedad, que el plan de la convención propone que se faculte a la Unión para proveer lo necesario para organizar, armar y disciplinar a la milicia, y para gobernar aquella parte de ésta que pueda utilizarse en el servicio de los Estados Unidos, reservando a los respectivos Estados el nombramiento de oficiales y la autoridad de instruir a la milicia de acuerdo con la disciplina prescrita por el Congreso.

De los diferentes motivos en que se ha tomado pie para oponerse al plan de la Convención, ninguno tan sorprendente y tan insostenible en sí mismo como el que ha servido para atacar esta cláusula. Si una guardia nacional bien ordenada es la defensa más natural de un país libre, seguramente que debe estar bajo las órdenes del organismo constituido en guardián de la seguridad nacional y a disposición de él. Si los ejércitos permanentes son un peligro para la libertad, un dominio eficaz sobre la guardia nacional por parte del cuerpo a cuyo cuidado se confía la protección del Estado, removerá, en cuanto ello es posible, los motivos y pretextos para que se cree esa desfavorable institución. Si el gobierno federal puede solicitar la ayuda de la milicia en las emergencias que exijan que el brazo militar apoye a la magistratura civil, podrá prescindir más facilmente de emplear otra clase de fuerza. Si no le es posible contar con la primera, tendrá necesariamente que acudir a la segunda. Hacer innecesario al ejército será un procedimiento más seguro de impedir su existencia que mil prohibiciones sobre el papel.

Para provocar odiosidad contra el poder de disponer de la milicia para hacer cumplir las leyes de la Unión, se ha hecho notar que no existe en la Constitución propuesta ninguna disposición que autorice para convocar al posse comitatus con el objeto de que auxilie a los magistrados en el desempeño de sus deberes; de lo cual se ha inferido la intención de que el ejército sea el único auxiliar de aquéllos. Se advierte una extraña incoherencia en las objeciones que se han presentado, inclusive en las que proceden del mismo sector, lo cual no es de naturaleza a inspirar una opinión muy favorable de la sinceridad o buena fe de sus autores. Las mismas personas que nos dicen por un lado que los poderes del gobierno federal serán despóticos e ilimitados, nos informan por otro que dicho gobierno no poseerá siquiera autoridad para llamar al posse comitatus. Afortunadamente, esto último se queda tan corto respecto a la verdad como lo primero la excede. Sería tan absurdo dudar de que el derecho de expedir todas las leyes necesarias y apropiadas para ejercer sus facultades expresas incluiría el de requerir la ayuda de los ciudadanos para los funcionarios encargados de la ejecución de esas leyes, como lo sería el creer que el derecho de aprobar las leyes necesarias y apropiadas para fijar y recaudar los impuestos implicaría el poder de modificar las normas sobre derechos sucesorios o sobre la trasmisión de la propiedad raíz, o el de suprimir el jurado en los juicios en que procede. Siendo evidente que la suposición de la ausencia de facultades para requerir el auxilio del posse comitatus carece por completo de fundamento, deduciremos que la conclusión que se desprende de ella, respecto a su aplicación a la autoridad del gobierno federal sobre la milicia, es tan maliciosa como ilógica. ¿Qué razón podría haber para suponer que la fuerza sería el único instrumento de la autoridad, solamente porque existe el derecho a utilizarla cuando sea necesario? ¿Qué pensaremos de los motivos que pueden inducir a hombres sensatos a razonar así? ¿Cómo evitar un conflicto entre nuestra caridad y nuestro juicio?

Por un curioso refinamiento del espíritu de recelo republicano, se nos enseña inclusive a ver una amenaza en la milicia si está en manos del gobierno federal. Se nos dice que pueden formarse cuerpos escogidos, integrados por elementos jóvenes y vehementes, que luego sirven de instrumento a un poder arbitrario. Es imposible prever qué plan desarrollará el gobierno nacional con el objeto de organizar la milicia. Pero lejos de coincidir con los puntos de vista de los que se oponen a los cuerpos selectos por juzgados peligrosos, si se ratificase la Constitución y un miembro de la legislatura federal procedente de este Estado me interrogase acerca de mi opinión sobre el establecimiento de la milicia, le contestaría, poco más o menos, lo que sigue:

El proyecto de disciplinar toda la milicia de los Estados Unidos es tan fútil como sería perjudicial, si fuera susceptible de llevarse a la práctica. Para adquirir mediana pericia en los ejercicios militares se requiere tiempo y práctica, y no bastan ni un día, ni siquiera una semana para lograrla. Obligar al estado llano y a las demás clases de ciudadanos a estar sobre las armas con el fin de practicar los ejercicios y evoluciones militares con la frecuencia necesaria que alcancen un grado de perfeccionamiento tal que puedan considerarse como una milicia bien organizada, constituiría una gran molestia para el pueblo, así como un inconveniente y detrimento general. Produciría una disminución anual en la labor productiva del país, que montaría, si calculamos sobre la base de la población actual, a una cantidad bastante cercana al costo de las dependencias civiles de todos los Estados. Sería una imprudencia intentar una cosa que reduciría tan notablemente la suma del trabajo y la industria; y de realizarse el experimento no podría prosperar, pues no sería tolerado mucho tiempo. Con respecto a la masa del pueblo es difícil aspirar a más que armarla y equiparla convenientemente; y para vigilar que no se descuida este punto, habrá que reunirlo una o dos veces al año.

Pero si bien hay que abandonar el proyecto de impartir disciplina militar a toda la nación, por perjudicial o irrealizable, es de la mayor importancia que lo antes posible se adopte un plan bien meditado para la buena organización de la milicia. La atención del gobierno debería concentrarse sobre todo en la formación de un cuerpo selecto de un tamaño moderado, con sujeción a las reglas que fueran necesarias para capacitarlo efectivamente para servir en casos de urgencia. Reduciendo a esto el plan, sería posible tener un excelente cuerpo de milicia bien preparado, listo para entrar en acción siempre que lo exigiese la defensa del Estado. Con esto no sólo disminuiría la necesidad de las organizaciones militares, sino que, en el supuesto de que las circunstancias obligasen al gobierno a formar un ejército de cierta magnitud, éste no podría nunca amenazar las libertades del pueblo mientras existiese un cuerpo numeroso de ciudadanos, poco o nada inferiores a aquél en disciplina y en el manejo de las armas y dispuestos a defender tanto sus derechos como los de sus conciudadanos. Creo que ésta es la única alternativa de un ejército permanente en que puede pensarse y la mejor salvaguardia posible contra él, si llega a existir.

De esta suerte razonaría yo sobre el mismo asunto -como se ve, de manera distinta a la de los adversarios de la Constitución propuesta-, deduciendo argumentos a favor de la seguridad, de las mismas fuentes que ellos describen como erizadas de peligros y de causas de ruina. Pero ni ellos ni nosotros podemos adivinar lo que la legislatura nacional discurrirá acerca de este punto.

Es tan extravagante y forzada la idea de que la guardia nacional representa una amenaza para la libertad, que no sabemos si escribir sobre ella en serio o en broma; si considerarla como un simple ejercicio de habilidad, semejante a las paradojas de los retóricos, como un artificio insincero para difundir prejuicios a cualquier costa o como el resultado del fanatismo político. ¿Dónde, en nombre de Dios, han de concluir nuestros temores, si no podemos confiar en nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros vecinos y conciudadanos? ¿Qué sombra de peligro pueden ofrecer hombres que se mezclan a diario con el resto de sus compatriotas y que comparten sus mismos sentimientos, conceptos, costumbres e intereses? ¿Qué motivos razonables de aprensión pueden colegirse de la facultad de la Unión para organizar estas milicias y requerir sus servicios cuando sean necesarios, en tanto que los distintos Estados retienen ellos solos el derecho exclusivo de nombrar a los oficiales? Si fuera posible abrigar alguna desconfianza de la milicia únicamente porque la organizará el gobierno federal, la circunstancia de que los Estados nombren a los oficiales debería extinguirla inmediatamente. No hay duda de que esta prerrogativa les asegurará en todo tiempo una influencia preponderante sobre la milicia.

El hombre que lea muchas de las publicaciones contra la Constitución, está expuesto a imaginarse que está recorriendo alguna novela o un cuento mal escrito, que en vez de imágenes naturales y agradables, ofrece a su imaginación horribles y deformes figuras.

Gorgonas, hidras y horribles quimeras que desnaturalizan y deforman lo que quieren representar y convierten a todo lo que tocan en un monstruo.

Proporcionan una muestra de lo anterior las exageradas y fantásticas insinuaciones que se han lanzado alrededor de la facultad de requerir los servicios de la guardia nacional. Que la de Nuevo Hampshire va a ser despachada a Georgia, la de Georgia a Nuevo Hampshire, la de Nueva York a Kentucky y la de Kentucky al Lago Champlain. Más aún, que las deudas con Francia y Holanda se van a pagar con milicianos en vez de con luises o ducados. Un día se dice que va a haber un gran ejército para acabar con las libertades del pueblo; al otro, las milicias de Virginia van a ser arrancadas de sus hogares para dominar la rebelión republicana de Massachusetts, a quinientas o seiscientas millas de distancia; que las de Massachusetts serán transportadas a igual distancia para someter la refractaria altanería de los aristocráticos virginianos. Las personas que deliran de este modo ¿pueden imaginar que su arte o su elocuencia van a imponer esas fantasías o absurdos a los americanos como si fuesen verdades de a folio?

Si existiera un ejército que pudiese servir de instrumento al despotismo, ¿para qué tener una milicia? Y de no haber ejército, ¿dónde iría la milicia irritada por haber sido llamada a una remota e infructuosa expedición, con el propósito de reducir a la esclavitud a una parte de sus compatriotas, sino hasta la sede de los tiranos que meditaron tan necio como perverso proyecto, para aplastar las usurpaciones del poder que habían ideado y hacer con ellos un escarmiento de la justa venganza del pueblo vejado y exasperado? ¿Es así como los usurpadores intentan dominar a una nación culta y numerosa? ¿Empiezan por excitar el aborrecimiento de los que serán instrumentos de los abusos que proyectan? ¿Acostumbran iniciar su carrera con actos desenfrenados y repugnantes de poder, desprovisto de todo fin que no sea atraerse el odio y la execración universales? ¿Son acaso estas suposiciones las sobrias advertencias de patriotas sensatos a un pueblo que también lo es? ¿O son las delirantes exaltaciones de incendiarios o de fanáticos destemplados? Incluso si supusiéramos que los gobernantes nacionales estuvieran impulsados por la ambición más desenfrenada, es imposible creer que emplearían tan descabellados procedimientos para realizar sus designios.

En épocas de insurrección o de invasión sería natural y lógico que la milicia de un Estado vecino penetrara en otro para resistir a un enemigo común o para salvar a la República de las violencias de la facción o la sedición. Este primer caso ocurría a menudo durante la última guerra; y de hecho la asistencia recíproca es una de las principales finalidades de nuestra asociación política. Si la potestad de proporcionarla se pone bajo la dirección de la Unión, no habrá temor de que se desatiendan, por negligencia o indeferencia, los peligros que se ciernen sobre un vecino, hasta que su proximidad agregue los móviles de la propia conservación a los débiles impulsos del deber y la simpatía.

PUBLIO

(Es a Alexander Hamilton a quien se considera autor de este escrito)

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