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EL FEDERALISTA

Número 26



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Apenas podía esperarse que en una revolución popular el espíritu humano se detuviera en el límite saludable entre el poder y los fueros, y que armoniza la energía del gobierno con la seguridad de los derechos privados. Los males que sufrimos ahora tienen como principal origen el hecho de haber fracasado en este importante y delicado punto, y si no cuidamos de evitar la repetición de tal error en nuestros intentos futuros por rectificar y mejorar nuestro sistema, andaremos de una quimera a otra; ensayaremos cambio tras cambio; pero no conseguiremos jamás una verdadera mejora.

La idea de restringir la autoridad legislativa, en lo tocante a los medios de asegurar la defensa nacional, es una de esas sutilezas que tienen su origen en un amor más fervoroso que ilustrado a la libertad. Hemos visto, sin embargo, que hasta hoy no ha prevalecido gran cosa; que aun en este país, donde apareció por primera vez, Pensilvania y la Carolina del Norte son los dos únicos Estados que la han apoyado en cualquier grado; y que los demás se han negado absolutamente a prohijarla, juzgando sabiamente que en alguna parte hay que depositar la confianza; que la necesidad de proceder así se halla implícita en el acto mismo de delegar poderes, y que es preferible correr el riesgo de que se abuse de esa confianza que crear estorbos al gobierno y poner en peligro la paz pública con impolíticas restricciones a la autoridad legislativa. Los adversarios de la Constitución propuesta combaten en este punto la decisión general del país; y en vez de que la experiencia les enseñe la conveniencia de corregir cualesquiera exageraciones en que hayamos incurrido, parecen dispuestos a precipitamos en otras aún más peligrosas y extravagantes. Como si el tono del gobierno les pareciese demasiado elevado o demasiado rígido, las doctrinas que difunden tienen como mira inducirnos a abatirlo o aflojarlo, mediante expedientes que en otras ocasiones han sido reprobados o reprimidos. Podemos afirmar, sin que se califique nuestra afirmación de invectiva, que, si los principios que preconizan pudieran prevalecer hasta el punto de convertirse en el credo popular, incapacitarían totalmente al pueblo de este país para cualquier forma de gobierno. Pero no hay que temer semejante peligro. Los ciudadanos de América poseen demasiado discernimiento para dejarse arrastrar a la anarquía. Y mucho me equivoco si la experiencia no ha inculcado profundamente en el espíritu público la solemne convicción de que es indispensable mayor energía en el gobierno, para el bienestar y la prosperidad de la comunidad.

No creo fuera de lugar resumir aquí el origen y el progreso de esta idea que aspira a suprimir los ejércitos permanentes en tiempo de paz. Aunque puede surgir en ciertas mentes estudiosas al observar la naturaleza y tendencia de tales instituciones y corroborarse con los acontecimientos ocurridos en otros países y edades, sin embargo, como sentimiento nacional, su origen se encuentra en las ideas tradicionales que recibimos de la nación de que proceden los habitantes de estos Estados como regla general.

En Inglaterra, durante gran parte del tiempo que siguió a la conquista normanda, la autoridad del monarca era casi ilimitada. Poco a poco las prerrogativas reales fueron reduciéndose en favor de la libertad, por parte de los barones primero y del pueblo después, hasta que la mayor parte de sus pretensiones más formidables desaparecieron. Pero hasta la revolución de 1688, que elevó al príncipe de Orange al trono de la Gran Bretaña, no triunfó completamente la libertad inglesa. Como consecuencia incidental del poder ilimitado de hacer la guerra, que era una prerrogativa reconocida de la Corona, Carlos II había mantenido en pie, de propia autoridad, en épocas de paz, un cuerpo de cinco mil soldados de línea. Jacobo II lo aumentó a treinta mil, y los pagaba de sus gastos particulares. La revolución, para abolir el ejercicio de facultad tan peligrosa, incorporó a la Declaración de Derechos que se formuló en esa ocasión, un articulo, según el cual el reclutar o sostener un ejército permanente dentro del reino en época de paz, a no ser que mediase la autorización del Parlamento, era contrario a la ley.

En aquel reino, cuando el pulso de la libertad latía más fuerte, no se creyó necesaria otra precaución contra el peligro de los ejércitos permanentes que la prohibición de que los reclutara o mantuviera el magistrado ejecutivo por su sola autoridad. Los patriotas que llevaron a cabo tan memorable revolución eran demasiado ponderados y estaban demasiado bien informados, para pensar en restringir el arbitrio legislativo. Se daban cuenta de que cierto número de tropas era indispensable para guardias y guarniciones; de que no se podían señalar límites precisos a las exigencias nacionales; de que es necesario que exista en alguna parte del gobierno un poder capaz de hacer frente a cualquier contingencia, y de que cuando atribuyeron el ejercicio de ese poder al buen juicio de la legislatura, habían llegado a la precaución extrema de que era conciliable con la seguridad de la sociedad.

El pueblo de América parece haber derivado de la misma fuente la impresión hereditaria de que los ejércitos permanentes en tiempo de paz constituyen un peligro para la libertad. Las circunstancias de la revolución avivaron la sensibilidad pública en todos los puntos relacionados con la salvaguardia de los derechos populares y en ciertos casos exaltaron nuestro celo más allá del grado conveniente a la temperatura del cuerpo político. Los intentos de dos de los Estados por restringir la potestad de la legislatura en el capítulo de las organizaciones militares, se cuentan entre esos ejemplos. Los principios que nos habían enseñado a desconfiar de los poderes de un monarca hereditario fueron extendidos, en virtud de un imprudente exceso, a los representantes del pueblo en las asambleas populares. Inclusive en algunos Estados donde no cundió este error, encontramos declaraciones superfluas a efecto de que los ejércitos permanentes no deben conservarse en tiempo de paz sin el consentimiento de la legislatura. Las califico de innecesarias porque la razón que hizo que se adoptara una disposición análoga en la Declaración de Derechos inglesa, no puede aplicarse a ninguna de nuestras constituciones. El poder de formar ejércitos, con arreglo a esas constituciones, no puede estimarse que reside en otra parte que en las legislaturas mismas, por muchos esfuerzos de interpretación que se hagan; y era superfluo, si no es que absurdo, declarar que un acto no podría realizarse sin el consentimiento de la corporación que es la única que posee el poder de efectuarlo. Por lo tanto, en algunas de esas constituciones, entre ellas en la del Estado de Nueva York, que ha sido justamente elogiada en Europa y América, como uno de los mejores sistemas de gobierno establecidos en este país, no se habla para nada de este asunto.

Merece señalarse que inclusive en los dos Estados que parecen haber tenido la intención de impedir las instituciones militares en tiempo de paz, la forma de expresión que se ha empleado ha sido más bien admonitoria que prohibitiva. No dicen que no habrá ejércitos permanentes en tiempo de paz, sino que no se deberá sostenerlos. Esta ambigüedad de locución es probable que sea resultado de un conflicto entre la desconfianza y la convicción; entre el deseo de suprimir esas organizaciones a toda costa y el convencimiento de que su exclusión absoluta sería imprudente y peligrosa.

¿Puede dudarse de que semejante medida sería interpretada por la legislatura como un mero consejo cada vez que se creyera que el sesgo de los asuntos públicos requería apartarse de ella, y que se la haría ceder ante las necesidades reales o supuestas del Estado? Que el ejemplo ya citado de Pensilvania conteste. ¿Cuál es, pues (se puede preguntar), la utilidad de esa disposición si deja de regir en el momento mismo en que hay la propensión a desatenderla?

Examinemos si hay comparación posible, en punto a eficacia, entre la estipulación aludida y la que contiene la nueva Constitución, a efecto de restringir al plazo de dos años la autorización para erogar dinero en finalidades militares. La primera, por abarcar demasiado, está destinada a no lograr nada; la segunda, apartándose de extremos imprudentes y por ser perfectamente compatible con las exigencias de la nación, actuará saludable y convincentemente.

La legislatura de los Estados Unidos estará obligada por esa cláusula a deliberar por lo menos una vez cada dos años sobre la conveniencia de conservar en pie las fuerzas militares; a resolver de nuevo acerca de ese punto y a manifestar su opinión sobre el particular ante sus electores por medio de una votación formal. No goza de libertad para dotar al departamento ejecutivo de fondos permanentes destinados al mantenimiento del ejército, aunque su imprudencia llegase hasta depositar en él confianza tan impropia. Como el sectarismo tiene que impregnar a la fuerza, en diversos grados, todas las entidades políticas, habrá, sin duda, en la legislatura nacional personas dispuestas a denunciar las medidas y criticar los puntos de vista manifestados por la mayoría. La provisión de fondos para el sostenimiento de las fuerzas militares será siempre un tópico favorito de declamación. Cada vez que se aborde la cuestión, el partido de oposición despertará la atención del público y la atraerá sobre ella; y si la mayoría estUviera realmente dispuesta a traspasar los límites de lo debido, la comunidad será advertida del peligro y dispondrá de oportunidad para tomar medidas que la protejan. Como las legislaturas de los Estados serán ajenas a los partidos que se formen dentro de la legislatura nacional y se constituirán en los guardianes, no ya vigilantes, sino desconfiados y celosos de los derechos de los ciudadanos contra toda usurpación intentada por el gobierno federal, al llegar el período de sesiones del Congreso es seguro que mantendrán su atención alerta sobre la conducta de los gobernantes nacionales y que con gusto darán la voz de alarma al pueblo, en el caso de que se asomara alguna cosa indebida, y estarán dispuestas a ser no sólo la voz, sino el arma si es necesario, del descontento de aquél.

Los planes encaminados a destruir las libertades de una gran comunidad, requieren tiempo antes de que estén maduros para la ejecución. Un ejército bastante numeroso para amenazar esas libertades, sólo podría formarse mediante incrementos progresivos; y esto supondría no sólo una alianza temporal entre el poder legislativo y el ejecutivo, sino una larga e ininterrumpida conspiración. ¿Sería probable que esta conspiración llegara a existir? ¿Y es verosímil que, de existir, continuara, transmitiéndose a través de todos los cambios sucesivos que las elecciones bienales habrían necesariamente de producir en ambas cámaras? ¿Es lícito presumir que todo hombre, en el instante de ocupar su escaño en el Senado nacional o en la Cámara de Representantes, se tornará en traidor a sus electores y a su país? ¿Puede suponerse que no se encontraría un solo hombre suficientemente perspicaz para descubrir tan atroz conspiración, o bastante honrado y valiente para comunicar el peligro a sus electores? Si estas suposiciones pueden hacerse razonablemente, debe ponerse punto. final, inmediatamente, a toda delegación de autoridad. El pueblo debería resolverse a revocar todos los poderes de que se ha desprendido hasta ahora, dividiéndose en tantos Estados como condados hay en la actualidad, con el objeto de ponerse en aptitud de dirigir personalmente sus propios asuntos.

Aunque tales suposiciones fueran admisibles racionalmente, de todas maneras resultaría imposible que ese plan permaneciera oculto mucho tiempo. Lo anunciaría el hecho mismo de aumentar el ejército tan considerablemente en un período de profunda paz. ¿Qué razón verosímil podría darse, en un país que tuviera esa situación, para tan amplios aumentos de las fuerzas militares? Sería posible engañar al pueblo prolongadamente; y la destrucción del proyecto y de sus autores seguiría inmediatamente a su descubrimiento.

Se ha dicho que la disposición que limita a dos años la vigencia de las partidas del presupuesto destinadas al sostenimiento del ejército no daría resultado porque el Ejecutivo, una vez que dispusiera de tropas suficientes para atemorizar al pueblo y someterlo, encontraría en ellas suficientes recursos para poder renunciar a los autorizados por las leyes. Pero vuelve a surgir la pregunta, ¿con qué pretexto lograría disponer de fuerzas de esa magnitud en tiempo de paz? Si suponemos que fueron creadas a consecuencia de alguna insurrección interna o de alguna guerra exterior, el caso se sale de los términos de la objeción que se examina, pues la prohibición se endereza contra la facultad de mantener ejércitos en tiempos de paz. Habrá pocas personas tan ilusas como para sostener seriamente que no se debe organizar ejércitos para resistir a una invasión o sofocar una sublevación; y si en esas circunstancias la defensa de la comunidad exigiera un ejército tan numeroso que pusiera en peligro sus libertades, sería una de esas desgracias para las que no existe preservativo ni remedio. No hay forma posible de gobierno capaz de precavernos de ello; podría inclusive ser el resultado de una simple liga ofensiva y defensiva, si llegase a ser necesario para los confederados o aliados formar un ejército para la defensa común.

Pero es infinitamente menos probable que este mal nos amenace en un Estado de unión que en uno de desunión; y hasta podemos asegurar que es absolutamente improbable que lo experimentemos en la primera condición. No es fácil concebir la contingencia de peligros tan formidables para toda la Unión que exijan un ejército tan numeroso como para comprometer nuestras libertades, especialmente si nos fijamos en la ayuda que prestaría la guardia nacional, valioso y fuerte auxiliar con el que debe contarse siempre. Pero en un estado de desunión (como ya se demostró con amplitud en otro sitio), lo contrario de esta suposición sería no sólo probable, sino casi inevitable.

PUBLIO

(Es a Alexander Hamilton a quien se considera autor de este escrito)

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