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EL FEDERALISTA

Número 23



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La necesidad de una Constitución, al menos tan enérgica como la propuesta, para conservar la Unión, es el punto que debemos examinar ahora.

Nuestra investigación se dividirá con naturalidad en tres partes -los fines a que debe proveer el gobierno federal, la cantidad de poder necesario para la consecución de esos fines y las personas sobre las que ese poder debe actuar-. Su distribución y organización serán objeto de nuestra atención en el siguiente artículo.

Los principales propósitos a que debe responder la Unión son éstos:

la defensa común de sus miembros;
la conservación de la paz pública, lo mismo contra las convulsiones internas, que contra los ataques externos;
la reglamentación del comercio con otras naciones y entre los Estados;
la dirección de nuestras relaciones políticas y comerciales con las naciones extranjeras.

Las facultades esenciales para la defensa común son las que siguen:

organizar ejércitos;
construir y equipar flotas;
dictar las reglas que han de gobernar a ambos;
dirigir sus operaciones;
proveer a su mantenimiento.

Estos poderes deben existir sin limitación alguna, porque es imposible prever o definir la extensión y variedad de las exigencias nacionales, o la extensión y variedad correspondiente a los medios necesarios para satisfacerlas. Las circunstancias que ponen en peligro la seguridad de las naciones son infinitas, y por esta razon no es prudente imponer trabas constitucionales al poder a quien está confiada. Este poder debería ser tan amplio como todas las combinaciones posibles de esas circunstancias; y ejercerse bajo la dirección de los mismos consejos nombrados para presidir la defensa común.

Ésta es una de esas verdades que traen consigo su propia evidencia para los espíritus normales y libres de prejuicios, y que pueden ser oscurecidas, pero no aclaradas, mediante argumentos o razones. Se apoya en axiomas tan sencillos como universales:

los medios deben ser proporcionados al fin;
las personas de cuya intervención se espera la obtención de cualquier fin, deben poseer los medios necesarios para conseguirlo.

El que deba haber un gobierno federal encargado de velar por la defensa común, es una cuestión susceptible de ser discutida independientemente; pero desde el mismo momento en que la resolvamos en sentido afirmativo, resultará que el gobierno debe ser revestido de todos los poderes indispensables para la completa ejecución de ese encargo. Y a menos de que pueda demostrarse que las circunstancias que amenazan la seguridad pública pueden ser contenidas dentro de ciertos límites definidos, a menos de que pueda sostenerse justa y lógicamente la proposición contraria a la nuestra, habrá que admitir, como consecuencia necesaria, que no puede haber limitaciones en la potestad que ha de proveer a la defensa y protección de la comunidad, en materia alguna que sea esencial a la formación, dirección o sostemirmiento de las fuerzas nacionales.

Pese a lo defectuosa que ha demostrado ser la Confederación actual, este principio parece haber sido ampliamente comprendido por quienes la forjaron; aunque no dispusieron lo necesario y apropiado para su ejercicio. El Congreso goza de una facultad discrecional ilimitada para hacer requisiciones de hombres y de dinero; para gobernar el ejército y la armada; para dirigir sus operaciones. Como, de acuerdo con la Constitución, las requisiciones son obligatorias para los Estados, los que en efecto están solemnemente comprometidos a suministrar las provisiones que se les pidan, la intención que se tuvo fue evidentemente que los Estados Unidos pudieran disponer de todos los recursos que estimaran precisos para la defensa común y el bienestar general. Se suponía que el sentimIento de sus verdaderos intereses y el respeto a los dictados de la buena fe, resultarían prendas suficientes de que los miembros cumplirían puntualmente sus deberes para con la cabeza de la confederación.

El experimento que se ha hecho ha demostrado, contrariamente, que esta esperanza era infundada e ilusoria, y supongo que las observaciones formuladas en el artículo habrán convencido a los imparciales y perspicaces de que es absolutamente necesario un cambio completo de los principios primordiales del sistema; que si somos sinceros en querer infundirle energía y estabilidad a la Unión, debemos abandonar los vanos proyectos de legislar con relación a los Estados en su carácter de colectividades; debemos hacer las leyes de la federación extensivas a los ciudadanos individuales de América, y rechazar el engañoso designio de las cuotas y las requisiciones, por irrealizable a la par que injusto. El resultado de todo lo anterior es que la Unión debe estar dotada de plenos poderes para reclutar tropas; para construir y equipar flotas, y para recaudar los fondos necesarios para la formación y el mantenimiento del ejército y la marina, por los medios acostumbrados y ordinarios que se practican en otros gobiernos.

Si las circunstancias de nuestro país son tales que requieren un gobierno compuesto y confederado en vez de uno solo y simple, el punto esencial que queda por arreglar, consiste en distinguir, tan completamente como sea posible los asuntos que corresponderán a las diferentes jurisdicciones o departamentos del poder, adjudicando a cada uno la más amplia autoridad para llevar a cabo los asuntos que queden a su cuidado. ¿Se constituirá a la Unión en custodio de la seguridad común? ¿Para realizar estos fines, son necesarios ejércitos, flotas e ingresos? El gobierno de la Unión debe estar facultado para expedir todas las leyes y para hacer todos los reglamentos que se relacionen con ellos. Lo mismo debe ocurrir en el caso del comercio, y de todas las demás materias a que alcance su jurisdicción. ¿La administración de justicia entre los ciudadanos del mismo Estado, es un ramo propio de los gobiernos locales? Pues entonces éstos deben poseer todas las facultades que tengan conexión con este asunto, y con todos los restantes que se asignen a su competencia y dirección. El no conferir en cada caso el grado de poder proporcionado al fin que se persigue, significaría violar las reglas más evidentes de la prudencia y la conveniencia, y confiar impróvidamente los grandes intereses de la nación en manos a las que se inhabilita para manejarlos con vigor y éxito.

¿Quién más a propósito para tomar las medidas convenientes a favor de la seguridad pública, que el cuerpo al que se halla confiada la protección de ésta? ¿Cuál, como centro de información que será, comprenderá mejor la extensión y la urgencia de los peligros que nos amenazan? ¿Quién, como representante del todo, tendrá mayor interés en salvaguardar a todas las partes? ¿Quién, gracias a la responsabilidad que es consecuencia del deber que se le señala, percibirá más sensatamente la necesidad de los pasos apropiados, y quién, por la extensión de su autoridad a través de los Estados, es el único que puede establecer la armonía y la coordinación en los planes y medidas con que se ha de garantizar la seguridad pública? ¿No es manifiestamente incongruente el poner en manos del gobierno federal el cuidado de la defensa general, y dejar a los gobiernos de los Estados los poderes ejecutivos mediante los cuales proveer a ella? La falta de cooperación ¿no ha de ser necesariamente la fatal consecuencia de semejante sistema? ¿y no serán la debilidad, el desorden y la desigual distribución de las cargas y desastres de la guerra, así como un innecesario e intolerable aumento de gastos, sus acompañantes naturales e inevitables? ¿No hemos experimentado ya sus efectos de modo inequívoco en el transcurso de la revolución que acabamos de realizar?

Por cualquier lado que miremos el asunto, como sinceros investigadores de la verdad, llegaremos al convencimiento de que es imprudente y peligroso negar al gobierno federal una autoridad sin límites sobre todos los objetos que sean encomendados a su administración. Claro que requerirá la vigilante y cuidadosa atención del pueblo para lograr que se le moldee de tal manera que se le puedan confiar esos poderes sin peligro. Si los planes que se han ofrecido o los que se ofrecieren a nuestra consideración, resulta, tras un examen desapasionado, que no satisfacen esa condición, deben ser rechazados. Un gobierno cuya constitución lo hace inepto para que se le confíen todos los poderes que un pueblo libre debe delegar en cualquier gobierno, sería un depositario peligroso e indigno de los intereses nacionales. Pero si éstos se le pueden encomendar con propiedad, las facultades correspondientes pueden acompañarlos sin peligro. Ése es el auténtico resultado de todos los razonamientos sobre este asunto. Y los enemigos del plan promulgado por la convención deberían haberse limitado a demostrar que la estructura interna del gobierno propuesto lo hacía indigno de la confianza popular. Deberían haberse abstenido de desviarse a declamaciones incendiarias y cavilaciones sin sentido sobre la amplitud de los poderes. Los poderes no son demasiado extensos para los fines de la administración federal o, en otras palabras, para el manejo de nuestros intereses nacionales; ni existe argumento alguno capaz de probar que semejante exceso les es imputable. Si fuera cierto, como han insinuado algunos de los escritores del bando opuesto, que la dificultad surge de la naturaleza misma de la cosa, y que lo dilatado del país no nos permitirá crear un gobierno al que se le puedan conferir sin peligro tan amplios poderes, ello probaría que deberíamos reducir nuestros planes recurriendo al sistema de confederaciones separadas que abarcarían esferas más accesibles. Porque siempre hemos de enfrentamos con el absurdo de confiar a un gobierno la dirección de los intereses más esenciales de la nación, sin atrevemos a confiarle las facultades que son indispensables para el manejo eficaz y apropiado de aquéllos. No intentemos reconciliar proposiciones contradictorias, sino adoptemos firmemente una alternativa racional.

Confío, sin embargo, en que no hay modo de demostrar que es impracticable un sistema general. Mucho me equivoco si hasta ahora se ha aducido cualquier cosa de entidad en este sentido; y me lisonjeo de pensar que las observaciones anotadas en el curso de estos artículos han servido para colocar la proposición opuesta en tan clara luz como es posible tratándose de un asunto sobre el que el tiempo y la experiencia no han actuado aún. De todos modos, es ya evidente que la dificultad misma que se apoya en la extensión del país, es el argumento más fuerte a favor de un gobierno enérgico; porque es seguro que cualquiera otro no podría jamás mantener la Unión de tan gran imperio. Si aceptamos los dogmas de los que se oponen a la adopción de la Constitución propuesta, como estandane de nuestro credo político, no dejaremos de verificar las sombrías doctrinas que vaticinan la impracticabilidad de un sistema nacional que se ejerza en todos los ámbitos de la presente Confederación.

PUBLIO

(Es a Alexander Hamilton a quien se le atribuye la autoría de este escrito)

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