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EL FEDERALISTA

Número 25



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Tal vez se presente el argumento de que los fines enumerados en el artículo anterior deben encargarse a los gobiernos de los Estados bajo la dirección de la Unión. Pero esto, en realidad, constituiría la inversión del principio fundamental de nuestra asociación política, ya que en la práctica trasladaría el cuidado de la defensa común, de la cabeza federal a los miembros individuales; proyecto éste que sería opresivo para algunos Estados, peligroso para todos, y funesto para la Confederación.

Los territorios españoles, británicos e indios que son nuestros vecinos, no lindan con ciertos Estados únicamente, sino que circundan a la Unión desde Maine hasta Georgia. Por lo tanto, el peligro, aunque en diferentes grados, nos es común. Y los medios de defenderse contra él, deben ser de la misma manera, objeto de consejos en que todos participen y costeados por el tesoro común. Algunos Estados, por su situación, se hallan más expuestos, entre ellos Nueva York. Conforme al plan de que cada quien provea a la defensa, Nueva York tendría que soportar íntegra la carga de las precauciones indispensables a su seguridad inmediata y a la protección mediata o definitiva de sus vecinos. Esto no sería equitativo por lo que respecta a Nueva York ni seguro por lo que concierne a los otros Estados. El sistema ofrecería múltiples inconvenientes. No es de esperar que los Estados a los que correspondiera sostener los organismos necesarios, tengan en mucho tiempo ni la capacidad ni la voluntad de soportar la carga de proveer adecuadamente a ese sostenimiento. En esta forma la seguridad de todos quedaría a merced de la parsimonia, imprevisión o falta de posibilidad de una de las panes. Si al aumentar y extenderse los recursos de esa parte aumentaran también y en proporción los caudales que sufragaba, los otros Estados se alarmarían bien pronto al ver todo el poder militar de la Unión en manos de dos o tres de sus miembros, probablemente varios de los más fuertes. Cada uno buscaría un contrapeso para el que fácilmente podrían inventarse excusas. En esta situación, los organismos militares, aumentados por la desconfianza recíproca, propenderían a inflarse más allá de sus dimensiones naturales o debidas; y estando a la disposición de cada miembro, serían los instrumentos para cercenar o demoler la autoridad nacional.

Antes presentamos las razones que inclinan a suponer que los gobiernos de los Estados querrán rivalizar con el de la Unión, movidos por el afán de poder; y que en cualquier pugna entre la cabeza federal y uno de sus miembros, el pueblo se pondrá al lado de su gobierno local. Si además de esta gran ventaja, la ambición de los miembros fuera estimulada por la posesión de una fuerza militar independiente, resultaría demasiado fácil y tentador el atacar y finalmente subvertir la autoridad constitucional de la Unión. Por otra parte, la libertad del pueblo estaría menos segura en estas circunstancias que en el supuesto de que las fuerzas nacionales se dejaran en manos del gobierno nacional. Pues si el ejército ha de considerarse como una peligrosa arma del poder, es preferible que esté en las manos del que es más probable que el pueblo desconfíe, que en aquellas de que tenga menos desconfianza. Porque el tiempo y la experiencia han confirmado ser verdad que el pueblo se halla siempre menos seguro cuando aquellos de quienes menos se sospecha, disponen de medios para perjudicarlo en sus derechos.

Los autores de la actual Confederación, dándose cuenta del riesgo que correría la Unión si los Estados contaran separadamente con fuerzas militares, prohibieron a éstos, en términos expresos, sostener barcos o ejércitos sin autorización del Congreso. Lo cierto es que la existencia de un gobierno federal y las organizaciones militares bajo el mando de los Estados, se hallan en un desacuerdo tan grande entre sí como el que existe entre el proveimiento adecuado del tesoro federal y el sistema de cuotas y requisiciones. Existen otros aspectos de la cuestión, además de los ya notados, en que resaltará igualmente la inoportunidad de cualquier restricción que limite la libertad de la legislatura nacional. El propósito. de la objeción antes citada es el de impedir los ejércitos permanentes en tiempo de paz, aunque nunca se nos ha aclarado hasta donde llegaría esta prohibición: si comprende tanto el hecho de organizar ejércitos como el de sostenerlos en épocas de tranquilidad. Si se reduce al último caso, carecerá de significación precisa y será ineficaz para el objeto que se persigue. Una vez formado el ejército ¿a qué se llamará sostenerlo, contrariamente al sentir de la Constitución? ¿Cuánto tiempo deberá transcurrir para que se confirme la violación? ¿Una semana, un mes, un año? ¿O entenderemos que pueden mantenerse mientras dure el peligro que provocó su organización? Esto equivaldría a admitir que pueden conservarse en tiempo de paz, para hacer frente a un religro amenazador o inminente y, a la vez, a desviarse del sentido literal de la prohibición y a dar entrada a una excesiva amplitud de la interpretación. ¿Quién juzgará si continúa el peligro? Habría que someter esto, sin duda, al gobierno nacional y entonces llegaríamos a este resultado: que el gobierno nacional, para protegerse contra un peligro que recela, puede primeramente reclutar tropas y luego conservarlas en pie de guerra durante tanto tiempo como supusiera que la paz o la seguridad de la comunidad se hallaban amenazadas en cualquier forma. Es fácil percibir que una facultad discrecional tan lata como ésta, ofrecería ancho campo para eludir la eficacia de la disposición.

La supuesta utilidad de una medida de esta clase sólo puede fundarse en la probabilidad también supuesta, o al menos en la posibilidad, de que el poder ejecutivo y el legislativo colaboren en un intento de usurrpación. De ocurrir tal cosa ¡qué fácil sería inventar la amenaza de un proximo peligro! Las hostilidades por parte de los indios, instigadas por España o la Gran Bretaña, serían un pretexto siempre a la mano. Inclusive se podría provocar a una potencia extranjera para obtener el efecto deseado, aplacándola luego con las oportunas concesiones. Si es razonable suponer que esa combinación se formara, y si la empresa ofreciera probabilidades de éxito, una vez reunido por cualquier causa o con cualqUIer pretexto, puede utilizarse para la realización del proyecto.

Si, para evitar estas consecuencias, se resolviera extender la prohibición al reclutamiento de tropas en tiempo de paz, entonces los Estados Unidos ofrecerían el más extraordinario espectáculo que el mundo ha visto hasta ahora: el de una nación incapacitada por su Constitución para preparar la defensa, antes de ser invadida materialmente. Como la ceremonia de declarar formalmente la guerra ha caído en desuso en los últimos tiempos, habrá que esperar la presencia del enemigo dentro de nuestros territorios para que el gobierno esté justificado legalmente para iniciar sus reclutamientos de hombres con el fin de proteger al Estado. Debemos recibir el golpe antes de que podamos siquiera prepararnos para devolverlo. Todo el plan de acción que sirve a las naciones para anticiparse a un peligro lejano y para hacer frente a una tormenta que se forma, nos está vedado como antagónico a las máximas de un gobierno libre. Debemos exponer nuestras propiedades y nuestra libertad a merced de posibles invasores extranjeros, invitándolos con nuestra debilidad a que se apoderen de la desarmada e indefensa víctima, porque tememos que los gobernantes constituidos por nuestra opción, dependientes de nuestra voluntad, puedan poner en peligro esa libertad, al abusar de los medios necesarios para protegerla.

Aquí espero que se nos dirá que la milicia del país es su baluarte natural, y que en cualquier circunstancia estará a la altura de la defensa de la nación. Esta doctrina, para decirlo en una palabra, estuvo a punto de hacernos perder la independencia, y costó a los Estados Unidos muchos millones que podrían haberse ahorrado. Los hechos que nuestra experiencia nos ofrece para disuadirnos de confiar en esa organización, son demasiado recientes para que nos dejemos engañar por esa insinuación. Las operaciones de guerra contra un ejército regular y disciplinado sólo pueden realizarse en firme y con éxito por una fuerza en las mismas condiciones. Motivos económicos, no menos que de estabilidad y vigor, confirman esta actitud. La milicia americana, gracias al valor demostrado en muchas ocasiones durante la última guerra, ha labrado monumentos para perpetuar su gloria; pero sus miembros más valerosos sienten y saben que la libertad de su país no habría podido consolidarse solamente con su esfuerzo, por muy grande y valioso que haya sido. La guerra, como casi todas las cosas, es una ciencia que debe adquirirse y perfeccionarse por medio de la asiduidad, la perseverancia, el tiempo y la práctica.

Toda política violenta, por lo mismo que es contraria al curso natural y conocido de los asuntos humanos, se frustra por sí sola. En estos momentos, Pensilvania confirma con su ejemplo la verdad de esta observación. La Declaración de Derechos de ese Estado proclama que los ejércitos permanentes son un peligro para la libertad y que no se deben sostener en época de paz. Sin embargo, Pensilvania, en tiempos de absoluta tranquilidad y por la existencia de desórdenes parciales en uno o dos de sus condados, ha resuelto formar un cuerpo armado; y probablemente lo mantendrá mientras exista el menor peligro para la paz pública. La conducta de Massachusetts nos brinda otra lección sobre el mismo asunto, aunque por un motivo diferente. Ese Estado (sin esperar la sanción del Congreso, como exigen los Artículos de la Confederacion), se vio obligado a reclutar tropas para reprimir una insurrección interna y aún conserva y expensa una corporación para evitar que reviva el soplo rebelde. La Constitución de Massachusetts no opone impedimento alguno a esta medida; pero su ejemplo conserva su utilidad para enseñarnos que en nuestro gobierno, como en el de otras naciones, pueden darse casos análogos, que en ocasiones harán necesaria la existencia de una fuerza militar en tiempo de paz para conservar la seguridad pública, y que, por lo tanto, es inconveniente restringir en este punto la libertad discrecional del legislativo. También nos enseña, en lo que se refiere a los Estados Unidos, el poco respeto que los derechos de un gobierno débil pueden esperar aun de sus propios electores. Y agregado a todo lo anterior, nos indica qué poco pesan las cláusulas escritas cuando se hallan en conflicto con la necesidad pública.

Era una regla fundamental en la República de los lacedemonios que el cargo de almirante no se confiriera dos veces a la misma persona. Como los confederados del Peloponeso, después de sufrir una derrota naval a manos de los atenienses, le rogaron a Lisandro, que anteriormente había servido con éxito en ese carácter, que tomara el mando de las flotas combinadas, los lacedemonios, para complacer a sus aliados, conservando al mismo tiempo una apariencia de adhesión a sus antiguas instituciones, recurrieron al endeble subterfugio de investir a Lisandro del poder efectivo de almirante, bajo el título de vicealmirante. Escojo este caso entre mil que pueden citarse para confirmar la verdad ya expuesta e ilustrada con ejemplos propios: esto es, que las naciones hacen poco caso de las reglas y máximas destinadas por su naturaleza misma a oponerse a las necesidades de la sociedad. Los políticos sensatos serán muy cautos no maniatando al gobierno COn restricciones que no pueden cumplirse, porque saben que cada infracción de las leyes fundamentales, aun dictada por la necesidad, menoscaba esa veneración sagrada que es necesario sustentar en el pecho de los gobernantes hacia la Constitución de un país, y forma un precedente para otras violaciones en casos en que no eXiste la misma disculpa de la necesidad, o en que es menos imperiosa y palpable.

PUBLIO

(Es a Alexander Hamilton a quien se le atribuye la autoría de este escrito)

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