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EL FEDERALISTA

Número 24



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Sólo he encontrado una objeción concreta en contra de los poderes que se sugiere que se confieran al gobierno federal relativamente a la creación y dirección de las fuerzas nacionales. Y es ésta, si la he entendido bien: que no se han tomado precauciones adecuadas en contra de la existencia de ejércitos permanentes en tiempo de paz; objeción que, como trataré de demostrar, se apoya en débiles e insustanciales fundamentos.

Se ha formulado de modo vago y general, apoyándola únicamente en audaces afirmaciones, sin apariencia de argumentación; sin la sanción de opiniones teóricas cuando menos; y contrariando la práctica de otras naciones libres y el sentir general de América, expresado en la mayoría de las constituciones vigentes. Lo procedente de esta reflexión se pondrá de manifiesto en cuanto se recuerde que la objeción que examinamos gira alrededor de la supuesta necesidad de restringir la autoridad legislativa de la nación, en lo relativo a los establecimientos militares; principio de que no se tiene noticia excepto en las constituciones de uno o dos de nuestros Estados y que ha sido rechazado en todas las demás.

Un hombre ajeno a nuestra política, que leyese actualmente nuestros periódicos sin haber examinado antes el plan dictaminado por la convención, llegaría naturalmente a una de estas dos conclusiones: la de que éste contiene un mandato positivo en el sentido de que deben mantenerse ejércitos permanentes en tiempo de paz, o bien la de que se confía al Ejecutivo todo el poder de levantar tropas sin sujetar su arbitrio en forma alguna al freno de la legislatura.

Si luego se le ocurriera repasar el plan mismo, quedaría sorprendido al descubrir que no existe ni una ni otra suposición; que el poder íntegro de reclutar tropas se confiere a la Legislatura, no al Ejecutivo; que esta legislatura iba a ser un organismo popular, compuesto por representantes del pueblo, elegidos periódicamente; y que en vez de la cláusula que había supuesto, a favor de los ejércitos permanentes, lo que existía a este respecto era una importante restricción a la misma libertad legislativa, en ese artÍculo que prohibe autorizar el gasto de fondos públicos para el sostenimiento del ejército por período alguno mayor de dos años -precaución que, al ser contemplada más de cerca, se revelará como una importante y efectiva garantía contra el mantenimiento de tropas sin una necesidad evidente.

Al resultar engañada en su primera suposición, es de creerse que la persona que imagino proseguiría sus conjeturas algo más allá. Se diría: es imposible que toda esta vehemente y patética retórica carezca de algún pretexto plausible. Debe ser que este pueblo, tan celoso de sus libertades, ha insertado en los modelos anteriores de constituciones que ha sancionado las precauciones más rígidas y precisas respecto a este punto.

Si bajo esa impresión pasara a revisar las constituciones de los distintos Estados, cuál no sería su decepción al comprobar que solamente dos de ellas (1) prohiben la existencia de ejércitos permanentes en tiempo de paz; y que las otras once o bien observan un profundo silencio sobre el particular, o bien admiten en términos expresos el derecho de la legislatura a autorizarlos.

Todavía, sin embargo, seguiría persuadido de que la gritería que se ha levantado con motivo de este asunto debe tener algún origen atendible. Nunca se imaginaría, antes de agotar todas las fuentes de información, que sólo se trataba de un experimento a costa de la credulidad pública, inspirado por el deliberado propósito de engañar, o por un exceso de celo demasiado destemplado para ser inocente. Probablemente se le ocurriría que podría encontrar las precauciones que buscaba en el pacto celebrado originalmente por los Estados, y esperaría encontrar, por fin, en ese documento, la clave del enigma. Sin duda, se diría, la Confederación vigente debe contener las disposiciones más explícitas contra las organizaciones militares en tiempo de paz; y el hecho de haberse apartado de este modelo, en punto tan importante, ha ocasionado el descontento que parece influir de tal modo sobre estos paladines políticos.

Si en seguida se consagra a revisar minuciosa y críticamente los Artículos de confederación, su asombro no sólo crecería, sino que se mezclaría a él un sentimiento de indignación ante el descubrimiento inesperado de que en vez de contener esos artículos la prohibición que buscaba, no imponían una sola restricción a la potestad de los Estados Unidos sobre este particular, a pesar de haber limitado con celosa circunspección la de los Estados. Si aquel hombre poseyera un temperamento fogoso o una pronta sensibilidad, no podría menos de considerar esos clamores como los artificios fraudulentos de una oposición siniestra y carente de principios contra un plan que debería merecer, cuando menos, un examen imparcial y sincero por parte de todos los verdaderos amantes de su patria. ¿En qué otra forma, diría, explicarse que los autores de aquellos lamentos hayan censurado tan duramente ese plan en un punto en el que parece conformarse con el sentir general de América, tal como se ha expresado en sus distintos sistemas de gobierno, al cual hasta ha agregado ahora un nuevo y poderoso refuerzo, desconocido de aquéllos? Si, por el contrario, resultara ser un hombre ponderado y sin pasiones, suspiraría pensando en la fragilidad de la naturaleza humana y lamentaría que en materia tan importante para el bienestar de millones de seres, la esencia se viera embrollada y oscurecida por artificios tan desfavorables para una decisión acertada e imparcial. Aun ese hombre podría difícilmente abstenerse de observar que una conducta semejante se parece demasiado al designio de engañar al pueblo suscitando sus pasiones, en vez de convencerlo por medio de argumentos dirigidos a su entendimiento.

Pero por poco sostenible que sea esta objeción, incluso mediante los precedentes que se encuentren en nuestro país, puede ser conveniente que indaguemos más de cerca su valor intrínseco. Un examen atento nos indicará que sería impolítico imponer restricciones al libre arbitrio de la legislatura en lo que respecta a los organismos militares en tiempos de paz, y que en caso de imponerse, sería improbable que se observaran, como consecuencia de las necesidades sociales.

Aunque Europa y los Estados Unidos se hallan separados por un vasto océano, hay varias consideraciones que nos previenen contra un exceso de confianza o seguridad. A un lado nuestro, y extendiéndose hacia nuestra espalda, se encuentran progresivos establecimientos sujetos al dominio británico. Del otro lado, y extendiéndose hasta tocar las fundaciones inglesas, se hallan las colonias sometidas al dominio de España. Esta situación y la vecindad de las islas de las Indias Occidentales, que pertenecen a ambas potencias, crea entre ellas, respecto a sus posesiones americanas y en relación con nosotros, un interés común. Las tribus salvajes de nuestra frontera del oeste deben considerarse como nuestros enemigos naturales y sus naturales aliados, debido a que tienen más que temer de nosotros y mas que esperar de ellas. Los adelantos en el arte de la navegación han convertido en mucha parte en vecinas a las naciones más distantes, si atendemos a la facilidad de las comunicaciones. La Gran Bretaña y España se cuentan entre las principales potencias marítimas de Europa. No debe juzgarse como improbable el que ambos países lleguen a un acuerdo por lo que hace a sus miras. Los lazos de parentesco, haciéndose cada vez más lejanos, disminuyen la fuerza del pacto familiar entre Francia y España. Y los políticos han considerado siempre con razón que los lazos de la sangre son bien frágiles y precarios como nexos políticos. Todas estas circunstancias unidas nos advierten que no debemos ser demasiado optimistas en cuanto a considerarnos completamente fuera del alcance del peligro.

Antes de la Revolución, y desde que disfrutamos la paz, ha sido continuamente necesario el mantener pequeñas guarniciones en nuestra frontera occidental. Nadie puede dudar de que seguirán siendo indispensables, aunque sólo fuese para evitar los estragos y depredaciones de los indios. Estas guarniciones han de componerse de destacamentos ocasionales de la milicia o bien de cuerpos permanentes sostenidos por el gobierno. El primer sistema es impracticable y, si no lo fuera, resultaría pernicioso. Los miembros de la guardia nacional no consentirían por mucho tiempo o en absoluto que se les aparte de sus familias y sus ocupaciones para cumplir ese desagradabilísimo deber en tiempos de completa paz. Y si se lograra convencerlos o compelerlos a que lo hiciesen, el gasto adicional de un relevo frecuente y la pérdida de trabajo y el desconcierto en las ocupaciones productivas de muchos individuos, serían objeciones decisivas contra el sistema. Éste resultaría tan pesado y perjudicial para el público como ruinoso para los ciudadanos particulares. El segundo recurso, o sea el de cuerpos permanentes pagados por el gobierno, equivale a sostener un ejército en tiempo de paz; un ejército reducido, es cierto, pero que no por pequeño deja de serlo. Esta sencilla ojeada a la materia nos demuestra lo inoportuno de una restricción constitucional de dichas organizaciones y la necesidad de dejar la cuestión a la resolución discrecional y a la prudencia de la legislatura.

A medida que aumente nuestro poderío, es probable, puede decirse que seguro, que la Gran Bretaña y España aumentarán los dispositivos militares que tienen en nuestras cercanías. Si no queremos exponernos, desprovistos de todo y sin defensa alguna, a sus insultos e invasiones, comprenderemos que nos conviene aumentar nuestras guarniciones fronterizas para que guarden cierta proporción con las fuerzas que se encuentran en situación de hostigar a nuestras colonias occidentales. Existen y existirán ciertos puestos cuya posesión lleva consigo el dominio sobre vastos territorios y facilitará las invasiones futuras de los restantes. Hay que añadir que algunos de esos puestos serán la clave del comercio con las naciones indias. ¿Puede alguien creer que sería sensato dejar esos puestos en tal condición que una de las dos formidables potencias vecinas, o ambas a la vez, puedan apoderarse de ellos en cualquier instante? Obrar de este modo equivaldría a desatender todas las máximas de la política y la prudencia.

Si aspiramos a ser un pueblo comercial, o aun a sentirnos seguros en nuestra costa atlántica, debemos procurar tener una marina lo antes posible. Para conseguir este propósito hacen falta astilleros y arsenales; y para la defensa de éstos, fortificaciones y probablemente guarniciones. Cuando una nación ha adquirido poder marítimo bastante para proteger sus arsenales con sus flotas, las guarniciones están de más; pero cuando los organismos navales se hallan aún en la infancia, es absolutamente probable que las guarniciones de cierta fuerza serán una protección indispensable Contra las incursiones encaminadas a destruir los arsenales y astilleros, y a veces hasta la flota misma.

PUBLIO

(Se considera a Alexander Hamilton como el autor de este escrito)




Notas

(1) La afirmación anterior se funda en la colección impresa de las constituciones de los Estados. Pensilvania y Carolina del Norte son las dos en que se encuentra la prohibición, en estas palabras: Como los ejércitos permanentes se convierten en peligro para la libertad en tiempos de paz, no deben conservarse. En realidad se trata de una admonición, más bien que de una prohibición. Nuevo Hampshire, Massachusetts, Maryland y Delaware poseen en sus respectivas declaraciones de derechos una cláusula en el sentido de que: Los ejércitos permanentes son un peligro para la libertad y no deben reclutarse ni conservarse sin consentimiento de la legislatura, lo cual equivale a reconocer formalmente la facultad de la legislatura. En Nueva York no hay declaración de derechos y su ConstitUción no dice una palabra sobre este asunto. Las constitUciones de los demás Estados, ya exceptuados los mecionados antes, no llevan declaraciones de derechos anexas y sus constitUciones también guardan silencio. He recibido informes, no obstante, en el sentido de que hay uno o dos Estados que poseen cartas de derechos que no figuran en esta colección, pero que también ellas reconocen el derecho de la autoridad legislativa en el punto de que se trata.- PUBLIO.

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