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EL FEDERALISTA

Número 28



Al pueblo del Estado de Nueva York:

No puede negarse que podrían presentarse circunstancias que hicieran necesario el empleo de la fuerza por parte del gobierno nacional. Nuestra propia experiencia ha corroborado las lecciones que nos proporciona el ejemplo de otras naciones; que a veces se suscitan emergencias de esa índole en todas las sociedades, sea cual fuere su constitución; que las sediciones e insurrecciones son, por desgracia, enfermedades tan naturales en el cuerpo político como los tumores y las erupciones en el cuerpo humano; que la idea de gobernar perpetuamente sin más armas que la ley (que según se nos dice, es el único principio admisible en un gobierno republicano) sólo existe en los ensueños de esos doctores políticos cuya sagacidad desdeña las enseñanzas de la instrucción experimental.

Si el gobierno nacional se viera en uno de esos casos de emergencia, no habría otro medio que el de la fuerza. Los medios que se pongan en juego deben guardar proporción con la importancia del mal. Si se tratara de una conmoción leve en una pequeña parte de un Estado, la milicia del resto del territorio bastaría para reprimirla, y debemos suponer que se hallaría dispuesta a cumplir con su obligación. Una insurrección, cualquiera que sea su causa inmediata, pone eventualmente en peligro a todo el gobierno. El amor a la paz pública, si no a los derechos de la Unión, impulsaría a los ciudadanos no comprendidos en el movimiento a oponerse a los insurgentes; y si el gobierno general probare en la práctica que favorecía la prosperidad y el bienestar del pueblo, sería absurdo creer que éste no se hallaría dispuesto a sostenerlo.

Si, al contrario, la insurrección se extendiese a todo un Estado o a su mayor parte, sería indispensable utilizar otra clase de fuerza. Parece que Massachusetts se vio en la necesidad de organizar tropas para reprimir sus desórdenes internos; que Pensilvania, por el solo hecho de temer disturbios entre una parte de sus ciudadanos, ha considerado conveniente recurrir a la misma medida. Supongamos que el Estado de Nueva York se hubiera inclinado a recobrar la jurisdicción que perdió sobre los habitantes de Vermont: ¿podría haber esperado buen exito en esa empresa sin más ayuda que la de la milicia? ¿No se habría visto obligado a formar y a mantener fuerzas más disciplinadas para llevar adelante su designio? Si, pues, es forzoso reconocer que los gobiernos mismos de los Estados pueden verse, en estas circunstancias extraordinarias, en la necesidad de recurrir a una fuerza armada que no sea la milicia, entonces ¿por qué se ha de negar la posibilidad de que el gobierno experimente la misma necesidad, en casos semejantes de apuro? ¿No ha de sorprendemos el que hombres que manifiestan su adhesión a la Unión en abstracto, señalen como objeción contra la Constitución propuesta un punto aplicable con diez veces más razón al plan por el que pelean; y que, hasta donde se funda en la verdad, es una consecuencia inevitable en toda sociedad civil organizada en una escala más amplia? ¿Quién no preferiría esta posibilidad a las agitaciones incesantes y frecuentes revoluciones que son los azotes constantes de las pequeñas Repúblicas?

Examinemos ahora el asunto desde otro punto de vista, suponiendo que, en vez de un sistema general, se formarán dos, tres o inclusive cuatro Confederaciones: ¿no se opondrían a la actuación de éstas las mismas dificultades? ¿No estaría cada una de ellas expuesta a las mismas contingencias, y al presentarse éstas no se verían obligadas, para reforzar su autoridad, a recurrir a los mismos medios que se rechazan en el caso de un gobierno que abarque a todos los Estados? Y en este supuesto ¿estaría la milicia más pronta o más apta a sostener la autoridad federal que si existiera una union general? Cualquier hombre inteligente y sincero tendrá que reconocer, si es que reflexiona como es debido, que en su esencia la objeción es igualmente aplicable a ambos casos; y que aunque tengamos un solo gobierno para todos los Estados, o distintos gobiernos para distintas porciones de ellos, o inclusive si los Estados se dividieren por completo (1), en ocasiones puede ser indispensable utilizar fuerzas constituidas en forma distinta que la guardia nacional con el objeto de conservar la paz pública y de sostener la autoridad de las leyes contra ciertas violentas agresiones que equivalen a insurrecciones y rebeldías.

Haciendo caso omiso de otros razonamientos, basta contestar a los que exigen una cláusula más terminante contra la existencia de fuerzas militares en períodos de paz, que todo el poder del gobierno en proyecto estará en manos de los representantes del pueblo. Ésta es la seguridad esencial y, después de todo, la única eficaz de los derechos y privilegios del pueblo que es asequible en la sociedad civil (2).

Si los representantes del pueblo traicionan a sus electores, no queda otro recurso que el ejercicio de ese derecho primordial de defensa propia que es superior a todas las formas positivas de gobierno, y que puede ejercerse con muchas más probabilidaoes de éxito contra las usurpaciones de los gobernantes nacionales que contra las de los de un Estado individual. En un Estado centralizado, como los distintos distritos, demarcaciones o provincias en que se divide, no poseen un gobierno aparte, no pueden tomar medidas legales para defenderse en el caso de que las personas investidas con el poder supremo se conviertan en usurpadores. Los ciudadanos se verán precisados a acudir tumultuosamente a las armas, sin orden ni concierto, y sin recursos, como no sean los de su valor y su desesperación. Los usurpadores, revestidos de las formas de la autondad legal, pueden demasiado a menudo aplastar en su germen la naciente oposición. Cuanto más pequeño sea el territorio, más difícil le será al pueblo organizar un plan regular y sistemático de oposición y más fácil resultará vencer sus primeros esfuerzos. Se podrán descubrir más pronto sus preparativos y movimientos, y la fuerza militar, a las órdenes de los usurpadores, se podrá lanzar más rápidamente contra el sitio donde se ha iniciado la oposición. En semejante situación, sería necesaria una coincidencia especial de circunstancias favorables para asegurarle el éxito a la resistencia popular.

Los obstáculos para la usurpación y las facilidades de resistencia aumentan al ser mayor la extensión del Estado, a condición de que los ciudadanos conozcan sus derechos y se hallen dispuestos a defenderlos. La fuerza natural del pueblo relativamente a la fuerza artificial del gobierno, es mayor en una comunidad numerosa que en una reducida y, por lo tanto, más capaz de luchar contra los intentos tiránicos del gobierno. Pero en una confederación, el pueblo puede tenerse, sin exageración, como dueño completo de su propio destino. Como el poder es casi siempre el rival del poder, el gobierno general estará siempre alerta para contener las usurpaciones de los gobiernos estatales, y éstos obrarán de igual modo respecto al gobierno general. El pueblo podrá arrojar su peso en cualquiera de los dos platillos de la balanza y hacerlo preponderar en todos los casos. Si cualquiera de los dos invadiese sus derechos, podrá utilizar al otro como medio para enderezar la situación. ¡Qué sabio será si cuida de la unión y conserva, por consecuencia, una ventaja que nunca será suficientemente apreciada!

Puede admitirse como un axioma en nuestro sistema político, el que los gobiernos de los Estados nos protegerán cabalmente y en todas las contingencias posibles contra las agresiones de la autoridad nacional en perjuicio de la libertad del pueblo. No hay velos capaces de ocultar los proyectos de usurpación a la perspicacia de círculos escogidos de individuos, por mucho que puedan engañar al público en general. Las legislaturas poseerán mejores medios de informarse que éste, podrán descubrir el peligro desde lejos y adoptar inmediatamente un sistema regular de oposición en el que cooperen todos los recursos de la comunidad, puesto que dispondrán de todos los órganos del poder civil y de la confianza del pueblo. Pueden comunicarse rápidamente de uno a otro Estado y unir las fuerzas de todos para proteger la libertad común.

La gran extensión del país constituye otro factor de protección. Ya hemos experimentado su eficacia contra los ataques de una potencia extranjera, y daría los mismos resultados exactamente contra las acometidas de jefes ambiciosos en las asambleas nacionales. Aunque el ejército federal lograra acallar la resistencia de un Estado, los Estados más distantes podrían reunir mientras tanto nuevas fuerzas que enfrentarle. Las ventajas obtenidas en un sitio tendrían que ser abandonadas para someter a la oposición en otros; y en cuanto la parte ya reducida a la obediencia se encontrara sola, renovaría sus esfuerzos y renacería su resistencia.

Es preciso recordar que la magnitud de la fuerza militar la determinarán, en todo caso, los recursos del país. Durante mucho tiempo no será posible sostener un gran ejército; y a medida que los medios para lograrlo aumenten, la población y fuerza natural de la comunidad aumentarán también en proporción. ¿En qué época podrá el gobierno federal reclutar y mantener un ejército capaz de extender su despotismo sobre el pueblo de un inmenso imperio, que está en situación, a través de los gobiernos de sus Estados, de proveer a su propia defensa, con toda la celeridad, el orden y método con que pueden hacerlo las naciones independientes? Esa aprensión puede considerarse como una enfermedad, para la que no se halla cura en los recursos de la argumentación y el razonamiento.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es considerado el autor de este escrito)




(1) En el texto revisado, o si hubiere tantos gobiernos aislados como hay Estados.

(2) La medida de su eficacia se examinará más adelante.- PUBLIO.

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