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EL FEDERALISTA

Número 22



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Además de los defectos ya enumerados, hay en el sistema federal vigente otros de no menor importancia, que contribuyen a hacerlo totalmente inadecuado para la administración de los asuntos de la Unión.

La ausencia de un poder regulador del comercio es uno de ellos, según reconocen todos los que se interesan por el asunto. Ya anticipamos algo sobre la utilidad de este poder en la primera división de nuestras investigaciones; y por esta razón, así como por la unanimidad que existe respecto a este tema, es poco lo que nos queda por añadir. Es evidente, hasta para el observador más superficial, que ningún objeto, ni desde el punto de vista de la economía ni de las finanzas, exige tan imperiosamente la intervención federal. La ausencia de ésta ha actuado ya como obstáculo a la conclusión de tratados beneficiosos con las potencias extranjeras, y ha sido la ocasión de disgustos entre los Estados. Ninguna nación que conozca la naturaleza de nuestra asociación política será tan imprudente que concierte convenios con los Estados Unidos, por los que conceda privilegios de importancia, sabiendo que los compromisos adquiridos por la Unión los pueden violar sus miembros en cualquier momento y habiendo, por otra parte, experimentado ya que puede disfrutar de todas las ventajas que desee en nuestros mercados sin concedemos otra compensación que la que su conveniencia momentánea pueda sugerirle. Por tanto, no debe extrañarnos que cuando el señor Jenkinson presentó en la Cámara de los Comunes un proyecto de ley destinado a reglamentar el intercambio transitorio entre ambos países, hiciera un exordio al introducirlo y declarara que las estipulaciones similares que se encontraban en leyes anteriores, habían satisfecho todos los fines comerciales de la Gran Bretaña y que sería prudente persistir en el mismo plan hasta ver si el gobierno americano conseguía o no mayor estabilidad (1).

Varios Estados han intentado, por medio de prohibiciones aisladas, de restricciones y exclusiones, influir en la conducta de ese reino sobre este asunto, pero la falta de unanimidad, surgida de la ausencia de una autoridad general y de las diferentes y contradictorias opiniones de los Estados, ha hecho fracasar hasta ahora todos los intentos de esta índole y seguirá haciéndolo mientras no desaparezcan los obstáculos que se oponen a la uniformidad de providencias.

Las embarazosas e inciviles reglas de algunos Estados, tan contrarias al verdadero espíritu de la Unión, han dado en distintos casos motivos justificados de queja y malestar a los otros, y es de temer que los ejemplos de esta naturaleza, si no los reprime un régimen nacional, se multipliquen y extiendan hasta convertirse en graves fuentes de animosidad y discordia, así como en perjudiciales obstáculos al intercambio entre las distintas partes de la Confederación. El comercio del imperio germano (2) se halla continuamente entorpecido por la multiplicidad de impuestos que los príncipes y los Estados cobran sobre las mercancías que atraviesan sus territorios, consiguiendo que las espléndidas corrientes y los ríos navegables que Alemania tiene la dicha de poseer, resulten casi inútiles. Aunque es posible que el carácter de nuestros compatriotas no consentirá nunca que esta descripción pueda aplicársenos estrictamente, es razonable esperar, por culpa de los conflictos que surgen poco a poco con motivo de las reglamentaciones de los Estados, que los ciudadanos de cada uno acaben siendo tratados por los otros como extranjeros o extraños.

La facultad de reclutar ejércitos se reduce únicamente, por virtud de la interpretación clara de los Artículos de confederación, al poder de hacer requisiciones en los Estados de determinadas cuotas de hombres. En el transcurso de la última guerra, este modo de proceder opuso obstáculos interminables a un sistema de defensa vigoroso y económico. Hizo surgir una competencia entre los Estados, creando una especie de subasta de hombres. Para proporcionar los contingentes que se les pedían, pujaron más y más, hasta que las gratificaciones de enganche alcanzaron un importe elevadísimo e imposible de soportar. La esperanza de conseguir un aumento aún mayor, indujo a los que estaban dispuestos a servir, a retrasar su alistamiento y a no engancharse por períodos largos. Los resultados fueron: lentos y escasos reclutamientos de hombres en las horas más críticas de nuestra situación; continuas fluctuaciones de las tropas, fatales para la disciplina y que con frecuencia exponían a la seguridad pública a la peligrosa crisis de un ejército licenciado. De ahí también esos opresivos expedientes practicados en diversas ocasiones para el reclutamiento y que sólo el amor a la libertad pudo inducir al pueblo a soportar.

Este método de allegarse tropas es tan poco amigo de la economía y de la eficiencia como de la distribución equitativa de las cargas. Los Estados próximos al teatro de la guerra, movidos por el deseo de la propia conservación, hicieron el esfuerzo de proporcionar sus contingentes, que hasta superaban a sus posibilidades; mientras que los situados a distancia del peligro, fueron por regla general, tan negligentes como diligentes aquéllos. La opresión inmediata de esta desigualdad no fue aliviada, como en el caso de las contribuciones económicas, por la esperanza de una liquidación final. A los Estados que no pagaban las cantidades de dinero que les correspondían era, por lo menos, factible que se les cargaran en cuenta sus faltantes; pero ninguna contabilidad era posible para las deficiencias en la provisión de hombres. Sin embargo, no vemos grandes motivos para lamentar la ausencia de esta esperanza, si consideramos las escasas probabilidades de que los Estados más culpables puedan alguna vez resarcir sus faltas pecuniarias. El sistema de cuotas y requisiciones, aplicado a los hombres o al dinero, es, bajo todos los puntos de vista, en el seno de la Unión, un sistema imbécil, productor de injusticias y desigualdades entre los miembros.

La igualdad de sufragio entre los Estados constituye otro punto censurable de la Confederación. Toda idea de proporcion y toda regla de justa representación se unen para condenar un principio que da a Rhode Island el mismo peso en la balanza del poder que a Massachusetts, o a Connecticut, o a Nueva York; y que concede a Delaware en las deliberaCIOnes nacionales el mismo voto que a Pensilvania, Virginia o Carolina del Norte. Su actuación contradice la máxima fundamental del gobierno republicano, que requiere que prevalezca el sentir de la mayoría. Los soflStas pueden replicar que los soberanos son iguales y que la mayoría de votos de los Estados será la mayoría de la América confederada. Pero esta clase de prestidigitación lógica no contrarrestará nunca las sencillas indicaciones de la justicia y del sentido común. Puede ocurrir que esta mayoría de los Estados sea una pequeña minoría del pueblo de América (3), y resultaría imposible convencer a dos tercios de este pueblo, en nombre de distingos artificiales y sutilezas silogísticas, de que sometieran sus intereses a la gestión y a lo que dispusiera la voluntad del tercio restante. Los Estados más importantes no tardarían en repudiar la idea de que la ley les fuera impuesta por los más pequeños. Asentir a semejante privación del puesto que les corresponde en la balanza política, supondría no sólo una a insensibilidad a los atractivos del poder, sino también el sacrificio de sus aspiraciones de igualdad. No es razonable esperar lo primero, ni justo exigir lo segundo. Los Estados menores, tomando en cuenta hasta qué punto su bienestar y seguridad dependen de la Unión, deberían renunciar sin dificultad a una pretensión que resultaría fatal para la persistencia de aquélla, en el caso de que no se abandonara.

Puede objetarse a esto que no deben ser siete, sino nueve Estados, o los dos tercios de la totalidad, quienes deben dar su consentimiento para las resoluciones más importantes; y que de ello se desprende que los nueve Estados formarían siempre una mayoría de la Unión. Pero esto no disminuye lo indebido de la igualdad de votos entre Estados absolutamente desiguales por sus dimensiones y por la densidad de su población; ni es exacta la consecuencia en la realidad; pues, podemos enumerar nueve Estados que incluyen menos de la mayoría del pueblo; (4) y, sin embargo, es constitucicnalmente posible que esos Estados ganen la votación. Además, hay asuntos de gran importancia que pueden decidirse por una simple mayoría; y otros, respecto a los cuales se tienen duda, que, si se interpretan a favor de la suficiencia de votos de siete Estados, ampliarían su campo de acción a intereses de primera magnitud. Además, debe llamarse la atención sobre la probabilidad de un aumento en el número de los Estados, y sobre el hecho de que no se provee a un aumento proporcional en el número de votos.

Pero esto no es todo: lo que a primera vista parece el antídoto, es en realidad un veneno. El conceder a la minoría el derecho del veto sobre la mayoría (lo que ocurre siempre cuando se exige más que una mayoría para resolver), equivale, por su tendencia, a sujetar la opinión de los más a la de los menos. El Congreso, debido a la falta de asistencia de unos pocos Estados, se ha visto a menudo en la misma situación que una dieta polaca, en que ha sido suficiente un solo voto para paralizar todos sus movimientos. La sesentava parte de la Unión, que es más o menos la proporción representada por Delaware y Rhode Island, ha logrado varias veces oponer un valladar infranqueable a su funcionamiento. Ésta es una de esas sutilezas que en la práctica producen el efecto contrario al que se esperaba por la teoría. El requisito de la unanimidad en las corporaciones publicas o de una mayoría cercana a esa unanimidad, se ha fundado en la suposición de que contribuiría a la seguridad. Pero su efecto verdadero es el de entorpecer la administración, destruir la energía del gobierno y sustituir la fantasía, el capricho o los artificios de un cabildeo pequeño, turbulento o corrompido, a las deliberaciones y decisiones normales de una mayoría respetable. En esas crisis de una nación, en las que la bondad o la maldad, la fuerza o la debilidad de su gobierno son de la mayor trascendencia, la acción es generalmente necesaria. La cosa pública debe seguir adelante, de un modo o de otro. Si una minoría obstinada puede paralizar la opinión de la mayoría respecto al mejor modo de manejar aquélla, la mayoría debe allanarse a los puntos de vista de la minoría, con el objeto de que algo se haga; y así el sentir del menor número predominará sobre el del mayor, y dará el tono a la conducta nacional. De ahí largos retrasos, continuas negociaciones e intrigas, y despreciables transacciones con relación al bien público. Y, sin embargo, en semejante sistema, casi es una suerte cuando pueden efectuarse esas transacciones; pues en algunas ocasiones los asuntos no admiten ajustes; y entonces las medidas del gobierno deben suspenderse con resultados perjudiciales, o sufrir un fracaso definitivo. A menudo, por la imposibilidad de conseguir el asentimiento del número necesario de votos, el gobierno se mantiene en un estado de inacción. Su situación revela siempre debilidad y linda a veces con la anarquía.

No es difícil comprender que un principio de esta índole ofrece mayor campo a la corrupción extranjera, así como a la facción doméstica, que el que permite que decida el sentir de la mayoría, aunque se ha sostenido lo contrario. La equivocación procede de no atender con el cuidado debido a los males que pueden surgir de obstruir la marcha del gobierno en ciertos períodos críticos. Cuando la Constitución requiere la concurrencia de un gran número para llevar a cabo cualquier acto nacional, tenemos la tendencia a quedar satisfechos, pensando que las cosas están seguras, porque no es probable que se haga nada malo; pero se nos olvida cuánto bueno puede impedirse y cuánto malo producirse, gracias al poder de impedir la acción que puede ser necesaria y de mantener los asuntos en la misma situación desfavorable en que es posible que se encuentren en un momento dado.

Suponed, por ejemplo, que nos hallamos en guerra, unidos a una nación extranjera y en contra de otra. Imaginad que nuestras circunstancias exigían la paz, y que el interés o la ambición de nuestra aliada la llevasen a proseguir la guerra, con miras que justificaran el que concertáramos condiciones distintas. En semejante estado de cosas, nuestra aliada encontraría sin duda más sencillo, por medio del soborno y la intriga, atar las manos del gobierno para que no hiciera la paz, en el caso de que dos tercios de los votos fueran necesarios para ese objeto, que en el de que bastara una simple mayoría. En el primer caso, tendría que cohechar a un menor numero; en el segundo, a un número mayor. Conforme al mismo principio, sería mucho más fácil para un poder extranjero con el que estuviéramos en guerra, perturbar nuestros consejos y estorbar nuestros esfuerzos. Y desde el punto de vista comercial podemos sufrir iguales inconvenientes. Una nacion con la que tuviéramos un tratado de comercio, podría evitar con más facilidad nuestras relaciones con su rival en ese trafico, aunque esta relación fuera grandemente beneficiosa para nosotros.

No debe creerse que los males que describo son imaginarios. Uno de los puntos flacos de las Repúblicas, entre innumerables ventajas, es su vulnerabilidad ante la corrupción extranjera. Un monarca hereditario, aunque frecuentemente dispuesto a sacrificar a sus súbditos en aras de su ambición, tiene demasiado interés personal en el gobierno y en la gloria externa de la nación, para que un poder extranjero pueda ofrecerle el equivalente de lo que sacrificaría si traicionara a su Estado. Por estas razones, el mundo ha presenciado muy pocos casos de esta especie de prostitución real, si bien han abundado los ejemplos de todas las demás clases.

En las Repúblicas, las personas a quienes los sufragios de sus conciudadanos elevan de la masa general a puestos de gran prominencia y poder, es posible que logren tales recompensas por traicionar su encargo, que, salvo que se trate de espíritus guiados y animados por una virtud superior, parecerá que exceden al interés que pueden tener en el bien común y que predomina sobre las obligaciones del deber. Por eso la historia nos brinda tantos mortificantes ejemplos de lo común que es la corrupción proveniente del extranjero en los gobiernos republicanos, y ya hemos señalado lo mucho que esto contribuyó a la ruina de las Republicas antiguas. Es bien sabido que los diputados de los Países Bajos han sido comprados en varias ocasiones por emisarios de los reinos vecinos. El conde de Chesterfield (si la memoria me es fiel), en una misiva a su corte, da a entender que su éxito en una importante negociación depende de que obtenga el despacho de mayor a favor de uno de los diputados. Y en Suecia los partidos eran comprados alternativamente por Francia e Inglaterra en forma tan descarada y notoria que esto excitó el general disgusto de la nación y fue una causa primordial de que el monarca más limitado de Europa se convirtiera en un solo día, sin violencia, tumultos ni oposición, en uno de los más absolutos e irrefrenados.

Nos queda aún por citar una circunstancia que corona los defectos de la Confederación: la falta de un poder judicial. Las leyes son letra muerta sin tribunales que desenvuelvan y definan su verdadero significado y alcance. Para que los tratados de los Estados Unidos tengan alguna fuerza, deben ser considerados como parte del derecho vigente en el país. Su verdadero sentido, en lo que respecta a los individuos, debe ser determinado, como todas las demás leyes, por las decisiones judiciales. Para que haya uniformidad en estas decisiones, deben someterse, en última instanciá, a un Tribunal Supremo. Y este tribunal debe instituirse en virtud de la misma autoridad con que se celebran los propios tratados. Ambas condiciones son indispensables. Si existe en cada Estado un tribunal con jurisdicción de última instancia, pueden resultar tantas sentencias definitivas sobre el mismo punto como tribunales haya. La diversidad de las opiniones humanas es interminable. Vemos discrepar a menudo, no sólo a los distintos tribunales, sino a los jueces del mismo tribunal. Para evitar la confusión que inevitablemente producirían las decisiones contradictorias de una serie de magistraturas independientes, todas las naciones han estimado indispensable establecer un tribunal superior a los otros, dotado de competencia general, y facultado para fijar y declarar en última instancia las normas uniformes de la justicia civil.

Esto es aún más necesario cuando la armazón del gobierno se halla constituida en tal forma que las leyes del todo están en peligro de ser contravenidas por las leyes de las partes. Si se confiere a los tribunales particulares la facultad de ejercer la jurisdicción en última instancia, además de las contradicciones que hay que esperar por las diferencias de opinión, habrá mucho que temer de la parcialidad proveniente de las opiniones y de los prejuicios locales, y de la intromisión de la legislación regional. Cada vez que se presentara esa intromisión, habría razón para temer que las disposiciones particulares serían preferidas a las de las leyes generales; pues nada es más natural entre quienes ocupan cargos públicos que considerar con una deferencia especial a la autoridad a la que deben su existencia oficial. Bajo la presente Constitución, los tratados de los Estados Unidos están expuestos a ser transgredidos por trece legislaturas distintas, y por el mismo número de tribunales con jurisdicción en última instancia, que funcionan en virtud de la autoridad de esas legislaturas. La confianza, la reputación, la paz de toda la Unión, están de esta suerte continuamente a merced de los prejuicios, las pasiones y los intereses de cada uno de los miembros de que se compone. ¿Es posible que las naciones extranjeras respeten a semejante gobierno o confíen en él? ¿Es posible que el pueblo de América continúe fiando por más tiempo su honor, su felicidad y su seguridad a una base tan precaria?

En este repaso de la Confederación me he limitado a exhibir sus más visibles defectos, omitiendo aquellas imperfecciones de detalle por culpa de las cuales una considerable parte del poder que se le quiso conferir ha resultado malogrado en gran medida. A estas alturas todos los hombres reflexivos, capaces de desprenderse de las preocupaciones de las opiniones preconcebidas, deben estar convencidos de que es un sistema tan radicalmente vicioso y erróneo que sólo puede enmendarse por una transformaCIón total de sus características y rasgos principales.

La organización del Congreso es ella misma absolutamente inadecuada al ejercicio de aquellos poderes que es indispensable confiar a la Unión. Una sola asamblea puede ser la depositaria idonea de las facultades estrechas y rodeadas de trabas que hasta ahora han sido delegadas a la jefatura federal; pero sería contrario a todos los principios de buen gobierno encomendarle esos poderes suplementarios que inclusive enemigos más moderados y más razonables de la Constitución propuesta, convienen que deben residir en los Estados Unidos. Si no se adoptara este plan, y si la necesidad de la Unión fuera capaz de resistir las ambiciosas miras de los hombres que edifican sobre su destrucción magníficos planes de engrandecimiento personal, sería probable que aceptáramos el proyecto de conferirle al Congreso poderes suplementarios, sin modificar su organización actual; y entonces, esta máquina, por culpa de la debilidad intrínseca de su estructura, se haría pedazos, a pesar de nuestros imprudentes esfuerzos por remendarla; o bien, aumentando gradualmente su fuerza y energía, acumularíamos en el mismo cuerpo las mas importantes prerrogativas de la soberanía, legando así a nuestra posteridad una de las formas de gobierno más execrables que haya inventado la fatuidad humana. Y habríamos creado en realidad esa misma tiranía que los adversarios de la nueva Constitución están o afectan estar tan ansiosos de conjurar.

Ha contribuido, y no poco, a las deficiencias de nuestro sistema federal el que no recibiera nunca la ratificación del pueblo. Sin más cimientos que la aprobación de las distintas legislaturas, ha tenido frecuentemente que enfrentarse con intrincadas cuestiones respecto a la validez de sus poderes, y ha dado nacimiento en ciertas ocasiones a la monstruosa doctrina del derecho de revocación legislativa. Como le debía su ratificación a la ley de un Estado, se ha argumentado que esta misma autoridad podría derogar la ley que lo había ratificado. Por crasa que sea la herejía de sostener que quienes son partes en un pacto tienen derecho a rescindir ese mismo pacto, la doctrina en sí cuenta con respetables defensores. La posibilidad de que surja una cuestión de esta naturaleza prueba la necesidad de asentar los cimientos de nuestro gobierno nacional sobre una base más firme que la sola sanción por parte de una autoridad delegada. El edificio del imperio americano debe descansar sobre la sólida base del consentimiento del pueblo. Las corrientes del poder nacional deben fluir inmediatamente de esa fuente pura, origen de toda autoridad legítima.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es a quien se considera autor de este escrito)




Notas

(1) Hasta donde puedo recordar, en este sentido fue el discurso que pronunció al presentar el último proyecto de ley.- PUBLIO.

(2) Enciclopedia, artículo Imperio.- PUBLIO.

(3) Nuevo Hampshire, Rhode Island, Nueva Jersey, Delaware, Georgia, Carolina del Sur y Maryland forman una mayoría del número total de Estados, a pesar de que no contienen la tercera parte de la población.- PUBLIO.

(4) Agréguense Nueva York y Connecticut a los siete anteriores y no llegarán a La máyoría.- PUBLIO.

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