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EL FEDERALISTA

Número 27



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Se nos ha dicho en diferentes tonos que una Constitución como la propuesta por la convención no podrá funcionar sin la ayuda de una fuerza militar que ejecute sus leyes. Sin embargo, esto, como casi todas las cosas que ha alegado el partido contrario, es una simple afirmación carente del apoyo que le proporcionaría la enunciación precisa o inteligible de las razones en que se funda. Hasta donde he podido adivinar la intención latente de los impugnadores, me parece que su objeción dimana del presupuesto relativo a que el pueblo verá con malos ojos el que la autoridad federal intervenga en cualquier asunto de carácter interno. Dejando a un lado los reparos que pudiera suscitar lo inexacto u oscuro de la distinción entre lo que es interno y lo que es externo, indaguemos qué motivos hay para suponer esa actitud por parte del pueblo. A menos que imaginemos simultáneamente que las atribuciones del gobierno general se desempeñarán peor que las de los gobiernos de los Estados, no parece que haya motivo para la hipótesis de mala voluntad, desafecto u oposición por parte del pueblo. Creo que puede afirmarse como regla general que su confianza en un gobierno y su obediencia al mismo, corresponderán comúnmente a la bondad o maldad de la administración de éste. Admitamos que hay excepciones a esta regla; pero estas excepciones dependen tanto de causas accidentales, que no puede considerarse que guarden relación alguna con los méritos o los defectos intrínsecos de una Constitución. Sobre éstos sólo es posible juzgar a la luz de principios y máximas generales.

Ya hemos sugerido varias razones, a lo largo de estos escritos, de las cuales se deduce la probabilidad de que el gobierno general será administrado mejor que los gobiernos particulares; las principales consisten en que la extensión de la esfera electoral ofrecerá mayor opción o amplitud de elección al pueblo; que hay motivos para suponer que el Senado nacional se formará siempre con especial cuidado y discernimiento como consecuencia de la intervención de las legislaturas de los Estados, que están compuestas de hombres escogidos, y deben designar a los miembros del mencionado cuerpo, que estas circunstancias hacen concebir la esperanza de mayor inteligencia y una formación más amplia en el seno de las asambleas nacionales, así como que estarán menos expuestas al contagio del espíritu de partido y más libres de esos malos humores ocasionales o prejuicios y propensiones temporales que, en sociedades más reducidas, contaminan frecuentemente a los consejos públicos, producen la injusticia y la opresión de una parte de la comunidad y engendran proyectos que, aunque satisfagan una afición o un deseo momentáneos, acaban siempre suscitando la zozobra, el disgusto y la repugnancia generales. Varias otras razones suplementarias que refuerzan esa probabilidad se expondrán cuando examinemos críticamente la estructura interior del edificio que se nos invita a erigir. Aquí bastará observar que mientras no se señalen razones plausibles para justificar la opinión de que el gobierno federal será administrado en tal forma que se hará odioso o despreciable a los ojos del pueblo, no puede existir una base razonable para suponer que las leyes de la Unión encontrarán mayor obstrucción de parte de aquél o necesitarán otros métodos para lograr su cumplimiento que las leyes de los miembros particulares.

La esperanza de la impunidad es el gran aguijón de la sedición; el temor del castigo, su más poderoso freno. ¿No le será más fácil al gobierno de la Unión, que, en el caso de que disponga del grado necesario de poder, tendrá en su mano llamar en su ayuda a los recursos colectivos de toda la Confederación, reprimir el primer sentimiento e inspirar el segundo, que al gobierno de un solo Estado, que únicamente dispondrá de los recursos existentes en su interior? La facción turbulenta de un Estado puede fácilmente suponerse capaz de contender con los partidarios del gobierno en ese Estado; pero apenas es creíble que sea tan ciega de imaginarse digna contrincante de los esfuerzos combinados de la Unión. Si la observación es exacta, hay menos peligro de que las ligas irregulares de individuos ofrezcan resistencia a la autoridad de la Confederación que a la de uno solo de sus miembros.

Me arriesgaré ahora a hacer una reflexión que, no por novedosa que parezca a algunos elementos, es menos justa; y consiste en que cuanto más se mezclen los actos de la autoridad nacional al ejercicio ordinario del gobierno, más se habituarán los ciudadanos a tropezarse con ella en los incidentes diarios de su vida política, más se familiarizarán con ella sus ojos y sus sentimientos, más hondo penetrará en aquellos objetos que influyen sobre las cuerdas más sensibles y ponen en movimiento los resortes más activos del corazón humano y mayor será la probabilidad de que se atraiga el respeto y la fidelidad de la comunidad. El hombre es, en mucha parte, la hechura del hábito. Lo que rara vez impresiona sus sentidos generalmente tiene muy poca influencia sobre su ánimo, y difícilmente puede esperarse que un gobierno que se mantiene siempre a distancia e invisible, se gane los sentimientos del pueblo. De aquí se infiere que la autoridad de la Unión y el afecto de los ciudadanos hacia ella se verán fortalecidos por su ingerencia en las materias que se designan como de interés interior; y que las ocasiones de recurrir a la fuerza disminuirán en la medida en que su acción sea más familiar y más amplia su esfera. Cuanto más circule por esos cauces y corrientes en que naturalmente fluyen las pasiones de la humanidad, menos requerirá la ayuda de los violentos y peligrosos procedimientos de la coacción.

Lo que en todo caso es evidente, es que un gobierno como el que se propone tendrá mayores probabilidades de evitar la necesidad de usar la fuerza que esa especie de liga por la que se ha declarado la oposición, y que únicamente tendría autoridad para actuar sobre los Estados en su aspecto político o colectivo. Ya hemos demostrado que en esa Confederación no cabe otra sanción para el incumplimiento de las leyes que la fuerza; que las frecuentes infracciones de los miembros son el resultado natural de la estructura misma del gobierno, y que cuantas veces ocurran, sólo pueden remediarse, en cuanto ello es factible, por la violencia y la guerra.

El plan sobre el que ha dictaminado la convención, al extender la autoridad de la jefatura federal hasta los ciudadanos de los diferentes Estados, permitirá al gobierno utilizar a la magistratura ordinaria en la ejecución de sus leyes. Es fácil percibir que esto tenderá a destruir en la mente del vulgo cualquier distinción respecto a las fuentes de donde las leyes procedan; y le proporcionará al gobierno federal la misma ventaja, en cuanto a obtener la obediencia debida a su autoridad, de que disfruta el gobierno de cada Estado, a más de la influencia sobre la opinión pública que le ha de prestar la importante circunstancia de poder llamar en su ayuda y apoyo a los resortes de toda la Unión. Merece particular atención en este punto que las leyes de la Confederación, respecto a los objetos enumerados y legítimos de su jurisdicción, se convertirán en la ley suprema del país, y que a su cumplimiento estarán obligados, por la santidad de un juramento, todos los funcionarios, legislativos, ejecutivos y judiciales, en cada Estado. Así, las legislaturas, tribunales y magistrados de los respectivos miembros se verán incorporados a los actos del gobierno nacional hasta el punto adonde se extienda su autoridad justa y constitucional; y se convertirán en sus auxiliares para lograr la observancia de sus leyes (1). Todo hombre que reflexione sobre lo anterior y saque las consecuencias de esta situación, advertirá que existen buenas razones para confiar en que las leyes de la Unión serán cumplidas normal y pacíficamente, si sus poderes se administran con la proporción ordinaria de prudencia. Si suponemos arbitrariamente lo contrario, podemos deducir lo que nos plazca de esa suposición; porque seguramente no es imposible, con el imprudente ejercicio de sus facultades por el mejor gobierno que haya existido o que alguna vez pueda instituirse, provocar al pueblo y precipitarlo a los mayores excesos. Pero aunque los adversarios de la Constitución proyectada presumieran que los gobernantes nacionales serían insensibles a las consideraciones del bien público, a las obligaciones que impone el deber, todavía les preguntaría en qué favorecería semejante conducta los intereses de la ambición o los propósitos abusivos.

PUBLIO

(Se supone como autor de este escrito a Alexander Hamilton)




Notas

(1) En el lugar oportuno se aclarará plenamente el sofisma que se ha utilizado para demostrar que esto tenderá a la destrucción de los gobiernos locales.- PUBLIO.

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